En la larga lista de grandes cineastas que aparecen en los agradecimientos finales de El perdido –Godard, Cassavetes, Antonioni, Fassbinder, Pasolinino aparece Abbas Kiarostami, pero es una figura del catálogo visual del cineasta iraní la que abre la nueva película de Christophe Farnarier: un plano general de una moto que zigzaguea por una carretera que se encarama a un monte. Para Kiarostami, esa imagen funcionó como una suerte de anagrama fílmico que evocaba la tenacidad de sus personajes (Sísifos contemporáneos), al mismo tiempo que evidenciaba el poder del cine para negociar con la realidad, respetando su naturaleza incontrolable pero también sometiéndola al control del cineasta. Farnarier se encuentra a gusto trabajando en el seno de esa dialéctica: abraza lo incidental –la meteorología cambiante, la pulsión animal de la gestualidad humana, el plano general– para luego articular un cine que saca todo el partido a la narratividad. Y es que, más allá del estudio de la relación entre una figura humana y el paisaje natural, El perdido es ante todo la historia, basada en hechos reales, de un hombre abocado a la muerte que se reconcilia con la vida gracias al reencuentro con una existencia primitiva, natural.

Coescrita por el propio Farnarier junto a los hermanos Daniel y Pablo Remón (guionistas de Casual Day y 5 metros cuadrados), El perdido arranca allí dónde se detenían El sabor de las cerezas de Kiarostami o la también magnífica Hacia rutas salvajes de Sean Penn. Aquí, un encuentro (frustrado) con la muerte que dará pie al arranque de una odisea existencial y, sobre todo, esencialista (el primer tercio de película remite poderosamente a la gran Essential Killing de Jerzy Skolimowski, aunque a Farnarier le interesa mucho más la filosofía que la geopolítica). El director de la también muy ruralista El somni demuestra un gran dominio de un cierto minimalismo narrativo: renunciando a las palabras pero exprimiendo a fondo el poder del gesto y la elipsis, Farnarier dedica el primer tramo de película a arrinconar de la representación los signos de la civilización. Mediante un tratamiento difuso de la psicología del protagonista –nunca llegamos a conocer el motivo de su desdicha inicial–, la película halla su anclaje visual en el periplo físico de “el perdido”, que irá perfilando un (re)encuentro con una autosuficiencia primigenia, una celebración del espíritu y el cuerpo humanos que habría hecho las delicias de Henry David Thoreau o Walt Withman.

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Si El perdido deviene un triunfo cinematográfico es, en gran medida, gracias a la fascinante presencia de Adri Miserachs, una amigo del director que presta al protagonista sus singulares facciones (parece una versión asilvestrada de Zachary Quinto) y sus ademanes resueltos, en los que confluyen dos escuelas interpretativas aparentemente opuestas. La comunión entre el actor y el entorno brilla con la plenitud de ese amateurismo interpretativo no viciado por los tics decorativos de muchos “Actores”: Miserachs merecería un lugar junto a los héroes del cine de Lisandro Alonso, el Misael Saavedra de La libertad y el Argentino Vargas de Los muertos. Sin embargo, hay que reconocer que el trabajo de Miserachs trasciende el puro conductismo: la determinación de sus gestos, su concentración sobre las acciones del personaje, me hizo pensar en el Robert Redford de Cuando todo está perdido, que condimentaba el mutismo de su personaje con un halo de inteligencia pragmática, un ensimismamiento meditativo que en El perdido termina desembocando en la plenitud intelectual que alcanza el final el protagonista.

Desde la silueta de Miserachs recortada contra las luces del atardecer, fusil en mano –como si John Ford hubiese filmado al protagonista de alguno de los westerns itinerantes de Anthony Mann–, hasta los momentos finales de lectura y escritura a los pies de un altar con fotografías de bustos de la escultura clásica, El perdido construye un transparente y elocuente viaje desde una cierta turbación contemporánea hasta una paz intemporal. Por el camino, quedan momentos inolvidables, como unos baños depuradores que no desentonarían en una película de Apichatpong Weerasethakul; o la aparición de un entrañable socio canino que parece salido de una novela de Jack London; o una apasionada fuga imaginaria que certifica que no estamos ante un documento contemplativo, sino ante la crónica de una transformación espiritual. Episodios que se integran armónicamente en la precisa escritura fílmica de Farnarier, que con El perdido construye un magnético viaje de la desazón al sosiego, un verdadero antídoto contra el frenesí digital/social de nuestro tiempo.