Chuck Stephens

El presente artículo apareció publicado originalmente en el número de Marzo-Abril del año 2000 de la revista Film Comment. Se reproduce aquí con el permiso de Film Comment, Film at Lincoln Center y su autor. Aquí se puede leer la versión original, en inglés, del artículo.

Monte Hellman hace westerns. Los ha hecho una y otra vez. Los ha hecho en Utah y en Europa; con caballos y con bólidos. Los ha hecho con Sam Peckinpah y con Samuel Beckett. Cuenta la leyenda que, durante seis semanas, en el verano de 1966, se adentró en el desierto con un pequeño equipo de filmación y algo del dinero de Roger Corman y filmó dos. En principio, no se proponían ser psicodélicos, pero aquellos westerns –El tiroteo (The Shooting, 1966) y A través del huracán (Ride in the Whirlwind, 1965)– le arrancaron la cabellera al género, reposicionaron las plantas rodadoras y dejaron sólo lo esencial. Desnudaron un género que ya había sido disecado, acicalado y calcinado un centenar de veces; lo desnudaron y lo levantaron de sus cenizas, lo reconstruyeron a conciencia, apuntando hacia la modernidad, pero también hacia lo primitivo, de tal manera que su nueva senda se convirtiera en un bucle. Así, cada jinete solitario podría llegar a cualquier recodo solitario y encontrarse allí consigo mismo.

Desdoblarse, volver sobre los propios pasos, ver doble, dos al mismo tiempo: para Hellman y sus colegas era tanto una manera de hacer negocios como un modo de invocar un sentido. Jack Nicholson coprodujo y apareció en aquellos dos westerns; también escribió uno de ellos. Ese era el negocio. Warren Oates blande su estrella en El tiroteo… dos veces, de hecho: las dos caras de alguien llamado “Coin” (moneda). Ese era el sentido; girar una esquina y encontrarse con uno mismo.

Aquello formaba parte de una tradición que Hellman parecía obligado a respetar. En 1956, Roger Corman fue a Hawai y dirigió dos películas de forma consecutiva, She Gods of Shark Reef (1958) y Naked Paradise (1957), más tarde retitulada Thunder Over Hawai. (Filmó seis títulos más aquel mismo año). En 1960, Corman fue a Puerto Rico, dirigió dos películas, La última mujer sobre la Tierra (The Last Woman on Earth, 1960) y The Crature from the Haunted Sea (1961), y produjo una tercera, Battle of Blood Island (Joel Rapp, 1960), en cuestión de cinco semanas. Ese mismo año, Corman fue a Dakota del Sur, dirigió Ski Troop Attack (utilizando a equipos locales de ski de los institutos de Deadwood y Lead: “¡Ellos tiñeron de rojo un infierno blanco con la sangre del enemigo!”), y produjo una actualización libre de Naked Paradise titulada La bestia de la cueva maldita (Beast from Hounted Cave, 1959). Para esta última película, Corman confió en un director debutante llamado Monte Hellman.

Hellman (nacido Himmelbaum en 1932) pasó gran parte de los primeros años sesenta como uno de los moradores de los márgenes intelectuales de Hollywood, apareciendo esporádicamente en las clases de interpretación de Jeff Corey (donde conoció a Jack Nicholson) e invirtiendo sus estudios de dramaturgia de la Universidad de Stanford en un trabajo de 55 dólares semanales limpiando los almacenes de la cadena televisiva ABC. Ocasionalmente, Hellman aceptaba algún pequeño encargo de Corman, como el rodaje de escenas adicionales de La última mujer sobre la Tierra y El terror (The Terror, 1963).

Era una época de precariedad. Como recordaría Corman tiempo después: “Mucha gente ve estas películas hoy y me pregunta si estaba siendo existencialista. No. Básicamente, era consciente de que tenía problemas. Rodaba casi sin dinero y con todavía menos tiempo”. “¿Cómo entré en contacto con Roger Corman?”, se preguntaba Hellman en una entrevista posterior. “Bueno, Roger perdió los 500 dólares que había invertido en una versión teatral que hice de Esperando a Godot, de Samuel Beckett, así que pensé que debía compensarle dirigiendo algunas películas para él. Llegado a un punto, hicimos algunos westerns, lo que cerraba el círculo para nosotros, porque yo había escenificado Godot como un western. Pozzo era un ranchero tejano y Luchy un indio. Veo muchas cosas como si fueran círculos y bucles. Parece que, en gran medida, en eso consiste la empresa humana”.

