(Imagen de cabecera: Nazarbazi de Maryam Tafakory)

Mariona Borrull (Santiago de Compostela)

Curtocircuíto cumple veinte años y persigue la crisis. El festival de Santiago de Compostela se abisma y, desde la parrilla, propone interrogantes. Primero, pone contra las cuerdas la supuesta capacidad de cualquier festival de abrazar el mundo que lo rodea: aquel Santiago turístico, lleno de fachadas (lo descubríamos a través de la mirada de la fotógrafa residente Arancha Brandón), que sin embargo acoge un festival integrista en el mejor sentido. También se pregunta por el deber de la cultura de capturar la realidad y los tiempos que corren, una meta por defecto y que tan a menudo lleva al “escaparatismo” inoperante de las grandes muestras y competiciones cinematográficas. La tendencia de los festivales a operar como fotografías o briefings de un momento concreto conduce a una cierta pereza y pide ser contestada por gestos reaccionarios, en su acepción más progresista.

Justamente en encuentros pequeños es donde queda espacio para rumiar sobre palabras cargadas de sentido, como “crisis” o “reaccionario”, destacadas por Ramón Andrés y Niño de Elche en la charla que mantuvieron en Santiago. Hablaban ambos desde la heterodoxia de sus prácticas y, sin embargo, el evento sorprendió por su solemnidad, que contrastó con el diálogo que el fotógrafo Antoine D’Agata mantuvo con el público de su película Atlas, recuperada tras su estreno en 2015. Atlas yuxtapone las instantáneas de miseria (cuerpos drogados, violados, muertos) que el artista fue recopilando durante años alrededor del mundo, y que funcionan como bellísimos –aunque muy violentos– cuadros sobre los abismos de la existencia. En Curtocircuíto la cinta fue programada para proponer un diálogo sobre lo poderoso y problemático de su planteamiento, es decir, como motor de reacciones. Ante los reproches amables del público, D’Agata anunciaba después que en otoño trabajará en una nueva versión del montaje, en el Pompidou, y que su película está lejos de estar acabada.

(Atlas de Antoine D’Agata)

En todo caso, el trabajo de D’Agata sirve para hablar de un cine incontinente, que se desborda por el choque de sus imágenes y que pide nutrirse de tiempo y de pensamiento para generar otras conversaciones necesarias. Atlas es una película excesivamente humana, una bandera amarilla ante el oleaje de la sección Cosmos, este año muy poblada de cortos que sopesaban las sombras y potencias de la Inteligencia Artificial como posible salida ante un fin del mundo que ya parece inevitable. Quizás nuestra inquietud sobre las máquinas pueda movilizarnos ante los estragos del cambio climático, ante el auge de las dictaduras o la insostenibilidad del sistema económico.

“No lo sé, Rick, parece falso”. Así lo sugería Nearest Neighbor, de Rebecca Baron y Douglas Goodwin, destacada en Curtocircuíto con la Mención Especial a la Película Más Innovadora. “Nearest Neighbor” se refiere tanto a uno de los algoritmos fundacionales de la Inteligencia Artificial como a los pajarillos con los que coexistimos sin saberlo. El corto ilustra lo impenetrable de la barrera entre el lenguaje ave-humano, recopilando las herramientas que hemos creado para comprender los sonidos que emiten nuestros vecinos plumados. Los avatares de IA traducen en palabras chirridos, silbidos, trinos y, aunque no hacen que la comunicación sea más útil, por lo menos nos entretienen. Sonreímos.

(Hardly Working de Total Refusal)

Va en la línea de Hardly Working, de Total Refusal, un reportaje presente en Locarno y Seminci sobre la existencia tortuosa de los personajes no jugables del Red Dead Redemption. También esos avatares viven atrapados en bucles apenas funcionales, absurdos, diseñados para dar “realismo” a un paisaje humano que al jugar sólo vemos por el rabillo del ojo: una mujer sin más vida que la dedicada a barrer una y otra vez el mismo trozo de acera, o un carpintero entregado a clavar bien clavados los mismos dos clavos, antes de levitar en el cielo por un error en el código del juego.

La realidad que procesa la máquina es antinatural y no funciona, pensamos con el mismo convencimiento con el que observamos gestos políticos tocados por un totalitarismo anticuado, curioso en su simpleza, casi vintage. The Ritual, del ruso Mikhail Zheleznikov, nos sitúa frente a un vídeo de propaganda aparentemente sacado de la televisión rusa donde seguimos a Vladímir Putin mientras se desplaza a un acto oficial. A solas, caminando por los pasillos del Kremlin, el cuerpo vigoroso de Putin empuja la cámara, que se desliza atrás con energía. Su andar produce imágenes más cercanas a la telerrealidad o al desenfoque rápido del avanzar por los pasillos de un videojuego que a las estampas con criaturas emocionadas y muchedumbres lejanas propias de la propaganda totalitarista. Es la “versión 2023” del retrato ecuestre. En las conversaciones fuera de sala se comentó que, por fuerza, eso tenía que ser un fake generado por ordenador… ¿Cómo acceder, si no, a las tripas del edificio presidencial?

(NYC RGB de Viktoria Schmid)

La pobre IA ha sido relegada a tareas absurdas o injustificables, fuera de la razón humana. Por ello, cortos como techno de Lydia Nsiah o NYC RGB de Viktoria Schmid aparecen como alternativas sanas para el cerebro mecánico. Techno presenta un puñado de fragmentos de películas de ciencia ficción históricas y contemporáneas, haciendo hincapié en producciones africanas, asiáticas, indias, indígenas y sudamericanas. Durante 22 minutos, los filtros las estiran, mezclan y trituran de forma que resultan apenas inteligibles, regurgitadas en un lenguaje físico, pero no razonable, y definitivamente no humanista. Quizás así puedan intubarse simbólicamente a la gran base de datos de la IA para okuparla. Por el contrario, NYC RGB apuesta por tranquilizar una percepción “artificial”. Schmid saca instantáneas de las fachadas de Manhattan, bañadas por el sol de la tarde, mientras fragmenta luces y sombras en matrices geométricas de colores rojo, verde y azul (RGB). Aunque ya no aspiremos al realismo en la representación, ello no supone abandonar una mirada tranquila y aterrada al mundo que nos rodea, una observación atenta y bellamente disfuncional de la cotidianidad urbana.

Son haikus, pongamos, para una edición que coronó el poema Nazarbazi, de Maryam Tafakory, como Mejor Película de la sección Cosmos. La película de Tafakory colecciona fragmentos de películas y archivo televisivo para desentrañar retazos de deseo que permanecían ocultos en Irán tras la prohibición por ley, en 1979, de mostrar contacto alguno entre hombres y mujeres en pantalla. Nazarbazi, “juego de miradas” en persa, perpetúa la mirada afilada que la comunidad queer ha cultivado desde los albores del cine: la lectura entre líneas como forma de resistencia. Saber que algo está allí, aunque nos digan lo contrario. Pensar las imágenes desde un integrismo necesario. Así lo concluían la escritora y veterinaria María Sánchez y la cineasta Elena López Riera, en una fantástica charla (entre amigas y con público), porque mantenerse íntegras es la única salida posible para no perpetuar violencias por defecto. Habitar con coherencia el mundo propio –en su caso, el campo y las comunidades que lo pueblan– ya es un acto voluntariamente ensimismado. Curtocircuíto, decíamos, se examina para sostenerse como referente por muchos años más.