En los primeros minutos de Delicias Turcas vemos a Eric (Rutger Hauer) matar a Olga (Monique van de Ven) de manera violenta. Se trata de una ensoñación y pronto pasaremos al destartalado piso bohemio de Amsterdam del protagonista para vivir una serie de rápidas viñetas en las que un Hauer apesadumbrado se masturba con una foto de su ex amante, se decide a limpiar el piso y pasa directamente a la aventura de buscar una nueva partenaire para sus affaires. Ese prólogo nos muestra a Eric teniendo sexo de maneras delirantes con seis mujeres distintas y acaba cuando Hauer observa la sombra de una estatua que modeló pensando en su amada. En ese momento la historia se traslada a dos años atrás, momento en que la pareja original se conoció, y la película se convierte en un retrato de esa vida en pareja que, como en todo el cine de Verhoeven, nunca trazará ni el amor ni el sexo de la manera tradicional. Sirva como ejemplo esa secuencia en la que, antes de fornicar, Olga decide que tiene que ir al baño. Una vez allí comienza a gritar histérica que tiene cáncer porque sus excrementos han salido rojos como la sangre. Eric va al cuarto de baño, coge los restos con la mano e indica a Olga que no es sangre, sino remolacha. Le pone una flor en el trasero y le dice que no se preocupe, que «de tu culo sólo salen cosas bonitas» y sólo entonces se ponen a follar. Esta secuencia, tan escandalosa hoy como en su momento, resulta profundamente preciosa en tanto que resume perfectamente la relación de amor entre los protagonistas: escatológica, extrañamente sensual, con grandes dosis de locura, libre de prejuicios sociales,… como toda la (magnífica) filmografía del director. ER

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