Antonio M. Arenas (Curtocircuíto, Santiago de Compostela)

Desde la llegada hace siete años del equipo dirigido por Pela del Álamo, Curtocircuíto ha sacudido la estructura tradicional de los certámenes cinematográficos, consolidando una personalidad propia dentro del envidiable ecosistema de festivales gallegos. Todo nace de la decisión de escindir la Sección Oficial en dos Competiciones Internacionales, Radar y Explora,   con las que ampliar los horizontes del cortometraje contemporáneo. Así, mientras la sección Radar apuesta por grandes nombres y nuevos talentos emergentes, dando cabida a todos los géneros fílmicos, Explora plantea una selección más próxima a la vanguardia y a lo que entendemos por cine experimental, concepto que la programación de Curtocircuíto insiste en difuminar. Un punto de partida que ha transformado la clásica parrilla de programación en un diagrama insondable y que ha obligado a aquellos que cubrimos el festival a abandonar viejas costumbres. Ya no basta con trazar un escueto análisis de la Sección Oficial o con el mero comentario del palmarés. En Curtocircuíto, todo está interconectado.

Con el paso de los años, el festival ha dotado de mayor envergadura a secciones como Planeta GZ y Penínsulas, que ofrecen una cuidada recopilación de la cosecha del año y que se convierten en vivero de la producción local más alternativa. Un crecimiento certificado este año con la creación de la sección no competitiva Supernova, que alberga primeras obras de estudiantes gallegos. Hablamos, pues, de una programación que funciona como una galaxia en continúa expansión y que cuenta, por el momento, con cuatro secciones competitivas claramente diferenciadas. Un acierto no solo por la adecuada segmentación del público sino también porque permite un diseño curatorial específico para cada sesión, una de las señas de identidad del festival. Y de todo buen festival, deberíamos añadir.

Así, el propio festival problematiza una posible definición de lo que entendemos como un “cortometraje de Curtocircuíto”. Ese algo que cohesiona la programación no se encuentra en ningún genero o formato concreto. No hay ficciones ni documentales puros, tampoco nostalgia del celuloide, aunque este año se le dedicara una retrospectiva a Peter Tscherkassky. Tampoco se percibe un rasgo distintivo global en la selección de Radar, Explora o en cada una de las otras secciones, sino que la personalidad de Curtocircuíto emerge de la suma de todas ellas, de los espacios intermedios y de la singularidad de sus intersecciones. En definitiva, se impone una cierta reticencia a los esquematismos, a lo estático. El palmarés es buen ejemplo de esa heterodoxia, cada vez más habitual en otros certámenes donde conviven todo tipo de lenguajes, desde Zabaltegi-Tabakalera en el Zinemaldia a FidMarseillle, así como en numerosos centros de arte contemporáneo, destino de buena parte de las obras seleccionadas. En esta tesitura, cabe preguntarse: ¿sigue siendo entonces necesario escindir la Sección Oficial del festival entre Radar y Explora? Quizá hace una década se antojaba fundamental cierta pedagogía para romper barreras, ¿pero acaso los espectadores del festival (y por ende los programadores) no podrían dejarse sorprender y crear conexiones con mayor libertad sin esta división? ¿No corre el riesgo de ser contraproducente?

“Now, at Last!” de Ben Rivers.

Viejos conocidos del festival y la cinefilia

Para un festival joven como Curtocircuíto, que todavía no ha cumplido la mayoría de edad, siete años de un trabajo riguroso y continuado suponen consolidar una identidad y un prestigio –tanto en el panorama de festivales como en la vida cultural de la ciudad–, además de establecer una serie de relaciones con cineastas y con el público que se prolongan en el tiempo. Esto explica que la programación sea proclive a traer los últimos trabajos de viejos conocidos del festival y de la cinefilia. Nombres que siempre vienen bien en un certamen cuya imagen gráfica se aproxima más a la de un festival de música. La duda que termina sobrevolando es si su presencia se debe a su notoriedad adquirida a lo largo de los años o hay algo realmente valioso que justifica el reencuentro.

