Gonzalo de Pedro Amatria

Situado en la parte sur de Chile, la pequeña ciudad de Valdivia acoge desde hace veintitrés años un festival de cine que en sus últimas ediciones está desplazando poco a poco el centro de gravedad de cierto cine latinoamericano hacia la periferia, situando en un lugar tan alejado de cualquier centro (político, artístico, o económico) un espacio para pensar las tensiones del cine latinoamericano en su totalidad. Valdivia, que es de los pocos festivales que sitúan en su primera línea (la Competición Internacional) las películas más frágiles, reservando los grandes nombres para las secciones homenaje o paralelas, demostrando así su firme defensa de un cine fuera del radar homogenizador, es también un festival preocupado por encontrar y defender un cine latinoamericano realizado fuera de los sistemas de producción, y no necesariamente, o no siempre, legitimado por los festivales y las agendas de intereses europeas. Al mismo tiempo, y como casi cualquier otro festival, no deja de relacionarse, aunque sea de forma problemática o refutadora, con los sistemas de poder de los grandes festivales del norte –con su capacidad para crear y marcar tendencia, artística y política–.

Así, la programación valdiviana se convierte en un lugar perfecto para entender qué ocurre en un cine latinoamericano cada vez más atravesado, aunque sea de forma subterránea, por las preguntas sobre su propia definición, su relación conflictiva con los fondos internacionales de producción y legitimación, y la omnipresente sombra de la pornomiseria o sus derivaciones contemporáneas, como esa escuela de la sordidez, enunciada por el crítico Roger Koza, que aparecen de forma recurrente en cualquier debate o cualquier decisión de programación en relación al cine latinoamericano. ¿Qué es, si acaso existe, el cine latinoamericano, y cómo ha de relacionarse con su propia identidad, con su historia, y con el circuito de legitimación que pasa, parece que de forma obligada, por la mirada y el dinero eurocéntrico?

Presentada en Locarno, en la competición Cineastas del Presente, la película del argentino Eduardo “Teddy” Williams, El auge del humano, es un buen punto de partida para preguntarse justamente por la definición, cada vez más difusa, de cine latinoamericano: la película de Williams, que está afincado en París, es una coproducción entre Argentina, Brasil y Portugal, rodada a su vez en Argentina, Mozambique y Filipinas, y que lleva en su seno la idea de la deslocalización. La película, retrato de un mundo globalizado en el que las pantallas se multiplican y superponen hasta mezclarse, presenta el mundo contemporáneo como un magma de imágenes en el que los movimientos humanos se repiten de forma mecánica y mimética, en un enorme juego de espejos, independientemente del país en el que se desarrolle.

Rodada como una suerte de viaje imposible a lo largo del planeta, y organizada en tres partes que resuenan entre ellas y trabajan con acciones similares, cada una de las partes está conectada, de forma real-virtual con las otras por agujeros en el espacio-tiempo como pantallas, o túneles subterráneos que conectan tiempos, gentes y acciones remotas, y que, sin embargo, se parecen y repiten. Pocas películas como El auge del humano retratan mejor esa condición líquida de cierta contemporaneidad, con cuerpos flotantes, moviéndose entre la penumbra, navegando entre pantallas y representaciones, saltando de pantallas y realidad con la facilidad que los videojuegos, por ejemplo, permiten pasar de un mundo a otro de forma natural, sin rupturas, sin transiciones, sin más lógica narrativa que la del propio movimiento.

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Viajes y gestos

El gesto cinematográfico, en su dimensión formal más experimentadora, atravesaba varias de las películas presentadas en la competencia oficial, especialmente la opera prima del mexicano Pablo Escoto, Ruinas tu reino, una película que se sustenta de forma inusualmente arriesgada sobre su propio estatus de apuesta y riesgo. O dicho de otro modo, que camina de forma evidente por el abismo, en un intento de refutarse a sí misma como propuesta visual, sonora e histórica. Filmada en su mayor parte en un muy pequeño barco de pescadores en el Golfo de México, en el que Pablo y su equipo convivieron de forma muy estrecha con la tripulación, la película está rodada en gran parte de forma aleatoria, sin un plan predefinido, y todos y ninguno de los miembros del equipo asumían directamente una función en concreto, intercambiando los papeles, y proponiendo cada uno de ellos un acercamiento distinto en función del instante. Esa colección de momentos errados, confusos, de intención desconocida, terminaron por encontrar su sentido en la sala de montaje, conformando una suerte de viaje sensorial que es al mismo tiempo una relectura muy hermética de la propia historia mítica de México, que se basa en la leyenda de una civilización que abandonó su ciudad originaria, Aztlán, para ir en busca de una ciudad simétrica, y también rodeada de agua, en la que fundarse de nuevo.

