Página web del Festival de Gijón (20-28 de noviembre)

FIRST COW. Kelly Reichardt. 122 minutos. Estados Unidos (2019). Con John Magaro, Toby Jones, Orion Lee, Ewen Bremner. Sección Albar

La narración de First Cow transcurre en su práctica totalidad como un flashback, o si se prefiere, como una huida del presente. Reichardt sitúa al espectador sin recurrir a grandes tomas generales, sino mediante la intimidad del plano detalle. La directora de River of Grass nos invita a abrazar una escala humana. Se mire donde se mire, no se atisba ninguna construcción que desafíe los parámetros de su entorno. La tierra aún es virgen; el hombre aún no ha consumado su expolio. La cámara contribuye a esta sensación filmando a las personas desde una distancia y a una altura ideales para que las ramas y los troncos que les rodean acaben de abrazar sus frágiles cuerpos. Las hojas y la piel forman así un todo precioso, que debe ser igualmente preservado.

A esto se dedica Reichardt, a espantar los males que nos han separado de este equilibrio. Lo hace sin malgastar energías en la condena, sino esmerándose en el cometido más noble: que luzca todo aquello por lo que merece la pena luchar. A propósito de esto, un hombre entra en un bar, y otro hombre le increpa. Se cruzan miradas de odio e insultos envenenados, y cómo no, a los pocos segundos, sacan sus puños a pasear a la calle. No obstante, la cámara no sigue tan lamentable espectáculo. En vez de esto, decide quedarse en el bar, donde está germinando aquello que va buscando. Dos personajes han decidido quedarse al margen de aquel caos, y empiezan a construir lo que algún día, quizás, podrá considerarse como una relación sólida (llámese amistad, romance, o lo que esté en medio). El único combustible de First Cow es el amor. Después de Certain Women, Reichardt retorna al particular universo masculino de Old Joy, ese mundo en el que lo sensible se hacía lugar entre prejuicios y condicionamientos sociales.

Como ocurría en Meek’s Cutoff, con la que Reichardt incursionó en el neo-western itinerante, First Cow funciona como una máquina del tiempo que en ningún momento siente la angustiosa necesidad de ponerse épica. Al revés, evita la idealización del pasado, definiendo su identidad a través de gestos que a simple vista podrían pasar por irrelevantes, pero que en realidad lo significan todo. Tanto en el mimo por los detalles visuales, como en la constante filmación naturalista de trabajos artesanales, la película se toma siempre su tiempo… porque está claro que ama su transcurso. Lejos del ruido y las prisas de los tiempos actuales, acomodada entre el silencio, la pausa y la reflexión, First Cow encuentra su ilustre lugar adaptando la novela homónima de Jonathan Raymond y evocando la jovialidad aventurera de Mark Twain y la emocionante humildad de John Steinbeck. He aquí la historia de dos amigos que, en plena fiebre del oro, en vez de encontrar pepitas, se esmeran en hacer pastelitos de efectos proustianos. El cine como refugio y utopía. Víctor Esquirol

ISABELLA. Matías Piñeiro. 80 minutos. Argentina, Francia (2020). Con María Villar, Agustina Muñoz, Pablo Sigal. Sección Albar

Como ya ocurría en Viola, otra de las películas que Matías Piñeiro ha construido alrededor del imaginario de Shakespeare, Isabella –que toma el nombre de la protagonista de Medida por medida– funciona a partir de un mecanismo de repetición que tiene que ver con los gestos y las situaciones, pero también con la noción de ensayo –“répétition”, en francés–. Sobre un paisaje acuoso, bañado por la luz púrpura del atardecer, una figura a lo lejos arroja doce piedras al mar. Según dice la voz en off, cada roca representa una duda; y así se toma una decisión. La determinación es, por ejemplo, la de la actriz Mariela (María Villar), que a lo largo de la película se enfrenta a unas audiciones para las que no se siente segura. La duda apunta al dilema de si seguir o no actuando. A diferencia de lo que proponía Olivier Assayas en Viaje a Sils Maria, Piñeiro no expone únicamente el proceso de gestación de la interpretación, sino las vicisitudes vitales de la actriz, condicionada por su situación económica y por un embarazo.

Isabella se estructura como una muñeca rusa. Los diversos tiempos se entremezclan. Por un lado, la visita de la protagonista a su hermano para pedirle dinero, una experiencia que ella usará como material para una de las pruebas; por el otro, el tiempo de la audición; luego, el del período en que ha decidido dejar de actuar. Además, en Isabella, Piñeiro propone un juego con los colores desde los títulos de crédito. El violeta del principio da pie a tonalidades rojizas. Los distintos pasajes tienen distintas transiciones: una composición geométrica de colores, con unos rectángulos dentro de otros. La imagen, que en un momento se revelará que no corresponde a una creación digital sino a una instalación con plafones que hace la propia Mariela, explicita la estructura de una situación dentro de otra que plantea la película.