En su momento, sin embargo, el círculo existencialista debía parecer algo menos definido; menos parecido a un lazo y más similar a un hula hoop. Estrenada como el complemento de una doble sesión protagonizada por La mujer avispa (The Wasp Woman, 1959), Beast from Haunted Cave (1959) –en la que un arácnido gigantesco, cutre y cubista abducía a mujeres en respuesta a una necesidad de origen biológico– era, según comenta Hellman a aquellos interesados, su versión de Cayo Largo (Key Largo, John Huston, 1948)… “pero con un monstruo”.

Hellman lo ha intentado todo, dos veces. En 1991, apareció un artículo en The Village Voice anticipando –quizás en el lento y parsimonioso despertar de la extraña y distanciada La iguana (Iguana, 1988)– un supuesto renacimiento de Hellman. El texto llevaba por título “Empezando una y otra vez”, y el director explicaba al autor: “Incluso si crees en el determinismo, lo que estás viviendo es una vida existencialista. Se es un existencialista lo sepa uno o no”.

Hellman fue uno de los cineastas más serios de su generación. Escribió guiones con Jack Nicholson años antes de que nadie conociera el nombre del actor, obtuvo tres de las mejores interpretaciones de Warren Oates y dirigió una de las pocas películas americanas sobre coches y conductores que realmente importan: Carretera asfaltada en dos direcciones (Two Lane Blacktop, 1971).

Pero hay otras cosas que también importan; como los errores y los retrasos, los fallos de cálculo y las irrupciones de lo ur-racional. Hellman dirigió al pistolero-espagueti Fabio Testi haciendo el amor a Jenny Agutter bajo una cascada; al Stuart Whitman de Guyana: El crimen del siglo (Guyana: Cult of the Damned, René Cardona Jr., 1979) en una pelea de chopsocky con el Ti Lung de A Better Tomorrow (John Woo, 1986), y también firmó la película del Santa Claus asesino: Posesión alucinante (Silent Night, Deadly Night 3: Better Watch Out!, 1989).

No ha terminado una película desde 1988.

“El tiroteo”

Rodeando las carretas

La primera imagen de El tiroteo es un plano de un caballo –en realidad es un contraplano–. Es 1966 y todavía quedan ocho años para la llegada de Lancelot du Lac (Robert Bresson, 1974), pero el círculo ya empieza a perfilarse: “Observad con detenimiento Lancelot… y El barón rojo (Von Richthofen and Brown, 1971), de Roger Corman”, escribió Chris Marker. “Explican la misma historia”.

Willet Gashade (Warren Oates), un antiguo caza-recompensas, regresa a su campamento seguido por alguien. No se lo pone difícil, va dejando un rastro. En el campamento, espera su colega Coley (Will Hutchins) con malas noticias: Leland Drum, otro compañero, ha sido asesinado a tiros, y Coin, la cuarta rueda del grupo, ha partido a caballo hacia el desierto. (A lo largo del film, una cuarta figura irá sumándose y sustrayéndose de las “fiestas de tres”). Según Coley, Drum y Coin, en ausencia de Gashade, se adentraron en el “pueblo” y participaron en un incidente: alguien “arroyó a un hombre y a una persona pequeña, quizás un niño”. A su regreso al campamento, Drum y Coin tuvieron una disputa y Coin decidió marchar. Más tarde, sentados en el fuego, en la oscuridad nocturna, Drum recibió un disparo de parte de un atacante invisible que le destrozó la cabeza.

Gashade admite estar “muy intranquilo” por culpa del relato; entonces mira al viento y anuncia, “algo viene hacia aquí”. Resuena un disparo, un cuervo grazna desde el cielo, una señal mortuoria; Coley se escabulle al estilo Kabuki a través del encuadre, espolvoreando su rostro y pisadas con harina blanca de un saco ondeante –un efecto escénico que sólo los confundidos acólitos de Godot o la plebe adepta a las canciones de marineros de Thomas Pynchon podrían ejecutar tan alegre y despreocupadamente–.

En la cuesta que rodea el campamento, aparece una figura: “¡Es una mujer!”. Quizás su nombre es Destiny (lo era en Flight to Fury, 1964), nunca lo sabremos. Para nosotros, ella es Millie Perkins moteada de lodo, en algún momento pasado la encarnación de Ana Frank, ahora tan retorcida y venal que podría ser la Kim Darby adolescente de Valor de ley (True Grit, Henry Hathaway, 1969) crecida y convertida en una dominatrix de Dodge City. Ella tiene una propuesta: mil dólares por que le muestren el camino a Kingsley, a través del desierto, en la dirección tomada por Coin.

