Manu Yáñez

Con la confianza y atrevimiento de quien detenta una sólida mirada artística, Manel Raga Raga toma el relato Un fraticidio de Franz Kafka –la crónica moral de los prolegómenos y la ejecución de un crimen– y lo convierte en una meditación sobre la memoria del horror, la de un individuo y la de toda una nación marcada por el recuerdo de la guerra. Grbavica, el título del nuevo cortometraje de Raga Raga, fue uno de los barrios de Sarajevo ocupados por las fuerzas serbias durante la Guerra de Bosnia. En ese territorio sombrío, oscurecido por la cámara del cineasta de Ulldecona, se miran a los ojos pasado y presente, inocencia y corrupción, la serenidad de unos sinuosos movimientos de cámara y la violencia que lo recubre todo desde el fuera de campo. Un denso ejercicio cinematográfico, a medio camino entre lo narrativo y lo conceptual, en el que reverbera la influencia del “mentor” de la película, Béla Tarr, así como la de Andréi Tarkovski o Ingmar Bergman – dos directores a los que les gustaba desdoblar el espacio escénico–, sin olvidar a Luis Buñuel, cuya memoria se encarna en la imagen de una mano recorrida por un insecto.

Tras presentar su anterior cortometraje, La gallina, en el Festival de Venecia de 2013, Raga Raga estrena ahora Grbavica en la sección Pardi di Domani del Festival de Locarno. En la siguiente entrevista, el director catalán analiza la gestación y las claves temáticas y formales de su nuevo film, además de su experiencia en la film.factory, la escuela de cine dirigida por Tarr en Sarajevo.

Después de adaptar a Mercè Rodoreda en La gallina (2013), ahora adaptas a Franz Kafka en Grbavica; sin embargo, tus cortometrajes se desmarcan de lo que suele entenderse por cine literario, con una predilección por el silencio (o más bien la ausencia de diálogos) y por una narrativa eminentemente visual. ¿Qué inspiración has encontrado en esos textos?

En el caso de La gallina, mi atracción por el cuento venía por la fiebre que recorría sus palabras, por la potencia poética de Rodoreda. El reto de aquella adaptación era intentar desplazar la voz del niño protagonista hacia lo más profundo de sus ojos, hacia su manera de mirar y sentir aquella realidad en descomposición, de lleno en el mundo de las imágenes, entre sueños, entre recuerdos… De alguna manera, aspiraba a transmitir algo similar a lo que sentí tras leer el cuento por primera vez, pero a través de un camino completamente distinto, a través de un lenguaje que tenía que ser radicalmente cinematográfico.

En el caso de Grbavica, el proceso ha sido distinto. La llegada a Un fratricidio de Kafka nace como una propuesta de adaptación, viene desde fuera, como si fuese un encuentro provocado. Cuando leí el cuento, me gustó muchísimo, pero a diferencia de La gallina, no sentí aquel deseo gigante de responder inmediatamente con la cámara. Me costó bastante entender cómo podía poner mi alma en contacto con la del propio texto, cómo acceder a él y revisarlo de una manera que fuera completamente personal y libre.

Es en este estado de lucha, que decidí rodar en el barrio de Grbavica, junto al río que recorre Sarejevo. En aquel momento solo tenía el primer plano de la película en la cabeza, que arrancaba justo después de haberse producido un asesinato, y la idea de integrar en la narración una pelota que se había quedado encallada en una pequeña cascada. Cuando la historia entra en contacto con este espacio, con un espacio por el que siempre sentí una gran conexión, y empieza a girar alrededor de una pelota que no existe en el cuento, la adaptación fluye por primera vez, se vuelve personal, consigue alejarse tanto del texto que, cuando al final se reencuentra, creo que lo hace con más fuerza, de manera más sincera, de tú a tú.

Tu adaptación de Un fraticidio, el cuento de Kafka, conserva la precisión coreográfica del relato original, con el vaivén de puntos de vista en torno a un hecho criminal que deviene en abismo moral. Sin embargo, tu película añade un relato paralelo, protagonizado por unos niños, que podría ocurrir en la realidad, en otro tiempo, o incluso podría ser un sueño. ¿Qué buscabas explorar con ese doble relato, entre la infancia y la edad adulta? ¿Buscabas una perspectiva histórica?

En la frase que cierra el cuento, Kafka escribe como el asesino hace un esfuerzo por contener una última náusea, apretando fuerte su boca contra el hombro de un policía. Al leer esta frase, esta persona se me apareció como un niño, tremendamente frágil, a punto de romperse, como si fuera un bebé en los brazos de un adulto. En esta imagen estaba el origen del relato de los niños y la formación de la pregunta que tendría que perseguir la película: ¿De dónde emergería aquella náusea final?

Tal y como comentas, los niños y los adultos caminan en paralelo desde el inicio de la película, con la idea de convertirse en espejos los unos de los otros, de confundirse entre sí, de ser prácticamente lo mismo, incluso las mismas personas. Por eso era tan importante generar un encuentro entre unos y otros, de lado a lado del río, entre la noche, pudiéndose mirar a los ojos por un momento. Toda la película está hecha para llegar a este instante.