Analicemos el caso de Ben Rivers y Ben Russell, que presentaron sus nuevos cortometrajes en 16mm. Del primero y su Now, at Last! no sabemos si termina siendo más perezosa la propuesta o el animal al que se acerca en esta suerte de antidocumental de naturaleza que coquetea con el ámbito museístico. Cuarenta minutos de duración. Apenas cuatro planos fijos en blanco y negro. Es muy posible que, en su peculiaridad y sentido irónico, esta sea la forma más idónea de aproximarse al hábitat del oso perezoso, pero que Rivers recurra puntualmente a la imagen estereoscópica y al uso del tema Unchained Melody termina resultando un gancho insuficiente para que el espectador se sumerja en los sueños del animal y experimente su forma de entender el paso del tiempo. Por su parte, Color-Blind de Ben Russell queda lejos de otros hallazgos suyos como Atlantis, que vimos tiempo atrás en Curtocircuíto. En esta ocasión su mirada etnográfica aparece desprovista de misterio. El cineasta norteamericano parte de una búsqueda de los ecos de Gaughin en la Polinesia Francesa y Bretaña que pronto se vuelve anecdótica al estructurarse alrededor de diversas entrevistas a lugareños. Una decisión que responde más a un interés sociológico que a una búsqueda plástica o expresiva. A la postre, la ausencia de una espíritu crítico (tanto en el abordaje al tema como en el potencial cuestionamiento de la propia metodología) convierte el film en un redundante montaje musical de las costumbres y ritmos polinésicos, más cerca del trip turístico que de la serie Trypps que dirigió Russell entre 2005 y 2010.

También decepcionó ligeramente Mike Hoolboom, al que el festival gallego dedicó una retrospectiva en 2014. Extraña de un artista tan preocupado por las implicaciones del tratamiento de la imagen en el cine en primera persona la dejadez formal de 27 Thoughts About My Father, diario familiar en el que se sirve de veintisiete motivos con los que recordar a su anciano padre, recientemente fallecido. Quizás se deba a la deliberada concepción amateur-artesanal de su cálido dispositivo –que acumula material encontrado, archivo fotográfico e imágenes de baja definición, escenas familiares grabadas en su mayoría con teléfonos móviles–, pero a la postre se percibe un marcado desequilibrio entre el palpable valor humano de su ejercicio memorístico y el limitado alcance de su planteamiento cinematográfico, marcado por un uso algo arbitrario del montaje y la omnipresente voz en off del propio Hoolboom. En cualquier caso, como suele ocurrir con cada una de sus piezas o largometrajes, esta home movie contribuye a enriquecer nuestra visión de la poliédrica obra del autor canadiense.

“Como Fernando Pessoa Salvou a Portugal” de Eugène Green.

Quien no falló fue Eugène Green, una apuesta segura, perfecta para abrir la primera sesión del festival. En Como Fernando Pessoa Salvou a Portugal, el director de Le Pont des Arts y Le Fils de Joseph obra el milagro de un largometraje en miniatura. Hablamos de una ficción que fabula alrededor de la historia real por la que el poeta de Lisboa recibió el encargo de redactar el primer anuncio de Coca-Cola en Portugal. Con su estilo visual característico, marcado por la frontalidad de los diálogos y el hieratismo de las interpretaciones, el cineasta francés nacido en Nueva York arroja un alegato sobre cómo en ocasiones la poesía puede vencer a los intereses del capital y lacerar el puritanismo reinante. Un oportuno manifiesto político que Green sabe aliñar con su inclasificable sentido del humor, que resplandece en la secuencia en la que un sacerdote demuestra la naturaleza endemoniada de una (muy gaseosa) botella de Coca-Louca.

De la realidad a lo performativo

Uno de los cortometrajes más lúcidos y sorprendentes vistos en Curtocircuíto –y que quizá mereció figurar entre el palmarés– fue Walled Unwalled, dirigido y protagonizado por Lawrence Abu Hamdan. Una obra que cimenta su discurso sobre la construcción de “fronteras” en el interior de un estudio de grabación en Berlín, donde el artista jordano escinde el recinto en tres espacios, evocando el Berlín dividido de antaño y los muros que hoy día nos asolan. La noción de lo fronterizo se materializa mediante tres cristales transformados en sendas pantallas translúcidas, así como por diversas puertas que Abu Hamdam atraviesa a lo largo de un denso monólogo-bucle, solo de batería mediante, que en su ejecución y concepto, próximos a la performance y la vídeo instalación, ayudan a recoger algunas de las búsquedas estéticas recurrentes en Curtocircuito: ¿Cómo trasladar el malestar de nuestros tiempos a imágenes que desafíen nuestras ideas preconcebidas sobre el mundo que nos rodea? O la tecnología y el sonido como inflamable material político.

