Democrática en su título y en su espíritu, Everybody Wants Some!! (Todos queremos algo) es una película oligárquica en su demografía, y casi dictatorial en su visión de la post-adolescencia (yanqui) como una exultante fiesta sin fin. A lo largo de los años, el cine de Richard Linklater se ha caracterizado por albergar en su interior una plétora de voces que han conformado el retrato expansivo de una América insubordinada: del arca de testimonios excéntricos de Slacker a los duetos dialécticos de la saga de Jesse y Celine, pasando por las historias cruzadas de Fast Food Nation, la panda de inadaptados de Bad News Bears o la madre e hijo de Boyhood. Dentro de esa misma categoría de retratos heterogéneos de la “otra América” cabría situar Dazed and Confused, de la que Everybody Wants Some!! es una suerte de secuela espiritual y al mismo tiempo una antítesis conceptual. Y es que todo lo que tenía Dazed de retrato insurrecto y polifónico de la adolescencia –una meditación de lo que significa nadar a contracorriente–, Everybody lo tiene de asalto ratificador y monolítico sobre una juventud liberada –una celebración de lo que significa navegar con el viento a favor–.

Los amantes del cine de Richard Linklater (¡ya somos legión!) encontrarán en Everybody Wants Some!! múltiples anclajes al ideario fílmico del director texano. En una suerte de “notas sobre el cinematógrafo” entregadas a los actores antes del rodaje de Dazed and Confused, Linklater escribió: “A love for the human body, the human face, youthful expressiveness” (“Un amor por el cuerpo humano, el rostro humano, la expresividad de la juventud”). Años antes, en unas directrices similares repartidas entre el equipo de Slacker, el director reclamaba un “optimistic cinema: anything is possible, nothing is prohibited” (“cine optimista: cualquier cosa es posible, nada está prohibido”). Lemas que podrían ser perfectamente el motor subterráneo de Everybody. Y todavía más, la odisea mínima que perfilaba Dazed desde la extática Sweet Emotion de Aerosmith al monótono pero implacable Slow Ride de Foghat resuena en la épica intimista que propone Everybody desde la enérgica My Sharona hasta el himno relajado de Good Times Roll de The Cars. O también: si Dazed quedaba perfectamente enmarcada entre un GTO entrando en el aparcamiento de un instituto y un preadolescente cerrando los ojos para paladear el triunfo amoroso y su dulce porvenir, Everybody encuadra su “viaje” entre el coche de un estudiante que llega a su universidad y unos ojos cerrándose para saborear un mundo sin fronteras (todavía visibles).

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Y, pese a todos estos vínculos, la mejor manera de penetrar en la esencia de Everybody Wants Some!! consiste en intentar entenderla como una suerte de contrapunto de Dazed and Confused. A primera vista, Everybody termina ahí donde nos dejaba Dazed: en un coche surcando el cemento americano en busca de la libertad. Sin embargo, el planteamiento estético de ambas escenas no podría ser más dispar. La última e imborrable imagen de Dazed era un prolongado fundido a negro sobre una carretera asfalta en dos direcciones: un plano que perfilaba un horizonte de emancipación y que contenía un impulso contracultural. Por su parte, Everybody se abre con un montaje frenético, casi scorsesiano, de múltiples vistas del coche que conduce Jake (Blake Jenner): una verdadero carrusel audiovisual elaborado con las formas del pop. Dos perspectivas dispares sobre momentos vitales casi opuestos: la edad de la incertidumbre y el tiempo de la gloria –un periodo triunfal, apenas sombrío, que Linklater solo había explorado de forma intensiva en la magnífica Los Newton Boys–.

Vale la pena estudiar mínimamente la cuestión del punto de vista en Dazed y Everybody. En la primera –una película de chicos, chicas, triunfadores, marginados, intelectuales, gamberros, fumetas…–, el punto de vista basculaba entre dos personajes centrales: un atleta de instituto que se enfrentaba al dilema de someterse a la firma de un manifiesto antidrogas y un introvertido escolar que observaba con reservada distancia el circo adolescente montado a su alrededor. Política y observación: inconformismo crítico. Fuerzas que dieron como resultado una película que se resistía a avanzar, indolente: una obra plagada de interrogantes que difuminaba por el camino –a golpe de plano secuencia y compromiso realista– los códigos de la teen movie. Por su parte, Everybody visita una fiesta punk y un sarao arty, pero su punto de vista es esencialmente el de un joven atleta y su tribu, que durante los tres días anteriores al inicio del curso (en el verano de 1980) se pasean por un edén, casi un Brigadoon, reservado a los dioses del Olimpo del baseball universitario. Fiestas, folleteo, más fiesta, fumeteo, resaca, entrenamiento, enamoramiento y más fiesta. Una colección de instantes memorables que pertenecen, desde ya, al panteón de la comedia universitaria. En Everybody hay tantas (o más) tetas y culos que en las bacanales fílmicas de John Landis, hay planos frontales a cámara lenta de esculturales “reinas de la noche” y un plano a la salida de una discoteca que enmarca un rótulo gigante que dice “SOUND” –un plano más propio de la época en la que P.T. Anderson imitaba a Scorsese que de la madurez expresiva del cine de Linklater–.