Y así parten los tres: Coley perdidamente enamorado de la Mujer, que persiste en su actitud desdeñosa, mientras Gashade observa y calcula, muy intranquilo, seguro de que el final del camino no será grato. Cada cierto tiempo, se traza una línea, se disparan tiros hacia la vasta nada y se intercambian impresiones: “No le veo sentido a esto”, exclama Gashade. “No lo hay”, explica la Mujer.

Y eso es todo, más o menos, excepto por Jack Nicholson. Enfundado en un conjunto de cuero –chaleco, ataduras y guantes para montar– demasiado ceñido para un pequeño toreador, y presentado con un primer plano de sus ojos redondos y brillantes a lo Karen Black –un plano tan enfocado al shock que podría haber funcionado en un cómic de Jack Kirby–, ahí está Nicholson, el pistolero, un relampagueante Billy Spears. “Voy a volarte la cara”, le dice a Coley, a modo de saludo. ¿Es el amante de la mujer? Nadie parece saberlo.

Al final, todo el mundo persigue a todo el mundo, se producen múltiples cara a cara y se pierden rostros, o se encuentran otros nuevos. Se utilizan máscaras –harina blanca, hollín del sendero, carne pulposa– o se quitan, revelando facciones que se parecen a otras que hemos visto antes. Billy Spears comparte la mutilación que Jimmy Stewart sufrió en El hombre de Laramie (The Man from Laramie, Anthony Mann, 1955), y Gashade encuentra a Coin, se encuentra a sí mismo, asiste a la ralentización del tiempo, de la película, a la fusión de todas las cosas hasta que se perfila el sentido: que no es otra cosa que la ausencia del mismo.

Carole Eastman escribió El tiroteo bajo el nombre de Adrien Joice –como haría en Mi vida es mi vida (Five Easy Pieces, Bob Rafleson, 1970)–, y reclamaba que el clímax del film era absolutamente contemporáneo: El tiroteo era el primer western Zapruder-izado, cuántico –la convulsa violencia al final del sendero era analizada hasta su atomización, escudriñada hasta su descomposición; todo el significado se iba desangrando mientras el polvo seguía volando y dando círculos—. Sólo Nicholson permanece en pie, el último dandy, terriblemente herido, tambaleándose hacia el sol o hacia las lámparas de la fama. Todavía era 1966.

En El tiroteo, el guion era “la estrella”, tallado y libre de corteza, resbaladizo como el jabón, ningún significado permitido, ninguna alegoría se quedaba sin ser susurrada. Los nombres van cargados de presagios: “Willet Gashade” es un apodo con el que podría haber soñado Nabokov, con una parte apuntando hacia la determinación nietzscheana (“will” significa voluntad) y la otra sumergida en los elementos, donde la luz del sol o los vapores del Infierno podrían perforar agujeros sobre una sombra balsámica (“gas” y “shade” como gas y sombra). Oates encarna el personaje de puertas afuera, con aserciones medio sazonadas y un empuje frontal, estancado en una niebla desconcertante, lo que hace de su interpretación algo indeleble. Oates siempre parece intuir las borrascas antes de su formación, pero nunca consigue conferir a sus presagios suficiente sentido como para refugiarse antes de la llegada de la lluvia. A su personaje le pagan para que lea señales y siga senderos, pero como le dice a alguien en otro western de Hellman, “deberías ver lo que estoy recogiendo en la carretera: una fantasía tras otra”.

Tres días después de terminar El tiroteo, el mismo reparto (excepto Oates y con Cameron Mitchell) y el mismo equipo técnico volvían a la carga. Esta vez, Nicholson era el guionista y la estrella. A través del huracán nació del recuerdo de Banditi a Orgosolo (1961), de Vittorio De Setta, y se alimentó de los chismes fronterizos que Nicholson gorroneó de una colección de diarios de vaqueros escrita cien años antes, titulada Bandits of the Plains. La película es un western fronterizo con un aroma envejecido y una complicación al final; Nicholson defendía que todo se remontaba a El mito de Sísifo, de Camus.

Los diálogos son tan simples y específicos, tan naturalizados y arcaicos como el predicamento del filme: tres vaqueros inocentes acampan inadvertidamente al lado del campamento de un grupo de asesinos asaltadores de caravanas. Por la mañana, llega una patrulla de vigilancia. Se incendia una chabola; frutos humanos cuelgan de un árbol. Uno de los vaqueros y todos los bandidos son asesinados en el asedio; los otros dos, Nicholson y Mitchell, escapan para salvar sus vidas. Por el camino, hay tiempo para cubrir el expediente: tiempo para una aparición de Millie Perkins, un sketch extendido sobre el modo que tienen los hombres de confundir abducción y seducción; tiempo para carbuncos y martingalas. Tiempo suficiente para que un hombre llamado Adam se caiga sobre su cuchillo.

