Renan Camilo

Le garantizo a usted que, si no me dice que estamos en guerra, si quiere atenuar aún todas las infamias, todas las atrocidades de este anticristo (de buena fe, creo que lo es), no querré saber nada de usted, no le consideraré amigo mío. Bien, buenos días, buenos días. Veo que le atemorizo. Siéntese y hablemos. (Guerra y Paz, León Tolstoi)

Un festival de cine se caracteriza por ser un encuentro, un acontecimiento, un discurso crítico respecto al mundo, al ser humano y al propio arte cinematográfico. Viajé a Las Palmas de Gran Canaria y a su 17º Festival Internacional de Cine con estas ideas revoloteando por mi mente. Luego, en la primera rueda de prensa con jóvenes cineastas canarios que proyectaban sus cortometrajes en el ciclo Canarias Cinema, me vino a la mente otro pensamiento: ¿y si el cine fuera también un territorio de guerra?

Aprovechando la ocasión, pregunté a los jóvenes directores respecto al proceso de plasmar sus miradas, sus visiones del mundo, en la pantalla. Obviamente, las respuestas fueron dispares, pero apuntaban a una misma dirección: el cine como resistencia (incluso el ejercicio de resistencia que puede llegar a suponer lograr cierta coherencia entre forma y fondo), como reivindicación y responsabilidad política. Más tarde en la presentación de Chant D’Hiver (2015), el director georgiano afincado en París, Otar Iosseliani, a quien se dedica la retrospectiva Iosseliani y compañía… afirmó que su película habla de la guerra, de la paz y de algunas tonterías. Nadie mejor para corroborar mi pensamiento belicista.

En la terminología militar, un territorio o teatro de guerra marca un área geográfica específica en la cual se desarrolla un conflicto armado. Una guerra tiene que desarrollarse en un espacio considerable del globo. El cine, por su parte, no necesita de un espacio de enormes proporciones, le basta con los 100,55 Km² de Las Palmas, unos jóvenes cineastas, algunos mestres (¡viva Iosseliani!) y el sentimiento del mundo.

Quizá Iosseliani lleva a cabo el verdadero cine político, un cine que busca la reflexión no a partir de argumentos irreales, sino desde la emoción y lo humano, desde un espirito libertario que no puede sobrevivir en el cine sin radicalismos. El director ha sido tajante en su confrontación directa con el cine de Hollywood: “les interesa ganar dinero con efectos especiales que simplemente crean distracciones”. Las películas de ahora “sólo tienen finales felices, nada que ver con Ciudadano Kane, el cine de Bergman, de Fellini… que acaban de manera triste”. James Bond sería una antítesis del verdadero cine, el de autor. A su juicio, esas películas “están llenas de clichés que recuerdan al mito de Prometeo. El esquema de Hollywood es mostrar un personaje como el gran benefactor que siempre gana”.

En este sentido, observamos en Chant D’Hiver unos cuantos saltimbancos vendiendo su arte, músicos callejeros, mendigos, gente sin techo, ladrones de poca monta, una aristocracia caída en la desgracia y en el alcohol. Además de reivindicar a estos perdedores cotidianos, es digno de mención la manera en que el director construye su película: una especie de palimpsesto que revela el profundo placer de observar la ciudad, el interior de las casas y los personajes que allí viven, deambulan y se van chocando, entrecruzando, como el fenómeno mismo que es la vida.

Por otro lado, Chant D’Hiver crea de una ironía meditativa que surge de la voluntad del director de mostrar algo familiar con una luz completamente diferente. El mendigo que se convierte en una hoja de papel humano después de ser aplastado por una máquina que compacta asfalto; un señor que compra libros raros y antiguos con armas; la guillotina y el degollamiento teatral de un vizconde francés; una puerta que se abre en medio de un muro de piedras y que lleva a los personajes a un jardín de antigüedades y objetos perdidos –un tiempo perdido dentro de la propia película–. A medida que la vida contemporánea se acelera más allá de cualquier limite, Iosseliani filma el destino ineluctable de objetos, paisajes y seres humanos en toda su absurda, dolorosa y ridícula magnificencia mientras intenta salvar y enseñarnos, aunque sea por una puerta misteriosa, que se abre y cierra de la nada, el tiempo que dejamos huir por entre las manos, la paz.

