(Imagen de cabecera: What Do We See When We Look At the Sky?)

Víctor Esquirol (Festival de Berlín)

Añoranza de lo presencial: Fue en la tercera mañana de festival, más concretamente a las siete de la mañana (hora en la que una nueva hornada de películas se añadía al programa en streaming), cuando advertí las ventajas de una Berlinale en formato online. Sin el frío de Berlín en esta época del año, ni el miedo a perderme en su intrincada red de transporte público, pude gozar de la mayor quimera de la vida festivalera: la tranquilidad. Con la posibilidad de digerir decentemente el desayuno, más la cercanía y comodidad del sofá, la jornada de festival dibujaba un paisaje idílico… si no fuera por una terrible sensación de soledad. Es una obviedad, pero un festival de cine es, en gran medida, la aventura de bregar en terreno visitante, reunirse con el extrañísimo ecosistema de la cinefilia mundial, compartir tertulias improvisadas y apasionadas… Nada puede compararse a la emoción de congregarse frente a la misma pantalla y descubrir, al unísono, la magia del cine proyectado.

El hechizo de Kutaisi: Más allá de la extraña coyuntura, siempre recordaré la 71ª Berlinale por haber sido el festival en el que descubrí el cine de Alexandre Koberidze. Su segundo largometraje, What Do We See When We Look At the Sky?, acabó de iluminar una Competición Oficial sobrada de grandes nombres y títulos memorables. Las condiciones de visionado online permitían ver cada título cuantas veces se quisiera durante una ventana de 24 horas. Pues bien, durante el día en que se pudo ver este film, quedé mágicamente atrapado en el embrujo de un cuento montado a partir de la dispersa observación del milagro de la vida. Koberidze ve, luego mira, y después fabula, encadenando momentos, gestos y reflexiones que piden ser gozados en su efímera belleza. De hecho, ahora mismo, mientras escribo estas líneas, me dejo invadir por el escalofrío que me sigue despertando la memoria del conjunto de imágenes y música alquimizadas por Koberidze.

La voluntad de un jurado: ¿Cómo se explica el ninguneo de los miembros del jurado oficial de la Berlinale a una película fundamental como What Do We See When We Look At the Sky? ¿Cómo se entiende que el Premio FIPRESCI de la crítica internacional tuviera que salir al rescate del honor mancillado de Alexandre Koberidze? A estas alturas, queda claro que no debemos sobredimensionar este tipo de decisiones, porque, efectivamente, hay obras de arte que trascienden la idea del reconocimiento. En ocasiones, la suerte cae del lado del arte, como ocurrió en el pasado Festival de San Sebastián, donde la también georgiana Beginning de Dea Kulumbegashvili se llevó un carrusel de galardones de la mano del jurado presidido por Luca Guadagnino. En la Berlinale, pese a la ausencia de distinción para Koberidze, cabe celebrar que la competición fuese tan potente. A uno le queda la impresión de que todo el mundo estaba pugnando, con justicia, por el Oso de Oro, mientras Koberidze miraba al cielo, suspirando por algo mucho más relevante.

Actores y actrices: Hace ya unos meses, la organización de la Berlinale decidió ponerse al día en materia de igualdad entre hombres y mujeres. Desapareció la distinción entre Osos de Plata al Mejor Actor y Actriz, ahora nos quedamos con el reconocimiento a la Mejor Interpretación Principal y a la Mejor Interpretación Secundaria. El resultado de esta nueva configuración se saldó en el doble acierto de señalar las labores de Lilla Kizlinger y Maren Eggert (recordada por su papel en Estaba en casa, pero…), esta última coprotagonista de I’m Your Man, nuevo trabajo de Maria Schrader, cuyo triunfo no se entiende sin tener también en consideración a la pareja de baile de la actriz: Dan Stevens, sorprendente y políglota encarnación del hombre ideal. El papel de Stevens parece tan hecho a su medida que se podría pensar en una actuación mecánica, robótica, y al mismo tiempo humanizada por su química con Eggert.

La pandemia contagia al cine: Más allá del olvido de Koberidze, el palmarés de la 71ª Berlinale brilló por sus aciertos. El más rotundo fue el que se concretó con la concesión del Oso de Oro a Bad Luck Banging or Loony Porn, de Radu Jude, un film que no solo funciona como perfecta condensación de una de las filmografías más inquietas y provocadoras de la última ola del cine rumano, sino también como barómetro (de una precisión que en ocasiones asustaba) del punto en el que nos encontramos como sociedad. La Berlinale hizo suyo el don de la oportunidad, dejándose empapar por las circunstancias presentes. En el caso de Jude, vimos a sus personajes llevando mascarilla y respetando la distancia de seguridad, pero no solo lo hacían por miedo al coronavirus, sino también para tapar vergüenzas propias y ajenas, así como para evitar el contagio de un absurdo sentido de la culpabilidad, resultante este de ese todavía-más-absurdo sistema de valores y dobles morales que nos rige como colectivo. El cineasta nacido en Bucarest, un habitual en la cita berlinesa, se consagró tomándole el pulso a un presente desquiciado, cuya volatilidad responde a la mala sedimentación de los valores en los que dice verse reflejado.

