En la obra de Jia Zhang-ke –el cineasta chino más importante de las últimas décadas–, el trabajo documental tiende a desempeñar una función historicista, generando un contexto pretérito para el grueso de ficciones contemporáneas que conforman el núcleo de la filmografía del cineasta. Por otra parte, los films documentales de Zhang-ke despliegan también un efecto contrapuntístico, abasteciendo de palabras un corpus fílmico habitado por personajes de ficción que transitan entre el mutismo y un estado de abatimiento catatónico. Swimming Out Till the Sea Turns Blue, que se puede ver en la sección Beautiful Docs del Festival Zinebi (vía Filmin), cumple esta doble misión. Por un lado, de forma similar a como hicieran los documentales 24 City (2008) e Historias de Shanghai (2010), la película propone una mirada hacia lo pretérito, un pasado de tradiciones y traumas históricos que anteceden a la espiral de modernidad que ocupa el centro de las ficciones de Zhang-ke. Un viaje a los orígenes que el director de Xiao Wu (1997) articula a través de un resonante coro de testimonios orales en el que campesinos y artistas, casi todos mayores que el cineasta (que este año ha cumplido 50 años), relatan ante la cámara algunos de sus recuerdos más sentidos.
El amplio retrato histórico que se perfila en Swimming Out Till the Sea Turns Blue –que va desde el primer auge de la República Popular hasta su crepúsculo en los años 90 del siglo pasado– tiene como hilo conceptual una cierta vuelta a los orígenes, situados en el corazón de la China rural. En un momento determinado, un personaje evoca la idea de que Dios creó la China rural, mientras que fue el hombre quien construyó la china cosmopolita. Para capturar el espíritu y la fuerza de atracción de esa nación primigenia, Zhang-ke recoge un agitado caudal de historias de gente vinculada a esa ruralidad. Un anciano recuerda con serena emoción el modo en que, en las décadas de 1940 y 1950, la organización colectiva, gran pilar de la utopía comunista, acabó con la hambruna que asolaba a los pueblos de la China profunda. A continuación, otra pareja de ancianos recuerda la ilegalización, a mediados de 1950, de los matrimonios concertados, lo que hizo posible su unión. Por momentos, parece que Zhang-ke va a dejarse arrastrar por la nostalgia, pero entonces el escritor Jia Pingwa aparece en escena para detener el curso fragmentario de la película con su largo testimonio vital, que atraviesa la pobreza de los años 50 y, sobre todo, los horrores de la Revolución Cultural. Pingwa rememora la infundada persecución política de su padre, que se convirtió en un estigma familiar contra el que el artista debió luchar durante décadas hasta su consagración literaria en los años 80. Así toma forma Swimming Out Till the Sea Turns Blue, acumulando luces y sombras de la China del siglo XX.
Autor de una obra innegociablemente personal, Zhang-ke (a quien apenas escuchamos en un par de intervenciones desde el fuera de campo) encuentra un vínculo íntimo con la materia de estudio del film al trabajar la idea del regreso a casa. Él mismo regresó a su Fenyang natal, en la provincia de Shanxi, después de estudiar en la Escuela de Cine de Pekín, y es allí donde se ambienta un gran número de sus ficciones. Este regreso a la tierra natal resuena en los testimonios de dos escritores que pertenecen a la generación de Zhang-ke, la que ha vivido en sus carnes el ingreso de China en la vorágine capitalista global. Yu Hua, con su extraordinario poder fabulador, evoca el tiempo en que los pocos libros occidentales que sobrevivieron a la Revolución Cultural llegaban a sus manos raídos, o desprovistos de sus últimas páginas, lo que obligaba al futuro escritor a imaginar finales posibles. En un contrapunto amargo e inquietante, el autor de la novela Vivir, que Zhang Yimou llevó a la gran pantalla, rememora cómo, en la década de 1990, con la llegada de una nueva prosperidad, algunos escritores abandonaron su carrera artística para convertirse en empresarios. Aunque el relato autobiográfico más emotivo es seguramente el de la escritora Liang Hong, que recuerda las penurias vividas durante la resaca de la Revolución Cultural (el gran trauma nacional) y describe el modo en que su verdadera sensibilidad artística floreció gracias al retorno a su tierra, en la China rural. En la escena más extraordinaria del film, Hong comparte pantalla con su hijo preadolescente y le ayuda a pronunciar frases en el dialecto de Henan, la “lengua” originaria de la madre. Así se consolida la idea de que “hacer memoria” no consiste únicamente en recordar, sino también en educar, en buscar una filiación íntima con el prójimo.
En su curso ocasionalmente atropellado entre relatos orales y estampas cotidianas (de gente mayor ocupando las plazas y jóvenes pegados a sus dispositivos móviles), Swimming Out Till the Sea Turns Blue podría llegar a parecer una obra un tanto ortodoxa. Nada más lejos de la realidad. La implicación creativa de Zhang-ke no solo se percibe en su proximidad afectiva a la idea del regreso a casa, sino también en las formas sigilosamente opacas y laberínticas de la película. En un momento revelador, Zhang-ke encadena dos estampas de un mismo escenario, situado en el corazón de la Aldea de la Familia Jia, en Fenyang. El primero es una imagen que aparece acompañada por un rótulo que la sitúa en 1979, aunque se trata en realidad del primer plano del segundo largometraje de Zhang-ke, Platform (2000), donde vemos a un grupo de hombres vestidos con los trajes de trabajo azules y ocres característicos de la época comunista. La segunda imagen es de 2019 y muestra, en el mismo enclave, a grupos de personas sacándose fotos frente a un mural de la Aldea de la Familia Jia, mientras la voz de una guía turística apunta que la pintura, de estética tradicional, muestra en realidad los planes futuros de la ciudad. Es de ahí, de esa tensión entre una serie de recuerdos agridulces y un presente-futuro vampirizado por la sociedad de consumo, de donde emerge el tono melancólico y desasosegado de la última creación del gran cineasta chino del siglo XXI.