Víctor Esquirol (Festival de Berlín)

Tras un intenso día de foto-sesiones, dos amigas se relajan en el taxi que debe devolverlas al hogar. Como el trayecto es largo, aprovechan para ponerse al día de sus respectivas vidas amorosas. Los ojos no nos engañan: en la parte de atrás del coche van dos ocupantes, pero se nota también la presencia de una tercera, que sin estar ahí consigue condicionar la conversación. Lo mismo ocurre en el despacho de un profesor, donde la visita de una alumna obedece en realidad a la voluntad de una persona ausente. Y, de nuevo, el fenómeno se repite en el encuentro casual entre dos antiguas compañeras de instituto. Este es el tríptico que compone Wheel of Fortune and Fantasy, nuevo trabajo del cineasta japonés Ryûsuke Hamaguchi. Las tres historias, aparentemente autónomas, quedan hermanadas por los rastros intangibles pero perceptibles de unas figuras ausentes. Al final de cada historia, unos breves títulos de crédito separan a los personajes que hemos visto de los que están por venir, pero la temática de fondo, así como la manera para abordarla por parte del director y guionista, las confirma como piezas de un todo, esa rueda donde la fortuna y la fantasía se confunden.

En la Berlinale más atípica de los últimos tiempos, se confirma la preeminencia de un cine que se afianza en una realidad reconocible pero que al mismo tiempo se muestra esquivo, en fuga. Lo hace, en Wheel of Fortune and Fantasy, a partir de unos saltos de naturaleza fantástica, propiciados por la puesta en escena y el tratamiento narrativo. A Hamaguchi le vale todo para resquebrajar la lógica de una realidad que nos oprime, pero de la que no podemos escapar. De partida, tenemos a dos amigas que ponen sobre la mesa la carpeta de los asuntos románticos. Hamaguchi, siempre cómodo en el uso de la palabra dialogada, nunca pierde el foco: ahora lo pone en quien está hablando; ahora en quien escucha. Y así, poco a poco, va dando cuerpo a un discreto pero contundente despliegue escénico, primero en la calmada contemporización de las distintas imágenes, después en la elección de unos encuadres que dejan respirar a sus protagonistas, pero que también preservan su intimidad. Todo ello da fe de la que, al fin y al cabo, es una de las grandes virtudes del director de Happy Hour: una inteligencia emocional con la que se preserva el calor humano que emana de los conflictos, tensiones y afectos de sus personajes.

Una amiga cuenta cómo le va la vida y la otra atiende, y con ello intiman casi como quien intima bajo las sábanas. El amor, ya se sabe, se puede hacer de forma suave y delicada o, por el contrario, dejándose llevar por la pasión del momento. Y así dialogan los personajes de Wheel of Fortune and Fantasy; y así los mira Hamaguchi. La filmación naturalista de un encuentro fortuito en un bar abre, en la escritura del film, un mar de posibilidades, como si estuviésemos en el terreno de la física cuántica. Llegados a cierto punto, el resultado de la combinación de elementos resulta incierto. Coexisten, como lo hacían los destinos del gato Schrödinger, y así lo plasma una película que, de repente, recuerda al cine de Hong Sangsoo. Una cámara fija, plantada ante una mesa, observa la interacción de unos personajes que, con total naturalidad, comen, beben y charlan. Hasta que, alcanzado el clímax de su discusión, un zoom incide en los temores de uno de ellos… y actúa, de paso, como mágico reinicio de un camino distinto.

La episódica Wheel of Fortune and Fantasy va trazando un más-difícil-todavía en la ejecución de piruetas narrativas. Así enhebra Hamaguchi su estudio de la empatía humana, que se manifiesta con mayor rotundidad cuanto más lejos se sitúa de nuestro presente híper-tecnológico (ironías de una Berlinale celebrada en formato online). Lo predijo la Survival Family del injustamente olvidado Shinobu Yaguchi. Del mismo modo, Hamaguchi se libera de las constricciones sociales para cocer a fuego lento situaciones que iluminan nuestra naturaleza azarosa, a veces afortunada, a veces errática. Esta “rueda de la fortuna y la fantasía” está inevitablemente marcada por la idiosincrasia japonesa, pero su espíritu es universal. La emoción aquí aparece desprovista de todo artificio. Cuando desaparece la música de fondo, se oye mejor la voz del interlocutor; cuando el montaje deja de pedir protagonismo, este es reclamado por las personas. Estos seres peculiares, extraños, que están ahí incluso cuando no están… y a los que, en última instancia, les deseas lo mejor.