Carlos Reviriego (Toronto)

En el Festival de Toronto, el director alemán Werner Herzog se adentró en sus infiernos particulares por partida doble. Presentó una ficción, Salt and Fire, y un documental, titulado precisamente Into the Inferno. La primera es una fábula ecologista sobre una científica (Veronica Ferres) que es abducida por un hombre de negocios arrepentido (Michael Shannon), un visionario que ha entregado su sueño a la destrucción del planeta y ya no sabe cómo dar marcha atrás. El propio Herzog ha descrito su película, basada en una novela de Tom Bissel (¿será igual de inverosímil?), como “un sueño diurno que no responde a las leyes del cine”, y en verdad hay muy pocas reglas que Salt and Fire obedezca para su sana comprensión, de modo que acaba resultando en la propuesta menos atractiva, en ocasiones embarazosa, del autor de Fitzcarraldo en mucho tiempo.

El papel de Shannon es incluso menos defendible que el del parricida que interpretó en My Son, My Son, What Have Ye Done?, aquella colaboración de Herzog con Lynch o el modo en que dos universos creativos colisionaron. El papel de Ferres, una científica arrojada al desierto de sal de Bolivia con dos niños ciegos, tiene la peculiaridad de ser acaso la única heroína de una prolífica filmografía de aventureros más grandes que la propia vida. Dejaremos al incondicional herzoguiano que descubra esta película con sus ojos y trate de darle algún sentido, pues para este espectador no es más que la versión demente y desganada de un pésimo imitador del cineasta que una vez hizo El enigma de Gaspar Hauer, Stroszek y Aguirre, la cólera de Dios. Digamos que la incorruptible versión de Teniente corrupto que hizo con Nicolas Cage es una manifiesta obra maestra al lado de Salt and Fire. “No existe la realidad; solo percepciones de la realidad”, dice en un momento dado el personaje de Shannon, pero me temo que ni siquiera esa coartada intelectual puede salvar a la película de lo que es: un film que raya el ridículo y ensombrece una increíble filmografía, o, en el mejor de los casos, una extravagancia más que atesorar por sus incondicionales.

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Por su parte, la película de vulcanología Into the Inferno merece ocupar un lugar prominente entre las piezas documentales de Herzog, que para quien esto escribe siempre han destilado mayor hipnotismo que sus ficciones. De hecho, aquello de hipnótico que ostentan sus ficciones generalmente procede de sus registros documentales: el barco en la selva de Fitzcarraldo; el rostro enajenado de Aguirre; la presencia del maltratado Bruno S. en Stroszek. En todo caso, documental y ficción son a veces imposibles de discernir en aquello que nos cuenta Herzog. Pensemos en La Soufrière (1977), el corto con el que Herzog consolidó su demencia al adentrase con su cámara en la isla Guadalupe para filmar al único hombre que se había negado a abandonar su tierra tras ser evacuada por alto riesgo de que el volcán entrara en erupción. Pensemos en Encuentros en el fin del mundo, donde el bávaro también exploró los espectáculos geográficos como pretexto para retratar a seres al límite de la cordura, incluso de lo humano. Al resistente de Guadalupe lo encontró Herzog durmiendo plácidamente en las faldas del volcán. Into the Inferno es también un itineriario por los volcanes del mundo –Tailandia, Etiopía, Islandia…– en busca de personajes herzogianos.

Herzog hace el viaje en compañía del vulcanólogo Clive Oppenheimer, de la Universidad de Cambridge. Tal y como dice Herzog con su característica voz en off, lo que le interesa del fenómeno de los volcanes no son tanto las evidencias científicas, sino el modo en que “están conectados a un sistema de creencias”. Así, Oppenheimer entrevista al jefe del poblado Endu, en las islas Vanuatu del Pacífico, quien está convencido de que en el volcán de su isla descansan los espíritus de sus ancestros. Allí donde viaja la película, los volcanes son percibidos como una divinidad por los habitantes de sus alrededores, de ahí los rituales y formas de culto que históricamente existen alrededor de ellos, algunos ciertamente extravagantes, como la construcción de un espacio sagrado con forma de gallina desde el que vigilar la actividad del volcán. El modo en que el documental abisma nuestra mirada al magma incandescente –filma uno de los tres volcanes del mundo cuya lava en ebullición permanente se puede ver asomando la cabeza desde la cima– no está libre del espectáculo, pero el verdadero espectáculo de la película –como de todas las películas de Herzog– lo otorgan los inconcebibles y geniales personajes que retrata. Como dice un paleontólogo en el filme: “El ser humano es una especie muy interesante”.

Así va a parar Into the Inferno a un desierto de Etiopía donde se han encontrado las evidencias más antiguas de los primeros homínidos que poblaron el planeta, hace cien mil años. Se detiene sin prisa la película a capturar la apasionada, aunque monótona, actividad de los cazadores de fósiles, y el destino confabula para que el rodaje coincida con dos hallazgos extraordinarios: por un lado, los restos de un cráneo de un primer hombre pensante, por el otro, la aparición viva de uno de sus descendientes, el paleontólogo Tim D. White, un americano cómico, excéntrico, apasionado, una figura tan memorable como los más memorables personajes que han desfilado por la filmografía del autor de Grizzly Man. El último de los volcanes que visitamos es el que divide las dos Coreas, y entonces la película toma un rumbo realmente inesperado. El volcán Paektu está considerado una fuerza de energía armoniosa por el régimen de Kim Jong-un, quien en sus imágenes icónicas como líder de la nación casi siempre se retrata con el volcán al fondo.

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Debido a una colaboración puntual con vulcanólogos internacionales, a Herzog le es concedida la oportunidad de filmar en la impenetrable Corea del Norte. Into the Inferno se adentra entonces en otra suerte de infierno muy distinto al de los volcanes, el de un país cuya población zombi vive idílicamente en un país sin acceso a internet, sin móviles ni canales de información, expuestos permanentemente a la propaganda patriótica y la creencia de que su líder nació en el cielo y desplegó un arcoiris en el firmamento. Entre la ironía y la circunspección, pero sin perder el respecto a lo que narra –ese tono tan particular del cine de Herzog–, el bávaro desglosa las pesadillas del totalitarismo, el lavado de cerebro, la celebración colectiva de la patria. Ahí quedan las espectaculares puestas en escena de los grandes eventos deportivos, en los que el público participa creando un mosaico de representaciones coloridas a mayor gloria del régimen en las gradas de los estadios.

Cuentan las crónicas que en la tarjeta de visita que Jean Rouch entregaba se definía como “Ayudante de Investigaciones del Museo del Hombre”. Godard siempre pensó que esa era la mejor definición posible de un cineasta. Aunque Herzog detesta a Godard –una vez me dijo que le considera la mayor estafa artística del siglo XX–, estoy seguro de que compartiría esa idea con el director de Histoire(s) du Cinéma. Como si fuera un capítulo más de sus particulares “Historia(s) del Homo Sapiens”, Herzog vuelve a mostrar con Into the Inferno que el ser humano es una especie realmente digna de estudio.