El tiroteo fue la primera película que Hellman hizo junto a Warren Oates. “Warren era un poeta”, recuerda Hellman, “pero no lo supe hasta que murió”. A través del huracán fue el último de los cuatro filmes que Hellman hizo con Jack Nicholson. “El resultado”, tomando prestado lo que Phil Hardy escribiría años más tarde a propósito de Mi vida es mi vida, “es menos una historia y más una colección de incidentes y estudios de personaje. Todos ellos se alimentan mutuamente y extienden nuestra comprensión del método de supervivencia de Nicholson: la huida”. Todavía era 1966.

“Back Door to Hell”.

Huida

En 1964, Hellman y Nicholson fueron a las Filipinas por unas semanas y, siguiendo el método Corman, rodaron Back Door to Hell (1964) y Flight to Fury (1964); Nicholson escribió la segunda y coprotagonizó ambas.

Asesinato, resignación ante una muerte inminente, nihilismo histérico –todo esto y Beaver Falls, Idaho–; eso es lo que ofrecen Back Door to Hell y Flight to Fury, y sólo me estoy refiriendo a las encarnaciones de Nicholson. En la primera, filmada con anterioridad, es un soldado raso en una misión sin salida. El personaje se debate entre bromas bélicas al estilo EC Comics (se refiere a su compañero como “Sargento Sangre” y “Sargento Coraje”) y la posibilidad de observar una habitación llena de desagradables bar girls filipinas y admitir: “Ni siquiera sé si tengo ganas de sentir algo”.

En Flight to Fury, Nicholson es un psicópata que camina por el infierno —los casinos de Macao, los restos de un avión, un grupo de bandidos violadores y asesinos— sobre un par de zapatos de piel de ciervo progresivamente más roñosos y una sonrisa calavérica. El joven actor confeccionó su personaje como una parodia de su anterior trabajo, The Cry-Baby Killer (Jus Addiss, 1958), literalmente, “el asesino llorica”. “Que nadie se atreva a ponerme un mote”, afirmaría luego Nicholson en A través del huracán.

Flight to Fury arranca con la espalda de un hombre que tira de un carro; el enjuto y nervudo individuo corriendo y caminando, caminando y corriendo como Sísifo, o como el conductor de carros de La casa de citas, de Alain Robbe-Grillet –una novela ambientada en una casa de citas de Hong Kong que Hellman planeó llevar al cine durante largo tiempo, pero que nunca consiguió filmar… del todo–.

“¿Sabes algo sobre la muerte?”, le pregunta Nicholson a la chica que se sienta a su lado en el avión, minutos antes de su fallecimiento. “Es una cuestión de puntuación… eso es todo. Te concentras en la puntuación y olvidas la frase”, le contesta ella. Más tarde, Hellman describiría Flight to Fury como su versión de La burla del diablo (Beat the Devil, John Huston, 1953). Por su parte. Back Door to Hell se estrenó como acompañamiento a Canción de cuna para un cadáver (Hush… Hush, Sweet Charlotte, Robert Aldrich, 1964) y fue filmada en cooperación con el Departamento de Defensa Nacional de las Filipinas. Ambas películas terminaban entumecidas en el agua.

Cuando regresaron de Filipinas, Hellman recuerda: “Nicholson y yo estábamos listos para empezar una película para Corman llamada Epitaph, que Jack estaba escribiendo. Jack y Millie Perkins iban a protagonizarla; el personaje de Jack era un joven actor y la historia trataba sobre el intento de conseguir dinero para un aborto –un tema completamente tabú en aquella época–. El plan era utilizar metraje de varias series de televisión y películas en las que Nicholson había participado. Corman aceptó financiar el proyecto, pero cuando regresamos de Filipinas había cambiado de opinión, el tema del aborto le parecía ‘demasiado europeo’”. “¿Pero y qué me decís del western?”, les preguntó Corman. “¿Y si filmamos dos?”.

Una carretera es una carretera es una carretera

En 1971, Monte Hellman hizo sólo una película: un western titulado Carretera asfaltada en dos direcciones. Hay un caballo ahí, en alguna parte. Los “Sesenta” habían terminado y, viendo la película, se hace difícil imaginar que Hellman, que tenía 39 años por aquel entonces, hubiese llevado alguna vez una flor en el pelo.