Como ya se señala en el título, el escenario juega un papel clave en Grbavica. Los espacios en ruinas, la oscuridad de la noche. Resulta difícil no pensar en la memoria de la guerra que asoló Bosnia y Herzegovina en los años 90. Por otra parte, me ha parecido muy interesante el trabajo con la gestualidad de los actores: un equilibrio entre quietismo y movimientos súbitos que pone de relieve la violencia latente en toda la película. Y, en paralelo al trabajo ingente con el fuera de campo, el sonido de Grbavica está lleno de sugerencias, de las voces de los niños que juegan al inicio (una realidad idílica que aparece destruida en el resto del film) a los ladridos de los perros callejeros. ¿Qué directrices estableciste para la relación entre puesta en escena y sonido?

Como ya he mencionado, la película llega al momento del asesinato unos segundos después a que éste se haya producido. El plano inicial centra su mirada en el último aliento de alguien a punto de morir, en la terrible intimidad de este último suspiro, en la soledad y el quietismo en el que habitan los cuerpos de la persona que mata y de su víctima. El hecho de no mostrar el momento álgido del asesinato, descrito por Kafka de manera desgarradora y salvaje, es una decisión que tiene mucho que ver en cómo va a ser trabajada la violencia dentro de la película, también a partir de su planteamiento sonoro. Es así como la violencia aparece a través de sus restos, de sus efectos, de la ruinas… como si fuera ya parte de la memoria, del pasado, de algo que perdura. La idea era que la violencia tenía que expandirse más allá de este ataque inicial y recorrerlo todo, de manifestarse a través de los perros callejeros o de los incesantes golpes de pelota contra una pared, contra el silencio, contra la calma, contra el propio rostro del niño protagonista.

De alguna manera, el hecho de entrar tarde al asesinato, de explorar esta violencia suspendida, también completamente marcada en el espacio, como en el edificio en ruinas que antes mencionabas, coincide mucho con mi experiencia personal al haber llegado a Sarajevo y de conocer el barrio de Grbavica, dónde la guerra sigue aún allí, con todo el peso de su memoria, veinte años después. Mi experiencia de aquella guerra ha sido a través de su memoria y es muy posible que puede sentirse algo de esto en la película. Pensándolo bien, creo que sería difícil hacer una película que consiguiese escapar de algo así, de algo que terminas llevando en el cuerpo cuando vives allí.

La pieza “No hay caminos. Hay que caminar” de Luigi Nono juega un papel importante en la película. ¿Qué encontraste en esa pieza que te resultó atractivo? En La gallina ya utilizaste música de Carles Santos. ¿Cuál es la ventaja de trabajar con música ya preexistente, en lugar de una banda sonora original?

En la pieza de Nono reconocí el estado de ánimo que quería para la película… Tenía, para mí, una correspondencia emocional muy fuerte, una energía que les podía llegar a conectar. La música desprendía una calma tensa, contenida, con una percusión que atacaba de improvisto, con furia, algo que para mí estaba muy ligado con los golpes de pelota, con los pasos de la mujer que corre sobre el asfalto o con las propias cuchilladas, las que nunca se llegan a ver sobre el cuerpo de la víctima.

En el caso de La gallina, la música de Santos estaba presente desde el momento de empezar a escribir el guion, era un punto de partida casi tan grande como el propio cuento, con aquellas voces que venían de las vísceras y que no hablaban idioma alguno, sin domesticar, retumbando con toda su locura… El encuentro con la música de Grbavica vino más tarde, en la fase de montaje, pero como he dicho, sentí que compartía algo muy íntimo con la película, un vínculo realmente fuerte.

Creo que con la música pasa algo muy parecido al hecho de querer adaptar un texto. Para que tenga sentido hacer algo así, hay que crear una relación muy personal con la pieza, hay que reinventar y reescribir, hay que dialogar hasta cansarse… Se trata de un proceso que me interesa mucho.

Bela Tarr aparece mencionado en los títulos de crédito como “mentor” de la película. De hecho, el film me hizo pensar en The Man from London, la meditativa adaptación que hizo Tarr de la novela de Georges Simenon. ¿Podrías hablarnos de tu relación con Tarr, tras tus años en la escuela film.factory, que él dirige en Sarajevo? En los agradecimientos de Grbavica también aparecen Apichatpong Weerasethakul, Carlos Reygadas, Guy Maddin y Gus Van Sant.

Cuando decía que el cuento viene propuesto desde fuera, me refería precisamente a él. Fue en el contexto de la escuela que Béla nos invitó a realizar la adaptación de un cuento de Kafka, pudiendo elegir entre tres de sus relatos. El proceso de tener diferentes personas generando de manera simultánea adaptaciones sobre los mismos cuentos fue realmente estimulante: todos luchando contra el mismo texto a la vez, pero cada uno llevándoselo hacia lugares distintos, lejanos, propios… Se creó una correspondencia realmente bonita entre los diferentes trabajos.

Más allá de esto, la relación con Béla siempre ha sido de una gran proximidad, muy personal. Es alguien que, lejos de intentar inculcar un modelo o estilo cinematográfico concreto, se preocupaba mucho de que cada una de las personas que estudiaba en su escuela, encontrase una forma de explotar su personalidad cinematográfica, fuese cual fuese.

Por lo que hace a los agradecimientos, estos nombres se encuentran entre muchos otros, pero sí que son personas a las que he querido agradecer la generosidad que mostraron cuando estuvieron en la film.factory.

Después de presentar La gallina en el Festival de Venecia, ¿qué sientes al poder estrenar Grbavica en el Festival de Locarno?

Siento una alegría inmensa y un gran empujón anímico para intentar seguir adelante. E intentar seguir adelante haciendo cine no es poco…