La proyección de cualquier película de Hélène Cattet y Bruno Forzani en la gran pantalla es el equivalente a asistir a un espectáculo pirotécnico. Su filmografía se compone de orgías de luces y colores, donde la sangre (siempre presente en sus neo-giallos) deja de ser roja, y los primerísimos planos de labios, ojos y cabellos se convierten en bombas que estallan en nuestra retina al tintarse de azul, verde, morado o dorado. En su tercera película, estrenada en el Festival de Locarno, los directores de Amer, adaptan una novela de culto de Jean-Patrick Manchette. Tras haber dado un golpe maestro, llevándose un botín de una veintena de lingotes de oro, una banda de ladrones se instala en un fuerte regido por una especie de sacerdotisa maléfica que les somete a toda clase de ritos sexuales. Sin embargo, la vida paradisíaca en la ciudadela devendrá la peor de sus pesadillas por culpa de unos intrusos. Los cacos, siempre en alerta, abrirán fuego durante hora y media de metraje. Así, el primer neo-western de Cattet y Forzani funciona como una especie de duelo de pistoleros à la Sergio Leone que jamás termina. Carlota Moseguí

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