Carretera asfaltada en dos direcciones tiene como protagonistas a Warren Oates y Laurie Bird, junto al cantautor James Taylor y el batería de los Beach Boys Dennis Wilson. Hay aficionados de ambas películas que insisten en que el lacio y desgarbado temperamento corporal de El diablo probablemente (Le diable probablement, 1977), de Robert Bresson, tiene su origen en Carretera… Nada de flores, sólo pelo.

“¿No seréis todos hippies, no?”, quiere saber Alan Vint. “No señor”, le dice Oates, “estos son chicos de pueblo; somos una gran familia, pero sabemos cómo mantener la calma, ¿sabe a lo que me refiero?”.

Carretera… tiene su origen en un guión de Will Corry. “Era un refrito de un montón de película al estilo Disney de Fred MacMurray”, recuerda Hellman, “cuatro chicos en un convertible compitiendo contra un Chevy; el mecánico se enamora de una chica que tiene un pequeño VW Bug (un escarabajo de Volkswagen) y que los persigue por todo el país; él va soltando sus harapos por la ventana para que ella sepa por dónde van”. El guionista de la película, Rudy Wurlitzer, eventual budista y autor de una serie de novelas existencio-absudirstas (Nog, Flats, Quake), afirmaba que nunca terminó de leer la versión de Corry; la descartó, compró un montón de magazines sobre coches como referencia y reescribió el guión partiendo de cero.

En su trayecto de oeste a este de Estados Unidos, la película ofrece una serie de carreras y también excursiones más allá de los límites de la carretera. Los coches son las estrellas: “Creo que llegamos a descubrir que había veintiséis ángulos de cámara diferentes dentro y alrededor de El Coche”, calcula Hellman. Los papeles de los jóvenes también están calculados con precisión, son funcionales. Es decir, que cada uno está designado, por su nombre, para una función: The Driver (el conductor, Taylor), The Mechanic (el mecánico, Wilson), The Girl (la chica, Bird). “Puedo hacer esto”, afirma The Girl, fallando en sus lecciones de conducción, pero manteniéndose fiel a su función, hocicar a The Driver, levantarle el capó y meterse dentro.

El nombre del personaje de Warren Oates va un poco más allá de su función; su nombre es su coche, GTO. De hecho, va cambiando de mote durante la película: piloto de jets, piloto de pruebas, jugador, buscador de localizaciones para una película sobre coches de carreras. Y tiene un suéter de cachemir de diferente color para cada sesión de persuasión. Y también un pañuelo. Y una barra escondida en la bota. No es eterno; si no pone los pies en el suelo, pronto, es probable que empiece a orbitar. Motivo insuficiente como para hacerse un problema. Oates tenía cuarenta y tres años, y su boca con forma de rueda pinchada raramente mostró una sonrisa más amistosa. Así se lanza a una carrera de carretera contra un Chevy del 55, con los papeles del coche como premio. Esa es la trama.

Imagen del rodaje de “Carretera asfaltada en dos direcciones”.

¿Resultaría de ayuda insistir aquí en que Carretera… es una película bella? La cruda fotografía en Americanarama de Gregory Sandor contra-demanda las grotesquerías pos-Robert Frank tan de moda en aquella época. ¿Y qué hay de la exaltación de su condición fílmica? El zumbido del proyector que acompaña a los títulos de crédito de apertura, las líneas amarillas –un timón sobre el pavimento– como los agujeros de un carrete dañado o la banda de sonido descarriada de las imágenes. O también el modo en que el proyector se detiene, pausadamente, esperando pacientemente al Apocalipsis elemental de la película.

Mientras, Hellman se concentra en la puntuación y olvida la frase; desinteresado por los temas, el film abraza con firmeza ambientes y texturas. Alguien enciende la radio –un boletín de noticias– en el Chevy del 55 gris de la joven generación y The Driver insiste en apagar “esa mierda”: se entromete en el camino. Él tiene ganas de sentir algo, pero no quiere que nadie le ponga nombre a ese deseo.

Taylor se muestra punzantemente malicioso y taciturno durante todo el viaje; Wilson, greñudo y desafectado, sólo parece en sintonía con la “ella” que es The Car: “Creo que debería echarle un ojo a su trasero”. A lo que The Girl contesta: “No veo a nadie echándole un vistazo a mi trasero”. Al contrario, las maneras poco motorizadas de The Girl terminan enredando las bujías emocionales de todo el mundo; su perpendicularidad respecto al movimiento hacia adelante de los hombres propulsa la narración a un trompo formalista del que ya no se recuperará. La chica se limita a cruzar la carretera para pasarse al otro bando, pero el film termina en llamas.

