Como todo buen documental, Sonita plantea una reflexión que apunta hacia lo real y, en paralelo, hacia los propios medios y mecanismos del cine. Ahí está por ejemplo el momento en que Sonita Alizadeh –una joven e improbable aspirante a rapera en Irán– pide a la directora del documental, Rokhsareh Ghaemmaghami, que apague la cámara porque no le parece prudente aparecer en la película sin velo. Puede que esta brecha autoconsciente, que rompe con el simulacro de Cine Directo que proponía hasta el momento el film, no suponga una revolución en el seno del documental. Lo hemos visto antes, pero no por ello resulta menos procedente e impactante. De hecho, uno de los mayores puntos de interés de Sonita –película ganadora del Gran Premio al Mejor Documental y el Premio del Público en Sundance– reside en su doble naturaleza transparente-autoconsciente. De un lado, la directora consigue penetrar en la opaca realidad iraní alcanzando cotas de gran verismo: impresiona la escena en la que un grupo de chicas jóvenes hablan con absoluta y terrorífica naturalidad sobre sus matrimonios concertados. Mientras que, del lado de la metarreflexión fílmica, sobresalen los momentos en que Ghaemmaghami revela sus dudas acerca de hasta qué punto es legítimo interferir en la realidad que está retratando. Su apuesta por colaborar activamente en la “salvación” de Sonita de las garras del integrismo, mostrando abiertamente su intervención ante la cámara, emerge como un testimonio de incuestionable honestidad.
Sonita sobresale en su retrato de la joven protagonista, un figura fascinante en cuanto aúna, por un lado, la inocencia propia de la adolescencia –en algunos pasajes del film, parece evidente que la chica no es del todo consciente de las consecuencias de sus actos– y, por el otro, una condición trágica que la empuja hacia una madurez prematura: en las escenas de su regreso a Afghanistan, donde reside su familia, la joven expone una sabia reflexión sobre el drama de un país incapaz de escapar de sus fantasmas –el transcurso del tiempo como testimonio del fracaso humano–. En su acercamiento desnudo a la magnética figura de Sonita, el documental se deja llevar puntualmente por la cara más emocional del relato. Por momentos, parece que Ghaemmaghami esté magnificando las pírricas victorias de la protagonista en un afán por forzar la vertiente edificante de la película. Sin embargo, el film combate el germen del sentimentalismo potenciando su complejo retrato social, que se filtra por cada poro de la historia: cuando la docente de un centro para la protección de menores en peligro de exclusión propone a Sonita inventar un DNI, ella elige como tutores legales a Michael Jackson y Rihanna. Una suerte de versión documental de la interesante As I Open My Eyes de Leyla Bouzid, Sonita consigue hilvanar de forma locuaz el drama de una mujer con la disección de las lacras de toda una sociedad.