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Pese a la forma algo domesticada de Everybody Wants Some!!, la película no carece de fascinantes tensiones internas. Si Dazed and Confused se sostenía, en palabras del gran Kent Jones, “sobre el equilibrio entre agresividad y ensoñación”, la dialéctica central de Everybody es menos una cuestión de actitudes que de conceptos: compañerismo y competitividad, el grupo y el individuo. Planteada como una inagotable y pletórica colección de rituales colectivos, Everybody, a la manera de Howard Hawks, se hace fuerte en su representación de una camaradería individualista. En el plano (secuencia) más logrado de la película, la cámara acompaña a Jake hasta el vestuario de su equipo, donde es víctima de una ingeniosa inocentada; luego, permanecemos revolotenado alrededor del grupo hasta que llega otro novato, ocasión que aprovecha el propio Jake para participar en la nueva ejecución de la treta. Ritual, repetición e integración al grupo: un proceso que Linklater retrata desde el corazón de la acción. Como en Dazed, no hay rastro aquí de la nostalgia que suele materializarse en esos típicos rótulos finales en los que se advierte del destino adulto de los personajes, como ocurría, por ejemplo, en American Graffiti.

Como suele ser norma en el cine de Linklater, en Everybody Wants Some!! el moralismo brilla por su ausencia. Ayuda el destierro casi absoluto de figuras adultas que pudiesen supervisar la vida alegre de los protagonistas, pero la clave está en la delicadeza del director para con sus criaturas. En un gesto característicamente linklateriano, el personaje más cretino del grupo –una caricatura de “veterano” motivado con aspiraciones más bien infundadas de llegar a ser un profesional del baseball– es redimido sin mayores aspavientos cuando se disculpa discretamente por su mal carácter. Por su parte, pese a algunas pinceladas idealizadas –los protagonistas leen a Kerouac y Whitman–, Linklater no se deja llevar por la ingenuidad y atiende a los claroscuros del universo que retrata. Él lo conoce mejor que nadie: fue a un college con una beca para jugar baseball, pero se lesionó y terminó dejando la universidad para trabajar en una plataforma petrolífera donde aprovechó los largos ratos libres para leer a los clásicos rusos. Así, los personajes son conscientes de la fuerte competencia que subyace tras la coraza de fraternidad que los une, y también saben de las ínfimas posibilidades de llegar a convertirse en jugadores profesionales: su reinado será seguramente pasajero y por ello vale la pena vivirlo con intensidad y plenitud.

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Everybody Wants Some!! no funcionaría como un perfecto mecanismo de relojería fílmica –engrasado con las pautas del cine musical– de no ser por su brillante tropa de jóvenes actores. Que se haga difícil resaltar el trabajo de alguno de ellos pone de manifiesto el compromiso colectivo, el aroma a espíritu de equipo. Por mi parte, destacaría el trabajo de dos talentos notables, característicamente yanquis. Glen Powell interpreta con garbo al típico tío listillo y charlatán: un arquetipo un tanto ajeno al cine de Linklater, en el que imperan los personajes reservados, aunque muchos de ellos son también parlanchines. El trabajo de Powell permite al film reflexionar exuberantemente acerca de la construcción de la propia personalidad como una representación: ahí está el modo en que sujeta y pasea (nunca fuma) una pipa; su tendencia a dar “lecciones no solicitadas”; o la tranquilidad con la que se camufla entre una panda de punks. Y luego está Wyatt Russell, que es hijo de Kurt Russell y Goldie Hawn, pero que podría ser el fruto de los genes combinados de Owen Wilson y Matthew McConaughey. Sí, Russell es el encargado de reeditar en Everybody el inmortal rol que desempeñaba McConaughey en Dazed, con unas pinceladas del Jesse de Ethan Hawke. Es el emisario del buen rollo, del pasotismo cool, pero también de la locuacidad alucinada y de una cierta consciencia libertaria.

A la postre, la belleza de Everybody Wants Some!! radica tanto en los detalles como, sobre todo, en el conjunto del film, en las dinámicas de grupo, en el efecto acumulativo de las fiestas y del crescendo romántico, en la sensación de estar en buenas manos: las de un director que no sabe hacer otra cosa que querer y mimar a sus personajes. En este caso, teniendo en cuenta la inclinación melancólica de las últimas películas de Linklater, el enérgico retorno a la vertiente más vitalista de su obra retumba como un redoble autoral, un aullido de libertad acorazado por el cine de genero y propulsado por un inquebrantable humanismo. Una oda a los buenos tiempos pasados y por venir.