The Lobster nos sitúa en un hotel donde se ofrece a las personas solteras –apestadas por la sociedad– la posibilidad de encontrar pareja. Como suele ser la norma en el universo de Lanthimos, los emisarios del poder, que en este caso son más que nunca el brazo ejecutor de una distopía orwelliana, cuentan con la ayuda de sus víctimas: individuos sumidos en una suerte de hipnosis masoquista. Un abatimiento perfilado en la gestualidad abatida, anestesiada (a lo Bresson), de los clientes de un hotel/sanatorio/cárcel en el que no es posible inscribirse como “bisexual” ni tampoco masturbarse. Lanthimos disfruta poniendo a prueba las nulas habilidades sociales de sus buñuelianas criaturas, que deben apresurarse en su búsqueda de una pareja si no quieren ser “transformados” en animales salvajes. A la salida de la proyección del film en Cannes, varios compañeros comentarban que The Lobster parece una versión de autor de Los juegos del hambre. Sin embargo, es más cercana al extrañamiento de la majestuosa y turbadora De la guerre de Bertrand Bonello, a la que cabría sumarle unas dosis de humor a la Kaurismäki para completar el cuadro. Manu Yáñez

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