Para rastrear esta búsqueda bastaría con seguir las sugerentes relaciones que se establecieron entre piezas pertenecientes a distintas sesiones: la evolución del relato personal en político mediante la negación de la imagen que elaboran las fascinantes Gulyabani de Gürcan Telkek y La bala de Sandoval de Jean-Jacques Martinod; o el descubrimiento de que las pistas de sonido magnético a las que da forma Stefano Canapa en The Sounds Drifts no se diferencian tanto de los campos de regadío californianos de Imperial Valley (Cultivated Run-Off), un espacio sonoro imperceptible que Lucas Marxt revela mediante el travelling cenital de un dron. Hacer visible el sonido, volver audible lo invisible. Dos estrategias opuestas pero complementarias. Ambas igual de artificiales.

Desde la esfera del arte sonoro y visual, dos jóvenes artistas austríacos se apropian de las posibilidades tecnológicas para desarticular lo que entendemos por la ciudad o lo urbano. Manuel Knapp continúa con Momentum 115811 una serie que ya le trajo a Curtocircuito el año pasado, para la que se sitúa en un no-lugar cibernético donde aborda, mediante un juego de perspectivas, el espacio arquitectónico, desplegando sus múltiples e infinitos reflejos y texturas hasta configurar un caos amenazante. Un cine de líneas y frecuencias que se despliegan por un entorno digital que corre el riesgo de distanciarse en exceso de nuestra realidad. Algo que Manu Luksch soluciona posicionándose junto a los desheredados de Dakar en Algo-Rhythm, que demuestra que se puede pensar el post-colonialismo y este mundo hiperconectado derrochando espontaneidad y humor. Sin condesdencencia paternalista ni distancia irónica, Luksch da voz a grandes músicos y graffiteros locales que construyen su propio mundo 2.0, reflexionando a través del rap y del uso de cromas y efectos gráficos de toda índole. Una intervención digital sobre sus calles no tan lejana de la que lleva a cabo Knapp, menos elaborada en lo técnico pero también más próxima a su contexto sociopolítico. Como está quedando comprobado, en Curtocircuíto ni siquiera los drones o el croma están enemistados con la vanguardia artística, mucho menos pasárselo bien dentro y fuera del Teatro Principal. Lástima que las canciones de Algo-Rhythm no estuvieran en la playlist la noche del karaoke en la Sala Capitol.

“Rise” de Bárbara Wagner y Benjamin de Burca.

Para finalizar esta crónica, a buen seguro incompleta, nada mejor que celebrar una sesión que comenzó con el angst generacional de dos amigos que cuentan con el gaming y el hardcore como único vínculo que les mantiene conectados a la periferia de la realidad. Que continuaba invitándonos a subvertir el concepto de gameplay y de shooter multijugador mediante una hiperrealista guía por Nueva York capaz de resignificar el paisaje urbano. Y que terminó con la insurgencia del colectivo musical, feminista y artístico afroamericano al apoderarse de un espacio público como el metro de Toronto. Lo invisibilizado tomando su voz, otros mundos dentro del nuestro. La sesión formada por + 6 Gain de Jorn Plucieniczak, Operation Jane Walk de Leonhard Müllner y Robin Klengel, y Rise de Bárbara Wagner y Benjamin de Burca fue el punto álgido de la programación del festival, cuyas secciones Radar y Explora se mostraron más solidas cuando partieron de lo real para llegar a lo performativo, que cuando se dejaron llevar por la influencia de la cinefilia en títulos como Levittown o The Boogeywoman, a los que se habría agradecido menos gravedad en su forma de conceptualizar el recuerdo de films suburbiales como American Beauty, Blue Velvet o Donnie Darko, en el caso de Nelson Bourrec Carter, y de feminizar el género de terror, en el corto de Erica Scoggins. Por su parte, Never Never Land de Michael Fleming resultó más evocadora por su acercamiento a las posibilidades simbólicas del celuloide –con imágenes de películas de superhéroes y jeringuillas que hacían levitar o inyectaban cada fotograma– que por la articulación de su mensaje escasamente sutil alrededor de la belleza y la cirugía plástica.

Un ejercicio quirúrgico que, en cualquier, caso sería tan destacable como el de este crítico y el de los voraces espectadores de Curtocircuíto que intentaron asimilar las once sesiones de Radar y Explora. Quizá demasiadas si uno intenta compaginarlas con el seguimiento de las secciones paralelas y las retrospectivas. No cabe olvidar que, como apuntábamos al inicio, la esencia de Curtocircuíto reside en las conexiones entre las distintas obras y programas, intersecciones que amplían el horizonte del cortometraje contemporáneo… y del propio concepto de festival.