Si Chant D’Hiver juega a preservar el tiempo, también lo hace saltar. En el montaje, usa una herramienta característica de su estilo, que son los cortes dentro de los planos, creando pequeñas elipsis que prestan una sutil, deconstructiva, discontinuidad al movimiento, a las acciones de los personajes. De igual manera nos enseña que el tiempo corre, en la vida y en la pantalla.

Mientras la guerra del cine de Iosseliani es por el cine de autor (“como si existiera la música de autor, la literatura de autor o la pintura de autor”), existen guerras que matan de verdad. Los refugiados sirios viven un momento de gran vulnerabilidad después de cinco años de guerra. Los riesgos de cara a sobrevivir son especialmente elevados. Embarcan en viajes peligrosos a Europa, y se exponen al trabajo infantil, al matrimonio precoz, a la explotación sexual a cambio de la propia vida… Los valores humanitarios se desmoronan ante la intolerancia. En este territorio, el finlandés Aki Kaurismäki coge la cámara para filmar El otro lado de la esperanza y defiende a los refugiados mientras se posiciona en contra de los que insisten en estigmatizarlos, agredirlos y convertirlos en invisibles.

Khaled (Sherwan Haji) huyó de Aleppo tras la muerte de su familia a causa de un misil de origen desconocido, podría ser del ejército sirio, de los rusos, de los americanos, del Estado islámico. Llega a Finlandia dentro de un compartimento de carbón, cuya negrura contrasta con la luz que emana de sus ojos: una mirada que contiene, esencialmente, el deseo de vivir. Mientras tanto, Wikström (Sakari Kuosmanen) es un hombre que abandona a su mujer, su negocio, se arriesga en el póquer y compra un restaurante. Ambos se encuentran en la basura del restaurante, que sirve como vivienda a Khaled y que este defiende a puñetazos. El dueño del lugar decide ayudar a Khaled. El porqué de esta ayuda no se sabe, la película no pone en evidencia esta pregunta. Simplemente porque es lo que uno debería hacer.

El director presenta una guerra aún más evidente a la que se somete a los refugiados a diario, marcada por la humillación y por la violencia física que reciben de parte de la sociedad civil que en teoría debería acogerlos. Por otro lado, hay guerras veladas: el propio Estado pone en práctica todo un conjunto de estrategias con el objetivo de dificultar la estadía de los refugiados. El argumento que motiva la negación de la condición de exiliado de Khaled es la teórica paz en la que se encuentra Aleppo. El clima allí es propicio para la vida humana, afirman las autoridades. Minutos después, los noticiarios muestran en vivo bombardeos a las escuelas y casas de la ciudad. Pero el signo más silencioso de violencia viene de aquellos que parecen ayudar. En un determinado momento de la trama, Wikström pide ayuda a un amigo suyo para traer a Finlandia a la hermana de Khaled. Hecho el servicio, Wikström va a pagar al amigo que ha hecho el trabajo, pero no debe desembolsar nada porque la “carga” fue muy buena. Sabemos lo que eso significa.

La guerra que debería emprender el cine ante de la realidad no apunta al reflejo de lo visible, sino a la denuncia de lo que resta oculto. Como diría Bazin, sacar provecho de la “estructura plástica (de la imagen), su organización en el tiempo”; dado que “se apoya en un realismo mucho mayor, (la imagen) dispone de muchos más medios para dar inflexiones y modificar desde dentro la realidad”. Kaurismäki mantiene su estilo, un escenario que parece de otro tiempo, con rasgos del kitsch, y un humor que parece convertir la situación en algo aún más surrealista, pero humanista a la vez, porque no tripudia por encima de los personajes para provocar una cierta gracia.

