Manu Yáñez (Festival de Gijón)

El placer que se experimenta al recorrer el deslavazado curso de La vida lliure, la nueva película de Marc Recha, tiene mucho que ver con el encuentro entre lo literario y lo fílmico. La escena en la que Rom –una especie de ermitaño que reúne la tosquedad y el encanto del Capitán Haddock– afirma que a un conocido suyo “le horrorizaba la idea de que los cangrejos y las gaviotas se lo comieran” resulta embriagante en su discordancia: lo normal sería que este personaje bruto, interpretado por Sergi López, dijera que a su colega “le daba miedo que los cangrejos…”. Poco después, el mismo Rom reincide en su tendencia al arrebato literario al defender que “Menorca es un cementerio de esqueletos”. Una apelación a lo mortuorio que revela uno de los pilares de La vida lliure, una película que disemina el espectro de la muerte por todos sus recodos: planea por el retrato histórico de la Menorca de las postrimerías de la Primera Guerra Mundial; embruja la existencia de los niños protagonistas, huérfanos de padre; y hechiza la estructura fragmentaria de un film en el que se entrometen personajes agonizantes, casi fantasmagóricos.

El halo literario de La vida lliure también resuena en la voz en off (en majestuoso menorquín) de la pequeña Tina, que junto a su hermano menor viven precariamente con su tío mientras sueñan con reunirse con su madre en Argelia. La existencia de los niños se verá sacudida por la aparición del taciturno Rom, que cumple en la película un rol cercano al de Jim, el esclavo prófugo de Las aventuras de Huckleberry Fin de Mark Twain –de paso, la creación de López remite a la del Matthew McConaughey de Mud de Jeff Nichols–. Es junto a Rom que los niños descubrirán la cara mágica de la naturaleza, así como su vertiente más turbulenta y siniestra: el monstruo de esta película es invisible y responde al nombre de “gripe”.

En el registro del universo natural, La vida lliure conquista otro de sus humildes logros, abrazando una suerte de impresionismo sereno. Digamos que las sensuales fugas naturalistas, de montaje entrecortado y cámara inquieta, nunca emborronan el poso melancólico de la película, situándose más cerca de la Andrea Arnold de Nubes borrascosas o del Stéphane Brizé de Vida de una mujer que del desaforado romanticismo del último Terrence Malick. De las numerosas estampas que la película dedica a la convivencia (que no comunión) entre el ser humano y la naturaleza, las más penetrantes son aquellas en las que Rom observa, con una hostilidad embelesada, el espectáculo de sendas tormentas en formación.

Construida como una episódica radiografía anímica de un tiempo y un lugar –en los títulos de crédito finales se reivindica la memoria colectiva inscrita en el paisaje–, La vida lliure camina sobre la frontera entre la tosquedad y la ternura, un territorio fértil en el que resplandece la figura menuda y la mirada severa de Mariona Gomila, cuya Tina sólo abandona su refugio introspectivo cuando ciertas imposiciones narrativas y algún pequeño exceso de melosidad, la obligan a sonreír. La presencia enigmática y expresiva de Gomila –en torno a quien la película construye su investigación histórica y sociopolítica, que incluye las tensiones de clase– hace pensar, inevitablemente, en otras películas catalanas recientes protagonizadas por presencias femeninas en transformación: Estiu 1993 de Carla Simón o Júlia Ist de Elena Martín. Y cabe decir que la comparativa ilustra las virtudes del trabajo del director de Dies d’agost. Allí donde Simón y Martín revestían de espontaneidad unas películas de rumbo fijo y destino contundente, Recha propone lo contrario: una obra de costuras literarias –con sus necesarias dosis de artificiosidad– que encuentra una cierta verdad fílmica en el encuentro con el azar, encarnado en una intromisión de la naturaleza que aquí resulta más cercana a la prosa que a la poesía.