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ANOMALISA. Duke Johnson, Charlie Kaufman. 90 minutos. Estados Unidos (2015). David Thewlis, Jennifer Jason Leigh, Tom Noonan.

Uno de los principales deberes de la presente temporada cinéfila consiste en comprobar si Charlie Kaufman (el guionista-estrella del cine indie americano del cambio de siglo) es capaz de rehacerse después del fracaso de público y crítica de Synecdoche, New York (2008), aquel mamotreto fascinante y fallido con el que el guionista de Cómo ser John Malkovich se hizo el hara-kiri a golpe de delirio posmoderno y angustia existencialista. Anomalisa, una pequeña fábula esculpida en animación stop-motion, se presenta como la minimalista resurrección de un cineasta dispuesto, finalmente, a contener sus impulsos megalómanos.

A priori, la inmersión de Kaufman en el mundo de la animación parecía la invitación perfecta para que el guionista de Olvídate de mí diera rienda suelta a su vertiente más fantástica y surrealista, pero Anomalisa es paradójicamente su película más realista y menos laberíntica. Ambientada en su mayor parte en un gigantesco hotel, la película observa sin mayores artificios (más allá de la artesana animación, claro) la odisea de Michael Stone, otro hombre neurótico y depresivo para la colección de Kaufman. Con un afinado sentido del humor que gana enteros gracias a la muñequil inexpresividad de los personajes, la película se acerca con delicadeza a las dificultades que halla Stone para conectar con cualquier ser humano, incluido él mismo.

El hecho de que (casi) todos los personajes/muñecos tengan las mismas facciones y la voz del mismo actor (Tom Noonan) crea un clima de uniformidad y asepsia emocional que contrasta con el gran momento de la película: el despertar del amor (fou) entre la pareja que forman Michael (David Thewlis) y Lisa (Jennifer Jason Leigh). La idea del amor como tabla de salvación florece con delicadeza en esta película creada para salvar a su autor del ostracismo. Para Kaufman, el amor es un vendaval liberador, una sacudida que puede iluminar la realidad más gris… para luego, con su eclipse, devolvernos a la oscuridad. Manu Yáñez

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TROIS SOUVENIRS DE MA JEUNESSE. Arnaud Desplechin. 123 minutos. Francia (2015). Con Quentin Dolmaire, Lou Roy-Lecollinet, Mathieu Amalric.

El original y excéntrico director de Reyes y reina vuelve en cierto modo sobre sus pasos en esta película que narra su infancia y adolescencia, poniendo el eje principalmente en su relación amorosa con una chica cuando él rondaba los 20 años. El filme es una especie de precuela de Comment je me suis disputé… (ma vie sexuelle), su película de mediados de 1996 que exploraba su juventud y tenía como protagonista a su mismo alter-ego, tanto el personaje (Paul Dedalus) como su intérprete (Mathieu Amalric), que aquí, ya adulto, relata su infancia y adolescencia a un oficial que le interroga tras un altercado en un aeropuerto.

Finalmente, queda claro que el recuerdo más vívido para Paul es su relación con Esther, una chica muy seductora y popular de 16 años con la que empieza una relación gracias a la verborragia e ingenio del chico. La relación será intensa y por momentos caótica, complicada además por las estadías de Paul en París –donde estudia en la universidad– mientras ella sigue en el colegio en su pueblo natal. Habrá otros elementos en juego que el espectador deberá descubrir viendo la película, especialmente por lo inesperados que resultan. Y es que, en realidad, todo y nada puede ser inesperado en el cine de Desplechin, un cineasta que juega con formas raras y antiacadémicas de la puesta en escena, el montaje y la actuación sin que por eso sus personajes pierdan el poder de emocionarnos con los recursos más nobles.

Una historia de amor adolescente, “truffautiana” en tema pero más extravagante en su puesta en escena, Trois souvenirs de ma jeunesse es una de esas películas en las que algunos cineastas adultos miran al pasado con una mezcla de cariño y fastidio, logrando que los conozcamos mejor en el camino, una suerte de autobiografía contada a la manera de un viaje de la adolescencia a la adultez. Y con un gran personaje como la tal Esther, esa chica fascinante que todos conocimos en la secundaria que acecha nuestros sueños, de vez en cuando, décadas después… Diego Lerer (crítica completa en Micropsia).