La gente de la revista Esquire, a la búsqueda de un titular, etiquetó Carretera… como “la película del año” antes incluso de verla. Tenían razón, ¿pero qué más da lo que se diga de una película? Lew Wasserman, jefe del estudio Universal, la odió y canceló su presupuesto para promoción. Se estrenó el fin de semana del cuatro de julio sin ningún anuncio en The New York Times… y su fracaso fue sonado.

Adiestrando pájaros

En 1974, Monte Hellman terminó una película llamada Gallos de pelea (Cockfighter, 1974); es una secuela de Carretera asfaltada en dos direcciones, pero no es un western. Es la mejor de las adaptaciones de novelas de Charles Willeford, quien escribió historias ambientadas en bares nocturnos filipinos. Cabe reconocer que las otras dos adaptaciones, Miami Blues (George Armitage, 1990) y The Woman Chaser (Robinson Devor, 1999) tienen facetas de interés: la ecuación de personajes que forman Fred Ward, Jennifer Jason Leigh y Charles Napier en la primera, y las dotes de bailarín de Patrick Warburton en la segunda.

Gallos de pelea se abre en el interior de un GTO, es decir, dentro del responsable del nombre de Warren Oates en Carretera…: “Aprendí a pilotar; perdí interés en ello. Hice esquí acuático, perdí interés en ello…”. Oates todavía sonríe, pero algo más se ha deslizado en su persona. Ahora es un adiestrador de animales de Melbourne llamado Frank Mansfield, un hombre conocido por hablar demasiado y que, por el momento, decide morderse la lengua. “Aquel capaz de luchar hasta la muerte y no emitir un solo ruido… bueno…”, comenta alguien, y se sabe de quién está hablando. Justo al principio, Frank pierde a su novia, Laurie Bird, en una apuesta contra Harry Dean Stanton, el tipo que intentó meterle mano en su GTO tres años antes.

Mantened el título original de la película en vuestra mente durante un minuto. Cockfighter. Pesa como una porra. Tiene la sonoridad y textura de un gran tema, no de un ambiente. Durante el curso de los acontecimientos, un hombre mete el dedo en el culo de un gallo, varios hombres pierden los pantalones y uno propone un brindis a la salud de “el reino místico del gran gallo”. Y, de esta manera, la película deriva en algo relajado, desgarbado, digresivo, afable en conjunto y para nada redimido por la fotografía de Nestor Almedros (un salto expresivo respecto a las líneas claras de Sandor, un retorno al funk del Los Angeles de Flight to Fury) y por la banda sonora de Michael Frank, tocada por el espíritu de Van Dyke Parks.

A pesar de las escenas de violencia con animales, difíciles de soportar, Gallos de pelea es la película más dulce, cálida y femenina de Hellman. Termina de un modo sereno, incluso alegre, entre los árboles. Pero, al mismo tiempo, es una película inquietante en su desaliño temático. En su clímax, Oates le arranca la cabeza a su gallo y se la entrega a su distanciada novia, Mary Elizabeth (Rebecca Pearsey), que la mete en su bolso y parte airada. Entonces, Frank sale pitando del brazo de su compañero, Omar (Richard B. Shull), habiendo ganado el premio al “gallo de pelea del año”. “Me quiere”, le dice Frank a Omar, rompiendo finalmente su silencio.

¿Qué tenemos aquí? ¿Una afirmación de la hombría entre los hombres? ¿Un testamento, en dos direcciones, de los callejones sin salida del género masculino? Corman tampoco lo sabía. New World distribuyó la película como Born to Kill, para la que Joe Dante montó/insertó algunas persecuciones de coches procedentes de Night Call Nurses (Jonathan Kaplan, 1972). También ha sido conocida como Gamblin’ Man y Wild Drifter. La caja del video de Born to Kill proclama: “Los bosques dan miedo… ¡La gente es peor!”.

Gallos de pelea fue la segunda y última película que Hellman hizo con Laurie Bird; se la ve por última vez en Monteland vestida de rojo cresta (de gallo), sacada del pozo de peleas sobre los hombros de Harry Dean Stanton. En dos películas, dejó más huella, más presencia sinestésica, que la que dejan muchos actores en toda una carrera. Mirad su pelo en Carretera…, la manera en la que un poco de sudor, un poco de viento y varios días durmiendo en el asiento trasero de un coche culminan en el aroma de una era: contemplad el trasero acamapanado y los ojos sedados de Laurie Bird, sus mocasines y su poncho, su voz petulante… todavía pueden olerse los sesenta.

Sólo que ya no eran los Sesenta y nunca volverían a serlo.

