Laura Carneros (Festival de Málaga)

“Julia, no te cases; Julia, no te cases”, repite la propia Julia Azar al recordar el consejo que le dio su madre poco antes de pasar por el altar. La protagonista del largometraje documental dirigido por Pablo Levy, que toma como título aquel ruego desatendido, Julia, no te cases, no es otra que la propia madre del realizador. Qué complicado es hablar de la familia sin juzgar, sin sentimentalismos, pienso, cuando me doy cuenta de que el personaje de Julia Azar me tiene atrapada por completo, precisamente porque Levy es capaz de tomar la distancia necesaria para mostrar a su madre como es: imperfecta, indómita y, sobre todo, tremendamente honesta. Un fracaso de mujer para la época en que le tocó vivir y cuyas decisiones hoy en día seguirían siendo la comidilla de vecinos y familiares. Interpretaciones morales que corren a cuenta de los prejuicios de quien atiende al relato, pues en el documental apenas se cuenta qué opinaba el entorno. El protagonismo absoluto lo toma Julia, en cuyo testimonio asoman también palabras de cierta culpa por no seguir la norma. Y es, precisamente, la decisión del director de utilizar en exclusiva la versión de su madre –tomada de unas grabaciones telefónicas en las que solo oímos su voz y no hay nadie al otro lado– el gran acierto de este filme. Esta voz en off se apoya en imágenes de vídeo caseras y fotografías familiares, en cuyo montaje sobrevuela la sombra de Levy, que no deja de estar presente en el silencio del interlocutor. A la pregunta: ¿Conocías la historia de tu madre antes de realizar el documental? Pablo Levy contesta que no, que solo sabía que sus padres se separaron en un par de ocasiones. Y que hasta el momento la única versión que tenía era la de su padre. El aparente desapego hacia un material tan íntimo (revelador, descarnado, quizá) estructurado de forma sencilla y porosa a la vez, hace, paradójicamente, que el discurso gane peso y dé el salto hacia el retrato universal. Levy entiende bien que Julia Azar no es su madre, es muchas mujeres, y en la balanza del pudor acaba pesando más la necesidad de compartir un testimonio tan contundente y necesario.

Desde una perspectiva muy diferente, el documental Lo que se hereda, de Victoria Linares, indaga en la figura de Oscar Torres, un pariente lejano que comparte con ella la vocación de cineasta. A diferencia del documental de Levy, Lo que se hereda busca reconstruir la memoria de un personaje totalmente desconocido para la autora, cuyo guion se basa en hilar las coincidencias que la unen con este familiar. Linares ofrece un recorrido pormenorizado de todas las fases de la investigación, incluyendo aquellos primeros intentos infructuosos. Esto en un principio resulta interesante, dado que para recrear algunas situaciones la directora recurre a la teatralización. Pero a medida que el metraje avanza ese registro minucioso actúa en detrimento del ritmo del documental, que se estanca en secuencias que podrían, si no suprimirse, acortarse. Como, por ejemplo, el proceso de casting para representar fragmentos de los guiones de Oscar Torres, en el que se graban todas las llamadas a las personas que intervendrán en las escenas. Además, existe un desequilibrio en el tratamiento del binomio Torres/Linares, desplazándose el eje hacia la figura de la directora y desplazándose este, a su vez, hacia territorios totalmente alejados de la premisa inicial.  Esto se aprecia, por ejemplo, en las entrevistas que Linares hace a sus padres, cuya aportación no va más allá de mostrar cuánto cariño le tienen sus progenitores. Secuencias de este tipo hacen sospechar que el documental comienza a tomar otros derroteros para compensar la falta de material de archivo, pero hacia el final de la cinta se hace evidente que Linares dispone de imágenes fílmicas y textos pertenecientes a Oscar Torres que tarda demasiado en desempolvar.

El retrato de mi padre, largometraje documental de Juan Ignacio Fernández Hoppe, coincide con Lo que se heredaen su planteamiento de arranque, ya que el realizador uruguayo inicia una investigación para profundizar en la muerte de su padre, el cual falleció cuando él era un niño. Fernández trata de esclarecer sus dudas personales acerca de la desaparición, pero de aquello hace alrededor de treinta años y la obtención de documentos oficiales le supone toda una odisea. Así, el director se embarca en un viaje paralelo al burocrático, en el que busca testimonios de personas que lo pudieron conocer. De este modo, mediante recuerdos ajenos, documentos y conjeturas muy personales, Fernández reconstruye la memoria de un padre al que no conoció. El documental encuentra su principal problema en el desarrollo del guion, y adolece, al igual que el documental de Linares, de un ritmo entorpecido por entrevistas demasiado extensas o prescindibles, que no enriquecen la figura del personaje central. Además, hacia el final del documental, el autor comienza a expresar su temor por no haber honrado lo suficiente la memoria de su padre, lo que evidencia que en ocasiones el director pierde la perspectiva cegado por la visión romántica de músico incomprendido que construye en torno a él.

Por último, en Sonoma (Le film, pas le spectacle), Albert Pons Cabanes y Xavier Lozano Casaoliva retratan una familia de tipo artística. Este largometraje documental sigue a la compañía de danza La Veronal durante el proceso de creación de una obra hasta su estreno. El proyecto alterna el registro de los ensayos en diferentes formatos fílmicos con pequeñas piezas ficcionadas de corte onírico que toman el pulso emocional de cada fase y funcionan como introducción a los diferentes bloques. Así, Sonoma se presentaba en la Sección Oficial de Documentales del Festival de Málaga como una rareza que hibrida realidad con ficción, de la que es fácil disfrutar si al espectador no le chirría demasiado el elitismo impreso en los polos Lacoste y los chándales patrocinados que visten las bailarinas.