Tal y como aseguraba Susan Sontag, “el procedimiento de Bergman en el inicio y el final de Persona y en la aterradora cesura que hay a la mitad, es más complejo que la estrategia brechtiana de alienar a la audiencia recordándole sin cesar que lo que están viendo es teatro (es decir, artificio en vez de realidad). Más bien, es una declaración sobre la complejidad de lo que puede ser visto y el modo en el que, al final, el conocimiento profundo e inquebrantable de cualquier cosa es destructivo. Saber (percibir) algo con intensidad significa consumir lo conocido, usarlo, ser forzado a pasar a otras cosas.” A través de la intensidad del ejercicio autorreflexivo, Bergman y el espectador de algún modo ya no se sitúan fuera del marco de la pantalla, sino que directamente lo rompen. Persona es, tal vez en parte por eso, una de las películas más lúcidas del genio de Upsala. Una historia donde sus dos protagonistas nunca dejan de ser piezas complementarias de un puzzle donde la forma conjunta nunca acaba de resultar encajada. Una historia tan centrada en el dispositivo cinematográfico como en la realidad de la que este deriva y que, por lo tanto, acaba resultando inagotable pero también extremadamente dolorosa. Endika Rey

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