El prostíbulo de Hong Kong

“Me pidieron que dirigiese una escena que consideraba racista, así que lo dejé”, recuerda Hellman de (Call Him Mr.) Shatter (Michael Carreras, 1975), una coproducción de la Hammer y los Shaw Bros. filmada en Hong Kong; lo más cerca que el director llegó a estar de la “casa” de Robbe-Grillet. La película es más o menos horrible: Stuart Whitman, un punisher hastiado de todo, cabalga con Ti Lung, con el torso descubierto, dos años después de la muerte de Bruce Lee. Michael Carreras figura como el director, pero los recuerdos pertenecen a Monte. En la pista de comentarios del laser-disc de Carretera…, se puede escuchar a Hellman resoplando sonoramente mientras el trailer anuncia “el más feroz de todos los thrillers de artes marciales”. Preguntado al respecto, y sabedor de la “reedición restaurada” de Shatter, Hellman apuntó: “Hace que me cuestione la validez del medio en su conjunto”.

Todo lo que recuerda Stuart Whitman es haber trabajado con “esos chinos bajitos” a los que “no quería hacer daño”, algo sobre una de las novias de Hellman, ya fallecida, y algo acerca de una proyección en la mansión de Hugh Hefner. El tipo demuestra una falta de tacto más bien patética, pero es posible imaginar lo que podría haber sido: “El personaje principal de La casa de citas, aunque renombrado Sir Ralph, es conocido como The American. En realidad, es Humphrey Bogart en Hong Kong”, explicó Hellman en una ocasión, reflexionando sobre los trasvases de oeste a este. En realidad, lo que transmite la película es un gran “por qué”, y luego el amargo final de algo. “¿Qué es lo que se puede esperar de películas de bajo presupuesto como esta?”, pregunta el productor del laserdisc. “Lo que esperas”, informa el director, “es vivir la experiencia. Y existe esa gran sensación de que no vas a conseguirlo”.

“China 9/Liberty 37”

La última mujer sobre la Tierra

En 1978, Monte Hellman terminó una película llamada China 9/Liberty 37. Estaba protagonizada por Warren Oates, Jenny Agutter y Fabio Testi, y por si os estabais preguntando si se trata de un western, vale la pena apuntar que Sam Peckinpah aparece por ahí, como un periodista de tabloide, el tiempo suficiente para murmurar: “Llevo el oeste al este”. Muy hacia el este: la película se rodó en España, con financiación italiana. En Italia, suele conocerse como Amore, piombo e furore.

El video de China 9/Liberty 37, comercializado por Video Search of Miami, se promociona como una versión “uncut”, por los supuestos múltiples desnudos de Jenny Agutter. (“¿Recordáis la escena de desnudo en el lago?”, espeta Tom Weisser, el mandamás de Video Search, en su libro sobre spaghetti westerns). En realidad, el video no esta “uncut”. De hecho, omite la siguiente frase pronunciada por Warren Oates: “Mujeres. Si no tuvieran coños, se ofrecería una recompensa por su captura”. La película es una inversión de Pat Garret y Billy the Kid (Pat Garrett and Billy The Kid, Sam Peckinpah, 1973), con el joven Testi cabalgando a la joven Agutter y olvidando el encargo de asesinar al marido, Oates, que aquí aparece envejecido, más barbudo y liberado de fantasías. Las escenas de desnudo de Testi y Agutter son nauseabundamente translúcidas, además de orquestadas por una sección de cuerda; un vano recordatorio de las escenas del lago de Laurie Bird en Carretera…, hoy perdidas, aunque parcialmente documentadas en un antiguo ejemplar de la revista Show (Laurie Bird se trasladó a Nueva York, interpretó un pequeño papel en Annie Hall de Woody Allen y murió de sobredosis en 1979).

En la película, Oates se dedica a fruncir el ceño con gravedad, repartiendo muecas de dolor mientras los especialistas italianos gorgojean: “Red River Valley”. China 9/Liberty 37 bulle de odio, y no sólo hacia las mujeres. Por momentos, parece un antídoto para Shatter: Al principio, Testi está encarcelado en China, sustituyendo a Monte, esperando a ser colgado. “Mañana no serás más que un trozo de carne muerta y un minúsculo titular”, comenta el carcelero de Testi, al que soñamos con poner el rostro de R.G. Amstrong. “Mejor que ser un saco de mierda un día cualquiera”. Testi sonríe, ¿testificando por la caída libre de la carrera de Monte? Pero, igual que la carrera de Hellman, las cosas no terminan en China –se mueven hacia la libertad, hacia la cocaína y los circos, hacia las putas utilizadas como escudo y los hermanos violadores de hermanas, hacia un fotograma final en llamas–. El camino de China a la Libertad es duro, pero todo el mundo lucha por vivir y perdonar. A veces no lo consiguen. Hellman dedicó la película a su padre, y les puso a sus perros los nombres de esos dos destinos.

