Víctor Esquirol (Festival de Sevilla)

Unos títulos explicativos adjudican a Ted Bundy una cita tan genérica como “Where do you think you’re going?” (“¿A dónde crees que vas?”), y a partir de aquí se activa la siguiente cadena de eventos: en una azotea, un grupo de jóvenes que goza de una posición social acomodada celebra una fiesta en la que, como marca la liturgia, imperan los vestidos y los trajes de gala. También las bebidas alcohólicas, las sonrisas y una música que amortigua la voz humana, hasta casi acallar del todo la más que probable banalidad (y vanidad) de las conversaciones. Mientras, lejos de esta suntuosa torre de cristal, un chico y una chica viven la típica escena de romance. Tan tópica, “tan de película”, que no advertimos lo que va a pasar a continuación. Es de noche, y los enamorados, que se encuentran en un paraje natural idílico, fuera del alcance protector de la civilización, deciden embutirse en un coche y librarse al ardor de la pasión. Y claro, los códigos cinematográficos piden un estallido de violencia que no tarda en concretarse.

Con estas dos escenas, montadas en paralelo, empieza Um Fio de Baba Escarlate, es decir, Un hilo de baba escarlata, título giallesco con el que el portugués Carlos Conceição sigue, durante apenas una hora, los pasos de un seductor asesino en serie que está a punto de descubrir el irresistible efecto embriagador de sentirse observado. Incluso cuando sus terribles actos parecen pedir la complicidad encubridora de la intimidad. De aquella fiesta pasamos a aquel coche, y de ahí volvemos a la casilla inicial. Una colisión de situaciones y escenarios que resulta en una salpicadura de fluidos (la que pondrá título a la función) tan violenta como atractiva. En todo caso, las apariencias engañan: por mucho que en sus primeros compases Um Fio de Baba Escarlate pueda insinuar seguir la senda de Yann Gonzalez o de la dupla compuesta por Hélène Cattet y Bruno Forzani en la deconstrucción y relectura del giallo, lo cierto es que Conceição está más cerca de la estela que Gabriel Abrantes y Daniel Schmidt dejaron tras la presentación de su título de culto Diamantino, delirio futbolístico-aventurero que podía leerse como el evangelio apócrifo de Cristiano Ronaldo, divinidad deportiva que ocupa un sitio destacadísimo en el panteón de los súper-egos modernos.

En sintonía con tan llamativa celebridad, en Um Fio de Baba Escarlate laten con fuerza las pulsiones narcisistas de quien disfruta siendo filmado; también las de quien (sobre)vive gracias a sus dotes seductivas. Es el darse cuenta de que necesitas que te quieran… para seguir así queriéndote a ti mismo. Y viceversa. Es el círculo vicioso de la fama, cuyos efectos nocivos se potencian en tiempos de iconos creados y consagrados en la virtualidad de las redes sociales. A lo mejor es por esto que en este micro-universo dibujado por Carlos Conceição abundan los personajes encantados de no salirse nunca de dicha condición. Seres definidos a través de la híper-caracterización, es decir, del disfraz que llevan puesto. Caras que se aplican filtros: que se maquillan, que se cubren y que se destapan… solo para revelar el parecido que guardan con la de al lado. Identidades cambiantes para roles igualmente ambiguos: en esta comedia negra con mecanismos de slasher, las víctimas a veces amagan con convertirse en cómplices del crimen, y el asesino corre el riesgo de ser canonizado como nuevo modelo de conducta a seguir.

Es la rueda de la fortuna, que gira haciéndonos confundir la causalidad con la casualidad. La trama de Um Fio de Baba Escarlate avanza de forma imprevisible, caprichosa, y en todo momento se dedica a dar fundamento a la idea del destino. El desarrollo de las aventuras de este “asesino influencer” viene marcado por las consecuencias que acarrean los actos del personaje central, pero también por los designios de una providencia desnuda de cualquier noción de moral. La voluntad de las personas queda literalmente acallada: Conceição prescinde de los diálogos, ya que detrás la fachada deslumbrante del influencer se esconde alguien que, en realidad, no tiene nada que decir. A la postre, se impone un impulso abismal: la necesidad colectiva de elevar y devorar a un nuevo mesías. Es el viacrucis de la conquista (¿involuntaria?) de la fama: suicida para unos, homicida para otros, pero siempre asociada a la sonrisa magnética de la muerte.