Víctor Esquirol (Pamplona, Festival Punto de Vista)

Comencé mi incursión en Punto de Vista 2018 –certamen que este año estrena directora artística, Garbiñe Ortega– con un tríptico de comportamiento fractal, conformado por tres (más un) mediometrajes que poco tienen que ver los unos con los otros, más allá de recordarnos, cada uno a su manera, el placer de la observación, calmada o tocada por el frenesí. En lo primero destaca especialmente O peixe de Jonathas de Andrade, presentado en la Sección Oficial del certamen pamplonés. El director brasileño nos lleva a la región de Pernambuco y nos sumerge en una serie de parajes donde lo fluvial choca contra lo marítimo. Por esas aguas aparentemente calmadas, navegan embarcaciones largas y estrechas, productos de una evolución técnica que ha dejado el espacio justo para un ocupante (humano) y las capturas que le proporcione su destreza.

El pez cae en las redes del pescador, convirtiéndose así en pescado. Una transformación violenta; terrible, tratada aquí con una sensibilidad que desarma. Resulta que la decena de protagonistas de esta película siguen un ritual que va más allá de la liturgia artesanal que rige su oficio. De Andrade se toma todo el tiempo que cree conveniente para plasmar procesos en apariencia tan simples como en realidad complejos: desde deslizar elegantemente una embarcación a través de la vegetación desbordante de un río, hasta preparar, lanzar y recoger las redes. Instrumentos imprescindibles no para pescar (mucho menos cazar), sino para conseguir un sustento que es tratado como tal. De repente, los pescadores, jóvenes y ancianos, agarran al animal como si les fuera la vida en ello. Lo sostienen en brazos como si fuera su propio hijo, en una escena tan esencialmente macabra como rebosante de vida. Uno la pierde; el otro la toma. De forma respetuosa, incluso sentida.

La cámara se empapa, muy discretamente, de tamaña emoción. Con sigilo y sin hacer ruido, capta la(s) escena(s) permitiendo que ésta(s) hablen por sí sola(s). En la repetición de esta impactante imagen, Jonathas de Andrade halla un equilibrio difícil de expresar en palabras. Cuando el ambiente se hace irrespirable, corta y muestra una toma paisajística de alto valor pictórico. En ella, vemos al hombre luchando por no ser absorbido por una naturaleza de corte amazónico. El entorno como amenaza y salvación a la vez. El ciclo de la vida explicado a lo largo de poco más de veinte minutos, y de forma exclusiva y orgullosamente cinematográfica. Desde el primerísimo primer plano al general, no hay detalle que se escape en este ejercicio al borde del realismo mágico. Los ojos ven a un cuerpo hercúleo abrazando a otro en agonía. Acompañándolo, incluso consolándolo en ese último trámite, etapa intermedia, a fin de cuentas, de ese movimiento mayor que nunca cesa. Mientras, las orejas captan el silencio atronador de la jungla, sólo roto por una respiración que ya no se sabe si proviene de pulmones o de branquias.

Con Beyond the One, presentada en la Sección Oficial, en ocasiones, también cuesta tomar aire. La directora Anna Marziano firma un intenso ensayo-collage de una hora de metraje en el que se propone reflexionar sobre el propio concepto del amor. Ni más ni menos. Lo hace pidiendo ayuda a gente de Francia, India, Alemania, Italia o Bélgica. Diversidad de naciones y culturas que dan forma a una obra heterogénea que se deja contagiar por el tono y la caligrafía de cada diario personal leído. La película es pues una invocación de historias y reflexiones, emparejadas con imágenes impredecibles (en color, en blanco y negro, con siluetas desdobladas…) que aunque a veces no parecen corresponderse con el texto, en realidad no hacen más que reforzar las tesis de la autora. Por ejemplo, un hombre de avanzada edad habla de las frustraciones vividas antaño con su pareja sentimental mientras nosotros, espectadores, vemos a Peter Coyote riñiendo con Emmanuelle Seigner en Lunas de hiel de Roman Polanski.

Pese a los aparentes desfases, todo en el film apunta a la significación. Marziano da buena cuenta de ello mediante un concepto visual al que recurre constantemente para pasar de un testigo al siguiente: un bosque filmado desde un tren en marcha. La alta velocidad del vehículo al que está montado la cámara hace que los árboles y sus hojas se difuminen en un todo irreconocible, un caos óptico en el que, no obstante, logran inmiscuirse imágenes estáticas, recordatorios de un pasado a años luz de distancia, que no se movía tan veloz, y que quizás por esto estaba fundamentado en pilares inamovibles. Véase la familia, ese molde, esa imposición. A través de la disociación audiovisual, la cineasta italiana se aproxima al individuo que, por amor (o eso le han dicho), se ve forzado a trascenderse, o si se prefiere, a ver más allá de su hocico.

Por último, Lisa Marr y Paolo Davanzo presentaron, en una Sesión Especial, el proyecto The Sound We See. No en calidad de directores, sino más bien de coordinadores (o, por qué no, de animadores) de jóvenes cineastas invitados a contarnos, siempre a través de una cámara, qué significa vivir en una determinada ciudad. La sinestesia a la que aduce el título de la propuesta se traduce en una sinfonía de imágenes, testigos todas ellas de vivencias sólo localizables en unas coordenadas muy concretas. En el caso que ahora nos concierne, Los Angeles primero; Ciudad de México después.

Si el planteamiento podía encender ciertas alarmas, los primeros fotogramas de la sesión se encargan de confirmar las sospechas. En su declarada búsqueda de un lenguaje propio, ajeno al teatro o la literatura, Marr y Davanzo resucitan el espíritu del “hombre de la cámara”. Los postulados vanguardistas de Dziga Vertov vuelven bien entrado el siglo XXI, casi un siglo después de aquel primer estallido soviético, cuando el grano se ha fundido con el pixel, y lo que antes era transgresor puede haber sido devorado por el mainstream. Directores como Kevin Macdonald o Isabel Coixet han probado suerte con la fórmula In a Day, confirmando que, para bien o para mal, parte del futuro del séptimo arte reside en los canales de YouTube. Conscientes de ello, los impulsores de The Sound We See conceden a sus pupilos una libertad de movimientos casi absoluta. El pacto de base es que cada uno de ellos filme sesenta minutos, en una franja horaria establecida. Una vez alcanzado este primer objetivo, cada integrante debe reducir el metraje a un solo minuto, para que así, juntándolo con el de sus camaradas, ofrezca un conjunto de pinceladas para ver el mundo a través de muchos ojos.

A partir de aquí, cada uno es libre de poner la cámara dónde quiera, y delante de quién quiera, y recurrir a los trucos (manuales) que más crea convenientes. El resultado, tanto para la ciudad estadounidense como para la mexicana, es asombroso, y sin duda esperanzador. En el primer escenario tenemos un ejercicio que tapa su falta de riesgo real con un dinamismo contagioso, como una composición de jazz en la que los instrumentos combinan a la perfección sus respectivos monólogos. Después, en la nación azteca, se nos brinda la proyección de una proyección en la que no se respeta ni el marco de la pantalla, y en lo que se descubre como un viaje lisérgico siempre a punto de provocar el ataque epiléptico. Una tempestad de visiones y ruidos que, en última instancia, abogan por el mejor cine social: aquel que, disolviendo al individuo, eleva (a los altares) el colectivo.