El dios del arrecife del tiburón

“Es un regreso a Beast from the Haunted Cave”, me comentó alguien en la American Cinematheque en 1996, en referencia al debut de Hellman de 1959, después de una proyección de La iguana –en la que un hombre-lagarto cutre-cubista abduce a una mujer como respuesta a una necesidad biológica y protosociológica—. Es la última película de Hellman por la que se siente una genuina implicación. Su dedicatoria lee: “Para Warren” –presumiblemente, el mismo Warren que dejó la carretera asfaltada en dos direcciones en busca de emociones imperecederas–.

Everet McGill –el reptil del título– ya ha encontrado algunas de esas emociones: luce el rostro de un esbelto Ben Grimm, chichones, furúnculos, remolinos, escamas y emociones comparables: le ha declarado la guerra al conjunto de la humanidad. Seguro que Hellman lo ha admitido en alguna ocasión: el film es un remake de El desterrado de las islas (Outcast of the Islands, Carol Reed, 1951). La película se hizo con financiación italiana y española, y “la participación de Fabio Testi”, lo que implica que el italiano es una de las coestrellas; aunque en realidad su rol en el film me recuerda al de Franco Nero en Querelle (1982), de Fassbinder, quizás porque La iguana podría haberse titulado Queequeg Overboard (Queequeg por la borda).

McGill, la iguana, recibe el nombre de Oberlus: trabaja como arponero en un buque llamado The Old Lady (mantened ese nombre en la mente un minuto), pero en un momento dado decide echarse al mar y resurgir convertido en Rey de la Isla de Hood. Construye su reino esclavizando a náufragos que llegan a su tierra. Primero hombres, mantenidos a raya mediante una serie de castraciones, y finalmente una mujer: una Woman, no una Girl, tampoco una Destiny, sino más bien un monstruo al lado de Oberlus –un animal sexual que prefiere cualquier cosa antes que la indiferencia y que, una vez violada por el Rey, se lo folla hasta la muerte–. Su nombre es Carmen (Maru Valdivieso) –era Catherine en China 9/Liberty 37– y exige repetidamente, de todo hombre al que encama, una liberación sexual para su sumisa esclavitud. Ella abraza la anarquía del deseo individual, y su anarquía enmienda la tiranía de Oberlus. Y ahí están las películas de Monte: hombres aprisionados por los horrores de la carne, codiciando un cierto nihilismo, golpeados tangencialmente por mujeres a las que desean poseer. Todo ello con pequeños toques a la Roger Corman: una decapitación de bajo coste (de Tim, el hijo de Robert Ryan), un viaje relámpago a la tienda de utilería encantada, un puñado de maquillaje con tendencia a correrse.

La iguana plantea la búsqueda de un código de conducta implacable e inflexible, aunque finalmente alienante. La única película que ha dirigido Hellman desde entonces es una en la que Santa Claus es un asesino con hacha: Posesión alucinante, una pieza de género en la que la ceguera supera a la sosería. No hay héroes aquí, excepto Monte, pero hay una heroína ciega, un slasher con el cerebro a la vista y una compenetrada pelea de gallos entre Robert Culp y Richard Beymer. A ratos es divertida, a ratos da pena, pero sobre todo sugiere que, con el debido respeto a Kenneth Anger, los regalos del cine se encuentran, en ocasiones, bajo un árbol de Navidad en llamas.

Tanto La iguana como la película de Santa Claus terminan flotando sobre canciones de cuna, perdidas entre peñascos donde las mujeres y sus complicaciones no tienen lugar, y donde los hombres solo son libres para fly to fury (volar hacia la furia), brindar por sus gallos y perderse quién sabe dónde. Warren Oates fue el único punto caliente en el planeta de batallas y cicatrices de Hellman, y una vez muerto, todo lo demás quedó a la deriva en un mar agitado y oscurecido por la cólera.

Epitafio

“Me di cuenta de que mi héroe se había vuelto miserable, testarudo y desfasado”, se quejaba Vincent Gallo de Monte Hellman, diez años después, en el verano de 1998, tras la experiencia de una colaboración abortada. Ya no era 1966, pero Monte Hellman se mantenía firme. Un hombre y una pequeña persona, quizás un niño. El círculo de lastimeras palabras de Gallo oculta la mayor de las alabanzas.

Traducido por Manu Yáñez.