La fantasía como síntoma de la realidad: Una de las constantes de la programación diseñada por el equipo de Carlo Chatrian fue la exploración de los límites entre realidad y fantasía. Este más-que-probable efecto secundario de un mundo cada vez más asentado en la irrealidad se manifestó, de formas muy dispares, en los nuevos trabajos de Ryûsuke Hamaguchi, Céline Sciamma, Alonso Ruizpalacios, Maria Schrader, Radu Jude o Alexandre Koberidze. Todas estas películas nos invitan a instalarnos en situaciones y escenarios nada extraordinarios, pero tarde o temprano, de manera más o menos brusca, se acaba manifestando la desconcertante y reveladora certeza de que lo extraordinario ha pasado a marcar nuestro día a día. Un zoom, una transición entre capítulos, un cambio en el formato narrativo, un salto temporal por corte de montaje… La realidad, o lo que considerábamos como tal, salta por los aires en un abrir y cerrar de ojos. Nos guste o no, la nueva y la vieja normalidad nos devuelven por igual el reflejo de quiénes somos como individuos y como sociedad.

Encuentros más allá de la Competición: La Berlinale siguió aportando argumentos de peso en su favor más allá de la Competición Oficial. La sección Encounters (la gran apuesta del certamen en la era post-Kosslick), pese a no rendir al espectacular nivel del año anterior, ofreció algunas de las mejores noticias de la constelación de títulos berlinesa. Una de ellas fue Rock Bottom Riser, primer largo a manos del artista experimental Fern Silva, una apabullante erupción de imágenes y sonidos en permanente celebración de la identidad hawaiana. El pasado, el presente y el futuro de este archipiélago del Océano Pacífico se funden aquí en una especie de río de lava diseñado para derretir nuestros sentidos, pero también para expandir los límites del espacio y del tiempo, requisito sine qua non para que la humanidad siga satisfaciendo su insaciable sed de descubrimiento. Otro ejemplo memorable llegó desde Argentina. Fue Azor, impecable debut en solitario de Andreas Fontana, quien además de dirigir escribió un guion que contó con la colaboración estelar de Mariano Llinás. La presencia de este colosal cineasta se nota delante y detrás de las cámaras, en un elegante y escalofriante relato sobre los implacables intereses del gran capital en esos convulsos territorios que no son más que el objeto de deseo que las democracias y las dictaduras se disputan en la misma subasta. Una especie de revisión de El corazón de las tinieblas, de Joseph Conrad, seguido desde la amenazante comodidad de unas élites podridas por la avaricia, por la falta de escrúpulos, por una decadencia que lo impregna a todo y a todos los que entran en contacto con ellas.

Lo que pudimos ver, y lo que no: Dentro del éxito en el que cabe enmarcar esta 71ª Berlinale, deben no obstante señalarse un par de manchas que marcaron igualmente la experiencia. La primera de ellas fue la imposibilidad de ver (dentro de las posibilidades que otorgaba la acreditación de prensa), los nuevos trabajos de, por ejemplo, Dominik Graf o Jim Cummings (el primero a Competición, el segundo en Encounters). Dos películas (y algunas más) que estaban ahí solo para algunos. Incluso en el contexto teóricamente democratizador del online, volvió a quedar patente el ADN elitista de los grandes festivales, las atávicas diferencias entre unos acreditados y los demás, entre los que pagaron el acceso al Market y los que no, entre los que disponían de los contactos necesarios y de los que carecían de ellos. Incluso en la nueva normalidad, seguimos notando los horrores de la antigua: distancias insalvables marcadas, para mayor agravante, con el acceso a algunas de las películas que bien podrían haber marcado el balance final del festival.

El virus del binge-watching: Otra decisión difícil de entender por parte de la organización fue la de permitir que la prensa acreditada pudiera ver las películas a una velocidad de reproducción dos, cuatro, incluso ocho veces más rápida de la normal. Esta modalidad de no-visionado, que tanta polémica y críticas han levantado después de que algunas plataformas de VOD la hayan dado por buena, confirma que, como apuntaba hace poco Martin Scorsese, lo que antes eran películas ahora no es más que contenido: una ingente cantidad de minutos y horas que se pueden devorar, engullir sin masticar. La gula a la que habitualmente invitan las inabarcables parrillas de cualquier gran festival fue potenciada por una manera de ver (no diré “mirar”) que para nada puede ni debe ser compatible con las labores de análisis que se presuponen en la prensa, y aún más en la crítica cinematográfica. Estremece pensar que una institución de la importancia de la Berlinale, cuya grandeza se debe en parte al mimo y cuidado con el que presuntamente trata al cine, se libre tan alegremente a uno de los principales males de nuestra era: ese frenesí absurdo, extenuante; esa velocidad a la que las películas, más que verse, se pasan de largo.

Fin de la 1ª parte: Todo lo explicado aquí pasó durante la primera “fase” de una Berlinale partida en dos mitades. En la primera (la que ya vivimos) se vieron casi todas las películas seleccionadas y se anunciaron los ganadores de cada concurso; en la segunda, en principio, se van a poder recuperar todos estos títulos en las salas de cine (berlinesas, se entiende), y entonces sí que se entregarán los premios. De los servidores virtuales y las vídeo-llamadas grupales pasaremos a las proyecciones en pantalla gigante y las galas de alfombra roja. El orden aquí puede ser importante. Antes, el ciclo de una película (con aspiraciones) empezaba en las salas de cine; ahora lo hace en las pantallas domésticas de periodistas, críticos, programadores… Hoy, la primicia de la nueva joya fílmica está en la pantalla del ordenador, en la “tele inteligente”, en una tablet o, por qué no, en el teléfono móvil. Resta por ver si este modelo de festival constará como un paréntesis ante una situación de excepcionalidad histórica o si, por el contrario, será visto como el primer capítulo de una nueva manera de vivir la experiencia festivalera, de presentar el cine que está por venir.