Piñeiro se presta así al divertimento para ahondar en el trabajo de las actrices, una constante tanto de su cine como del de Jacques Rivette. Pero, a diferencia de este último, aquí hay algo más de cálculo. “Usted habiendo sido él hubiese hecho como él, y él habiendo sido usted no hubiese sido tan severo”, repiten Mariela y Luciana una y otra vez, a veces como un juego, como un trabalenguas. La relación entre ambas se va entretejiendo a medida que se encuentran, con el papel de Isabella de por medio, a lo largo de los años. Entre idas y venidas, y mediante elipsis, no emerge únicamente la cuestión del ensayo, sino también la de la duda: de la actriz ante una audición, pero también la de lo arduo del trabajo, de la constancia y sobre todo de la exposición. Isabella se cierra como comienza: con una vicisitud, la de permanecer sobre el escenario. Violeta Kovacsics

UPPERCASE PRINT. Radu Jude. 128 minutos. Rumanía (2020). Con Serban Pavlu, Alexandru Potocean, Ioana Iacob. Sección Albar

El director de Aferim! y I Do Not Care If We Go Down in History as Barbarians, reconstruye con un híbrido entre el teatro filmado y el documental basado en material de archivo la historia de Mugur Calinescu (Şerban Lazarovici), un adolescente de 16 años que en 1981 se atrevió a desafiar al régimen de Nicolae Ceaușescu con una serie de pintadas callejeras demandando libertad y protestando contra el racionamiento de comida y de diversos servicios básicos. Con un brillante uso de imágenes de la televisión pública rumana de esos años ’80 (varios fragmentos son tan ridículos en su espíritu propagandístico que parecen concebidos para los ciclos satíricos de Peter Capusotto) nos sumergimos en ese espíritu de época con la veneración obligada al dictador, mientras que los desgarradores detalles del caso de Calinescu se exploran a partir de la obra homónima de Gianina Cărbunariu.

En un operativo sin precedentes por parte de los servicios secretos rumanos se analizaron tras las pintadas más de 30.000 registros tipográficos hasta llegar al responsable, un muchacho que escuchaba de forma clandestina Radio Free Europe y estaba atento al movimiento polaco Solidaridad, de Lech Walesa. La forma en que ese Estado autocrático reaccionó para someter por completo al joven y a todos quienes lo rodeaban para que no se expandiera ese gen rebelde está descripto por Jude con una impecable mixtura entre bronca e inteligencia. Visceral e intelectual, provocador y riguroso, el cine de este director rumano ha descripto como pocos el grado de burocracia, uniformidad y represión que vivió su país en las épocas más oscuras de su historia. Y Uppercase Print es, parafraseando a su título, un aporte mayúsculo. Diego Batlle

CHACO. Diego Moncada. 80 minutos. Bolivia, Argentina (2020). Con Fabián Arenillas, Omar Calisaya, Fausto Castellón. Sección Tierres en Trance

La guerra del Chaco tuvo como contendientes a Paraguay y Bolivia, y es considerado el conflicto armado más importante de la región durante el siglo XX. Más de 370.000 soldados combatieron entre 1932 y 1935 por el control del Chaco Boreal, aunque fueron peleas no tanto entre ellos sino contra las hostilidades de un entorno seco y abrasador, un caldo de cultivo de enfermedades e infecciones que dejaron huella en los sobrevivientes. Entre ellos, estuvo el abuelo del director Diego Mondaca, quien en varias entrevistas afirmó recordar el silencio absoluto que devolvía aquel hombre cuando le preguntaba por sus experiencias en el campo de batalla. 

Coproducción entre la Argentina y Bolivia, Chaco funciona como una suerte de reconstrucción de Mondaca sobre qué ocurrió durante ese tiempo que su abuelo prefería no recordar. Todo arranca con la llegada del comandante alemán Hans Kundt (Fabián Arenillas) para dirigir a un grupo de soldados indígenas bolivianos, aymaras y quichuas en medio de un desierto donde el agua y la comida escasean. El enemigo es una entidad fuera de campo al que buscan sin jamás encontrar. No obstante, Kundt no está dispuesto a retroceder y continúa al mando de un recorrido cuyo principal obstáculo es la naturaleza. 

Película menos “de” guerra que sobre sus efectos en hombres que no estaban preparados para enfrentarla en su real dimensión, en Chaco no se dispara ni una bala ni se representa una lucha sangrienta. Lo que hay es, como en Zama, de Lucrecia Martel, una espera constante como disparador de tensiones internas (las peleas entre los soldados están a la orden del día) y de un progresivo deterioro psicológico, todo en medio de un calor que Mondaca logra transmitir mediante una cámara siempre cercana a los cuerpos transpirados y sedientos cuyos destinos son víctimas de una locura colectiva. Ezequiel Boetti