Júlia Gaitano (L’Alternativa, Barcelona)

“Playas no tenemos, pero a veces cuando quedas en silencio, el ruido de la autovía se parece mucho a las olas del mar”. Un dedo alzado señalando a la nada, una mirada perdida, un silencio alargado en el tiempo que nos invita a escuchar, atentos, en busca de confirmación para esa absurda promesa. Poco a poco, las olas de motores van materializándose en nuestros oídos, en nuestras mentes, y esa imagen tan profundamente poética y paradójica se convierte en real. El protagonista de esta secuencia no es otro que uno de los envejecidos protagonistas de Meseta, segundo largometraje del cineasta Juan Palacios, ganador del Premio Nacional en la 26 edición de L’Alternativa, el Festival de Cine Independiente de Barcelona. Con un acercamiento esencialmente atmosférico, envolvente y matérico, el director vasco se planta con su cámara en medio de un pueblo de la meseta española que, aunque responde al nombre de Sitrama de Tera (en la castellana provincia de Zamora), podría funcionar perfectamente como testigo anónimo.

El panorama puede ser, por momentos, algo desolador: una naturaleza que invade, descontrolada, lo que antaño fueron campos ajetreados; unas casas que quedan permanentemente cerradas; los vecinos que persisten en sus rutinas, habituándose a los cambios inevitables. Palacios, al apuntar con el objetivo de su cámara en distintas direcciones, desentraña la esencia resistente de una forma de acercarse a la vida, al entorno y a los demás que decae cada vez más apresuradamente. Aquellos que se rebelan contra la despoblación de lo rural atesoran algunos hábitos ajenos a los tempos de las grandes ciudades. Ahí está la pausa –en forma de siesta a la sombra de un árbol o de lectura en voz alta de la Pronto–, la apacible monotonía –violentada por la significativa penetración de las nuevas tecnologías– y un cierto recogimiento –bañado de una soledad que se acrecienta cada vez que se cierra definitivamente una finca–. A su vez, una inconfundible llama interior reluce, digna y auténtica, cuando el cineasta cede espacio discursivo a sus retratados. “Éramos jóvenes y estábamos agotados”, se lamentan amargamente un matrimonio de 81 y 82 años mientras separan judías, para llegar a la conclusión de que ahora, libres de las abusivas ataduras y represiones políticas de su juventud, son más jóvenes que nunca.

Las conversaciones que puntúan el metraje de Meseta, así como la mera actitud con la que sus protagonistas, simplemente, existen están bañadas de sencillez y espontaneidad, cualidades de elemental conceptualización pero de muy difícil formulación y captura.  Solamente truncado por el explícito inserto discursivo que traen consigo “Los dos españoles” –una pareja de hermanos cantantes que, foto conjunta con Manolo Escobar de fondo, interpretan el homenaje al camionero–, el tono costumbrista de Meseta es pausado, coherente. Todos los personajes son pura honestidad y transparencia, desde el pescadero ambulante que se pasea por las calles ofreciendo congrio hasta las dos niñas (las únicas que transitan ese espacio) que recorren los caminos que circundan el pueblo en una infructuosa busca de Pokémons, pasando por un enérgico lavado de ropa en el río o las trepidantes incursiones románticas de uno de los vecinos en Facebook. Una llaneza que no merma la ineludible carga mística del retrato coral, donde la contemplación prevalece.

En Meseta, Palacios se dedica a descubrir la esencia de un pedazo de España, tanteando las diferentes facetas que la conforman para, con ese halo preservado por una cuidada y naturalista fotografía y su envolvente diseño sonoro, alzar un altar a ras de suelo en homenaje a lo que fue y a lo que permanece.

También en L’Alternativa pudimos ver Swarm Season (ganadora del Premi Don Quixot del festival barcelonés), en la que la documentalista norteamericana Sarah J. Christman explora el territorio exótico de Hawaii a través de un constante juego de escalas que contrasta con esa intencionalidad tan humanista que se podía entrever en Meseta. Christman reúne, en un mismo espacio fílmico, la rutina de una familia monoparental, la actividad volcánica del Mauna Kea, numerosos enjambres de abejas y un enorme observatorio espacial. En el extremo más minúsculo del film, la miel adquiere una textura casi palpable, mientras los insectos buscan a su reina, se reproducen, nacen y repiten el proceso. Luego, a mucha mayor escala, la lava del volcán se muestra imparable, colisionando con los demás elementos (inolvidable el fragmento en el que se aprecia el avance submarino de fuego interno de la Tierra). Por su parte, el padre de la familia, implicado en la preservación de la isla, representa la resistencia frente a aquellos interesados en explotar las riquezas naturales. Y, por último, un destacamento de científicos exploran la posibilidad de la supervivencia humana fuera de nuestro planeta, debido a la inevitable necrosis de la Tierra. Christman convoca todos esos elementos –tan dispares, y a la vez vernáculos del territorio hawaiano– para componer un fascinante ejercicio observacional, poblado por imágenes insólitas pero, no obstante, muy reales.