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SON OF SAUL. László Nemes. 107 minutos. Hungría (2015). Con Géza Röhrig, Levente Molnár, Urs Rechn, Sándor Zsótér.

El pasado Festival de Cannes se vio sacudido por sorpresa por esta imponente ópera prima del húngaro László Nemes, asistente de dirección de Béla Tarr en The Man from London. Una pesadillesca inmersión en el horror de los campos de concentración nazis, la película propone una cruda reflexión sobre los límites de la representación de la abyección histórica. Filmada en largos planos en los que el protagonista –un preso que realiza tareas de “limpieza” y “mantenimiento” en las cámaras de gas– permanece siempre en primer plano, Son of Saul nos invita a experimentar el terror de primera mano, aunque lo que intuimos y conocemos es más de lo que llegamos a ver. En el interior de las cámaras de gas –un espacio vedado históricamente para la ficción fílmica–, los cuerpos de las víctimas de la barbarie quedan ocultos en los márgenes del plano o en el fuera de campo. En el centro de la imagen, resta un hombre aferrado a su último halo de humanidad: su deseo de enterrar de forma digna el cuerpo de un chico que podría ser su hijo.

Planteada desde un rigor formal extremo, la película se pregunta sobre la posibilidad y la necesidad de dejar un registro directo de la barbarie: una de las subtramas de esta película torrencial presenta a los prisioneros intentando realizar y esconder fotografías de su cruda realidad. Por desgracia, este film que, en su mayor parte, consigue ser explícito y sutil al mismo tiempo, sorprende por unas inesperadas salidas de tono (sobreexposiciones del horror) que merman su alcance global. Aún así, el esfuerzo de Nemes por ofrecer una nueva, vívida y reflexiva visión del Holocausto merece toda nuestra atención. Manu Yáñez

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BLACK MASS. Scott Cooper. 122 minutos. Estados Unidos (2015). Con Johnny Depp, Dakota Johnson, Joel Edgerton, Benedict Cumberbatch.

Combinando el relato de proporciones mitológicas, la crónica intimista y el festín de pirotecnia actoral, Scott Cooper (director de Corazón rebelde) factura la entretenida Black Mass, que cuenta la increíble historia real de cómo el FBI permitió el ascenso a la gloria criminal de James “Whitey” Bulger, el hermano de un poderoso senador del estado de Massachusetts. Crimen, autoridad y poder. Mafia, policía y clase política. Esos son los tres vértices de una película que, sin mayores aspavientos formales, deja su destino en manos de unos actores entregados a la causa. Johnny Depp (el mafioso), Joel Edgerton (el policía) y Benedict Cumberbatch (el político) se ven obligados a jugar dentro de los márgenes del biopic, caracterizados para parecerse a las personas reales que encarnan y obligados a imitar el cerrado acento del norte de Boston. Sin embargo, el trío trasciende la imitación y compone un muy interesante magma gestual en el que se refleja el gran tema de fondo de la película: la delgada, casi invisible frontera que separaba el bien del mal en la corrupta ciudad de Boston en los años 70 y 80.

El tablero dramático de Black Mass es plenamente amoral y Cooper disfruta filmando escenas de grupo o cortantes tête à tête en los que los policías se comportan como gángsteres y viceversa. En términos cinéfilos, la película no puede evitar rendirse ante ciertos lugares comunes del cine de gángsteres: unos viajes a Miami que remiten a la saga de El padrino, acelerados montajes a la Scorsese para electrificar el ascenso criminal del gángster, la obligada escena de discoteca al son del mítico Don’t leave me this way. Sin embargo, Cooper consigue controlar su nostalgia y pasión cinéfila para otorgar cierta verdad a sus personajes, una verdad no carente de romanticismo. Manu Yáñez