Estrenada en el Festival de Venecia de 2014, y recibida con aplausos de veneración por parte de los devotos del padre del cyberpunk –autor de la saga de Tetsuo–, Fuego abierto (Nobi. Fires on the Plain) adapta y sublima atrozmente la novela homónima de Ooka Shohei, llevada al cine por Kon Ichikawa en 1959, en la que se describía la trágica odisea de un soldado tuberculoso destacado en Filipinas durante el crepúsculo de la Segunda Guerra Mundial. El film es un exorcismo histórico sin paliativos, una crónica negra de las mayores abyecciones de las que es capaz el ser humano –uno de los temas recurrentes del film es la caída de los soldados japoneses en el precipicio del canibalismo, un tabú que abordó con furia Kazuo Hara en 1987 en la seminal The Emperor’s Naked Army Marches On–. Entre la maraña de cuerpos putrefactos que embrutece la pantalla, Tsukamoto busca continuamente la mirada atónita y acongojada del protagonista (interpretado por él mismo), algo nada extraño si tenemos en cuenta que Fuego abierto propone un contra-tratado fílmico sobre la fuerza reveladora de la mirada: de un soldado al horror de la guerra, de un país hacia su innoble historia.

Con su representación inclemente del sinsentido militarista, esta lacerante embestida contra las nociones de honor y patriotismo funciona como un antídoto perfecto contra el cine bélico que pretende erigirse en un canto humanista. Es posible imaginar las pesadillas que padecería Steven Spielberg tras el visionado del meteorito antisentimental de Tsukamoto. Con una brutalidad extrema que no oculta el deseo de agredir la sensibilidad del espectador, el director japonés demuestra que el gran cine bélico solo puede ser nihilista y despiadado, una lección a aprender de la contemplación de las seminales películas de guerra de Samuel Fuller o Sam Peckimpah. Un discurso implacable, no reconciliado, que Tsukamoto expone a través del frenético martilleo de su cine digital, que bombardea al espectador con primeros planos de soldados aterrados, planos detalle de miembros cercenados y nerviosas cámaras al hombro. Un violento torrente audiovisual que dinamita las coordenadas del cine narrativo –su sino es el caos– quebrantando todo rasgo de continuidad. A la postre, es en el montaje entrecortado y en una estructura circular que apunta hacia la cara más trágica de la noción de eterno retorno que Tsukamoto halla la esencia de su inmersión pesadillesca en el infierno bélico.

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