La sección oficial del certamen canario fue inaugurada con la proyección de Katie Says Goodbye del director Wayne Roberts. Katie (Olivia Cooke) es una chica de 17 años que vive en un pueblo de Arizona y ansía trasladarse a San Francisco, pero el sueño queda muy lejos. Su sueldo de camarera llega apenas para mantener la casa y a su madre alcohólica. El director se siente conmovido por la fortaleza de las mujeres, “porque son más fuertes que los hombres y tienen que luchar antes situaciones más difíciles”. La camarera se prostituye para sostener a la familia, pero sueña con todas sus fuerzas con encontrar un amor que pueda llamar suyo. En la América profunda, lo que ella encuentra son hombres que sólo quieren saciar sus deseos, para no decir, necesidades, carnales.

Olivia Cooke presta su delgado y pequeño cuerpo a Katie, un personaje construido bastante de cerca por el director. Es de esos personajes complejos, por quien tomamos partido y estamos al lado desde el primer momento que surge en la pantalla, pero que tiene unas ambigüedades y contradicciones internas que despiertan nuestra rabia. Este cuerpo flaco se agiganta en el enfrentamiento que traba con los hombres que le caen encima como urubúes y con la vida misma.

Preguntado acerca de si esta sociedad machista retratada en la película refleja la América que votó por Donald Trump, Roberts contestó que “estamos en guerra y es una responsabilidad intentar cambiar las opiniones en un país en el que mucha gente ha sido manipulada”. En este sentido, valoró la producción de películas como Moonlight que “están girando hacia el espíritu de las películas de los años 70. Espero que esto permita que el público cambie sus gustos hacia otro tipo de cine que va más allá de las producciones de superhéroes”.

El documental Bitter Money, producción franco-hongkonesa del director Wang Bing muestra “una realidad que no gusta a las autoridades chinas”, un crudo retrato de las condiciones deplorables en las que viven muchos trabajadores y que es exportable a otros países, dijo el productor de la cinta Vicent Wang. Bing dedicó dos años a capturar con miles de horas de grabación la vida cotidiana de estos trabajadores de las grandes ciudades que han viajado hasta allí desde otras zonas del país en busca de una oportunidad de prosperar. “Una realidad deplorable que no solo ocurre en China, por eso es importante mostrarla”, explicó su productor.

Uno de los asuntos que más aflora en la película es la obsesión por el dinero, algo que se ha convertido en el “principal valor” que mueve a los jóvenes, animados por las autoridades. Vicent Wang explicó que lo más complicado para Wang Bing fue “permanecer como un testigo distante” y fijar la cámara en escenas como la que protagoniza una mujer que es golpeada por su marido ante la indiferencia de los testigos: “Es una muestra del frenesí continuo que se vive en estas ciudades”. En medio de malas condiciones de vida y situaciones violentas y opresivas, sorprende según el productor “la discreción del director con una pequeña cámara que nadie veía como un agente dañino”. En las manos de Bing, la cámara nunca se encuentra completamente estática, se percibe una actitud de respeto hacia el otro: acompaña, observa, incluso es invitada a seguir a los personajes, pero nunca los empuja o los hace retroceder.

Desde la lucha y resistencia de películas como estas, así como una infinidad de actividades desarrolladas en este “territorio de guerra”, el Festival Internacional de Cine de las Palmas de Gran Canaria interviene con toda la intención, rompe los patrones hegemónicos, que tienden a embrutecer el entendimiento y la sensibilidad. El certamen da fuego a la lucha por la independencia sin perder de vista la tensión entre arte, financiación, producción y público. Defender una producción fílmica a contrapelo de la industria estadounidense y sus correlatos es una tarea cargada de conciencia social y fuerza política.