Esa idea de viaje y refundación organiza de forma visual y sonora la propia película, que es en sí misma un viaje y una refundación, una relectura del propio cine y sus herramientas: imagen, sonido y palabra, que aparecen trabajados aquí de forma voluntariamente caótica y marginal, en una mezcla de pasajes puramente texuales con otros más sonoros, ruidistas, o visuales. Ruinas tu reino, que es a todas luces una película imperfecta (pero, ¿quién quiere películas perfectas?) apunta alto en su intento de cuestionarse a sí misma como lectura histórica, como reescritura política, y revela, al menos, y no es poco, un cineasta dispuesto a reinventarse a sí mismo, a buscar la forma adecuada para cada película en estrecha relación con los espacios y las gentes, y a buscar un camino que le lleve, quizás, a ese ciudad simétrica en la que encontrar un nuevo cine.

“¡Esto no es Ecuador!”, dice Alexandra Cuesta, cineasta ecuatoriana afincada en Estados Unidos, que gritó un espectador airado al terminar el estreno de su película Territorio en la última edición del BAFICI, en Buenos Aires. Y lo que este espectador interpretó como una crítica, un ataque, es sin pretenderlo, la mejor definición de Territorio, una película de apariencia observacional con la que Cuesta recorre su propio país, que abandonó hace muchos años para ir a estudiar a Estados Unidos, tratando de reencontrarse con él y conocerlo de nuevo, o conocerlo por primera vez. Alumna de CalArts, la escuela de artes visuales en la que son profesores destacados, por ejemplo, James Benning o Thom Andersen, Cuesta plantea un viaje por todo el país siguiendo la estela imaginaria del libro Ecuador, escrito en 1929 por el poeta vanguardista Henri Michaux. Como el libro, la película asume una estructura episódica, fragmentaria, anti-narrativa, nada didáctica, y revela en todo momento su condición de mirada extraña: es imposible volver a casa una vez que te has marchado, decía Jonas Mekas en otra película proyectada en el festival, y Territorio es un buen ejemplo de eso.

Lo que la cámara de Cuesta retrata, generalmente en planos fijos que caminan entre la performance y lo documental, es su propia distancia con lo filmado y la relación de extrañeza, tensión y poder entre lo y los filmados y quien está tras la cámara. “Esto no es Ecuador”, sino la mirada que Cuesta proyecta sobre un país del que quizás le alejan más cosas de las que le unen, y a su vez, la mirada que los propios ecuatorianos arrojan sobre esa extraña que se acerca con una cámara a filmar sus vidas. Que en uno de los primeros planos de la película, un niño irrumpa en el encuadre para mirar fijamente al objetivo, ergo, a la cineasta, y por extensión al espectador, da buena cuenta de que el proyecto de Cuesta no es la mera observación, falsamente objetiva, sino un diálogo tenso entre ella, su cámara, y las gentes, con la memoria del país como trasfondo.

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Teoría de cuerdas

Jurado de la competición latinoamericana de cortometrajes, la actriz María Alché –en la memoria de todos, la perturbadora protagonista de La niña santa de Lucrecia Martel– presentó en una sesión especial su trabajo como realizadora. En sus cinco cortometrajes realizados hasta el momento, Alché retrata algo parecido a un mundo como el nuestro, en el que pequeños deslizamientos, apenas imperceptibles, en la corteza de lo real, dan acceso a dimensiones paralelas, mundos contiguos y posibles, que según la Teoría de cuerdas, funcionan de manera paralela al nuestro. Si todos sus cortometrajes, que ella presentó como ensayos en busca de una forma definitiva, trabajan de forma poco ortodoxa con los géneros, para estirarlos, deformarlos, y desmontarlos, siempre con una fina capa de humor y autoironía, tres de ellos sobresalen por encima de los demás: Noelia (2012) es un trabajo entre lo documental, lo performativo y lo ficcional, en el que una chica joven aborda a mujeres diversas en situaciones distintas como si fueran una sola, su propia madre. Trabajo sobre la identidad fragmentaria y siempre en cambio, revela una inteligencia dramática que va más allá de la pura anécdota y tiene que ver con cierta inestabilidad del yo contemporáneo.

Gulliver (2014), estrenado en el Festival de Locarno, es un retrato aparentemente cotidiano de una familia numerosa, que acaba por incorporar a un nuevo miembro de la familia tras una noche de fiesta y pequeños agujeros espacio-temporales. Gulliver arranca con un retrato del núcleo familiar, en la estela de mucho (buen) cine argentino, que trabaja sobre la familia como núcleo y al mismo tiempo que origen de todo lo disfuncional, pero se desliza de forma casi imperceptible hacia un terreno cercano a lo fantástico: como si la fiesta nocturna fuera una puerta, una grieta entre dimensiones, el cortometraje cambia sin que apenas lo notemos, y todo cobra un aspecto distinto y extrañamente similar al mismo tiempo. Por último, Sings of a Struggle, presentado como work in progress a falta de la mezcla final de sonido –que Alché está trabajando con un músico matemático a partir de la generación de diálogos casi azarosos–, es el retrato en plano fijo de una relación mantenida a distancia, a través de una conversación de Whatsapp. En Sings of a Struggle, Alché trabaja sobre la superposición de tiempos y espacios que el mundo digital ha terminado por precipitar como nunca se hubiera soñado, y esas relaciones que se mantienen en la distancia, tan lejos, tan cerca.