(Imagen de cabecera: L’Été l’éternité de Émilie Aussel)

Iker Zabala (ZINEBI, Bilbao)

En la presentación de L’Été l’éternité (Our Eternal Summer) en la sección Zinebi First Film, su directora, la francesa Émilie Aussel, defendía su apuesta por “perderse en lo sensorial más que en el análisis detallado del guion”. Una reticencia a poner en primer plano la cuestión narrativa que desemboca en un encomiable trabajo de plasmación visual de un cálido verano juvenil. En su arranque, la película adopta como mantra un lema que aparece de modo recurrente en los intercambios entre un grupo de jóvenes de 18 años: “creerse inmortal”. Así, esta ópera prima retrata una existencia hedonista, entregada al placer de los sentidos: jornadas en la playa, días de despreocupación, noches de baile… Una colección de estampas indolentes que, avivadas por la fotografía luminosa de Mathieu Bertholet y el montaje ágil de Vincent Tricon, dan forma a un tiempo detenido: ese verano eterno que, en el juego de palabras de su título original, ya nos deja atisbar el peso trágico de su doble lectura.

Ganadora del Premio Especial del Jurado en la sección Cineasti del Presente del Festival de Locarno, L’Été l’éternité se verá marcada por la súbita desaparición de una de sus jóvenes protagonistas, lo que generará un trauma en su grupo de amigos. Un punto de inflexión que Aussel puntúa a través de un juego de montaje: si antes de la desaparición los cortes se precipitaban con rapidez y dinamismo, a posteriori el film se sumerge en un territorio de pausa poética. En un pasaje reseñable de esta “segunda parte”, una imagen de la inmensidad del mar se funde lentamente con el primer plano de Malo, la persona que más culpable se siente por la desaparición de su compañera. De hecho, los jóvenes protagonistas descubrirán que aquella sensación de inmortalidad que les embargaba en la primera parte de la película no es más que la cortina de humo tras la que se amaga el sufrimiento, en primer término, y después, la madurez.

Tras la brecha provocada por la desaparición, la cámara de Aussel parece contagiarse de ese saltar por los aires de las balanzas vitales de los personajes. El dolor lleva al grupo de amigos al reproche y la separación. Lo que hasta entonces era una película coral se va decantando hacia lo singular, tomando como eje central la historia y el duelo de Lise (Agathe Talrich), quien, incapaz de salir de su letargo doloroso, hallará un cierto sosiego en el encuentro con un grupo de jóvenes creativos que preparan una obra de arte performativo. En su segunda parte, L’Été l’éternité se vuelve pesarosa y lánguida, y el color del verano se oscurece ligeramente. Además, el ritmo se verá detenido, de forma reiterada, por fragmentos en los que los personajes interpelan a la cámara para explicar sus sensaciones y emociones, o por largas discusiones en torno al proceso creativo y el inevitable paso del tiempo. Una apuesta arriesgada, y no demasiado sutil, que desemboca en una sugerente exploración de la asimilación del trauma durante la juventud. Será en el aprendizaje de la gestión de la aflicción donde los jóvenes personajes de L’Été l’éternité hallarán una vía para establecer las bases de su yo adulto.

“La chica nueva” de Micaela Gonzalo.

En un momento de L’Été l’éternité, Lise es objeto de una pregunta insidiosa: “¿Eres una fugitiva?”, un interrogante en el que resuena la negativa de la joven a dar explicaciones sobre su odisea vital. Ese mismo espíritu esquivo se hace patente en La chica nueva, debut en la dirección de la argentina Micaela Gonzalo. Y es que, pese a que los discursos de Aussel y Gonzalo son tan distintos entre sí como el cálido verano francés y el frío helador de la Patagonia argentina, existen sinergias y puntos en común entre las miradas de las dos realizadoras. Si Aussel narra un tránsito vital de lo grupal a lo puramente individual, el camino en La chica nueva es prácticamente inverso. Jimena (Mora Arenillas) es una joven que lleva una vida furtiva en un entorno urbano. Su única vía de escape será viajar (como polizón, acorde a su existencia marginal) hasta la Tierra de Fuego, donde reside su hermanastro. La película compondrá así una especie de viaje iniciático que tendrá como estación de llegada la posibilidad de la pertenencia a un colectivo. En esta isla en los confines del mundo, Jimena comenzará a consolidar unos cimientos vitales: familia, trabajo, amigos, amor… Sin embargo, nada será sencillo en la existencia de esta joven marcada por los estigmas del abandono, la orfandad y la indigencia.

Gonzalo se aproxima a Jimena mediante unos primeros planos de perfil que ponen de manifiesto el desasosiego que abrasa a la joven. Los límites de los encuadres se presentan como paredes selladas en cuyo interior la protagonista respira a duras penas. Jimena aparece en un tránsito permanente, con la cámara realizando un seguimiento muy cerrado de su caminar. De hecho, no es complicado conectar La chica nueva con el cine de corte social de los hermanos Dardenne. Hacia la mitad del film, Gonzalo decide poner el foco en unas revueltas laborales que acontecen en la planta de manufactura tecnológica en la que comienza a trabajar Jimena. Se abrirá así una brecha ideológica entre el individualismo que representa Mariano (Rafael Federman), el amoral hermanastro de la protagonista, que practica el contrabando tecnológico y quiere abrir una importadora propia, y el colectivismo de los trabajadores de la fábrica, que planean una huelga como respuesta a la precariedad (la aparición de empleados reales de la planta dota a las asambleas de trabajadores de un aire documental). Como apuntó Gonzalo en el coloquio posterior a la proyección en Zinebi, La chica nueva –ganadora del premio a la Mejor Película en el festival Cinélatino de Toulouse– no pretende ser equidistante, algo que se hace patente en la negativa de la cineasta a dar voz a los dueños de la planta o a los policías represores, antagonistas abstractos de los trabajadores.

El clímax dramático de La chica nueva se ve envuelto de un aire pesadillesco, cuando los empleados de la fábrica deciden encerrarse tras sucesivos despidos. Ese será el escenario donde Jimena podrá finalmente completar su transformación desde un ente aislado y pasivo a un ser que opta por implicarse en el destino de su comunidad. De este modo, a pesar de que la película destila un sabor amargo, el film despliega un discurso esperanzador, basado, como ocurría en L’Été l’éternité, en la evolución de su protagonista