Gonzalo de Pedro Amatria

Estrenada en Bruselas, y de gira por pocas ciudades europeas, Lisboa acogió durante dos días, en tres sesiones diarias, la performance Fever Room, del cineasta tailandés Apichatpong Weerasetakhul, concebida como una suerte de extensión de su más reciente largometraje, Cemetery of Splendour. El director de Tropical Malady sigue trabajando, por distintos medios, una concepción del cine como una suerte de estado alterado de conciencia, como si se tratara de una extensión de los sueños (o las pesadillas), una vía de acceso casi metafísica a un conocimiento menos racional que sensorial. Es complicado hablar de Fever Room sin desvelar la manera en que una de sus decisiones centrales, muy simple pero tremendamente eficaz a nivel narrativo y discursivo, transforma una proyección cercana a lo que se conoce como “cine expandido” en una verdadera experiencia inmersiva y reveladora en términos intelectuales. Asumiendo el riesgo del spoiler, bastará decir quizás que la obra, que se presenta para pocos espectadores, funciona como una enorme caja negra, a la que los espectadores (y pocos contextos tan poco afortunados como este para hablar de “espectadores”) acceden en casi completa oscuridad; una caja negra que conforme se desarrolla el espectáculo, desvelará su verdadera condición de ente proyectado, convirtiendo a los ex-espectadores en entes proyectados, protagonistas, y al mismo tiempo incapacitados para el acceso a ese conocimiento que se promete.

Fever Room arranca como una proyección más o menos tradicional, con los espectadores sentados en el suelo de esa enorme caja negra, con una pantalla tradicional, que frente a ellos enumera los recuerdos, ¿o quizás los sueños?, de los dos protagonistas de Cemetery of Splendour. Las imágenes se repiten, los lugares se repiten, y ellos narran aquellos pedazos de memoria a los que todavía tienen acceso: unos perros, una playa, un hospital. Nada está claro en términos narrativos, pero sí parece evidente que entramos en un terreno en el que la memoria, los recuerdos, inventados o no, se entremezclan, tejiendo una suerte de trance a base de repeticiones, ecos entremezclados y compartidos. En un determinado momento, una segunda pantalla se añade a la primera, desdoblando la imagen, ampliando y extendiendo el espacio, y ampliando la experiencia de viaje entre las nieblas de la memoria. A esas dos pantallas frontales, situadas una encima de otra, se les añadirán otras dos más, situadas en los lados de la sala, confinando a los espectadores (en este punto del espectáculo son todavía espectadores) en un espacio físico cada vez más claustrofóbico, y al mismo tiempo, multiplicando la sensación de acompañar realmente a los protagonistas en su largo viaje por un río que tiene tanto de cotidiano como de extraño. El viaje se inicia en el ámbito aparente de lo cotidiano y termina por adentrase en esos territorios febriles en los que el delirio se confunde con lo imaginado, lo recordado, como si todas esas capas de conocimiento, todas esas capas de imágenes, fueran solo accesibles a través de un estado alterado de concentración y separación de lo real.

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El trabajo con las cuatro pantallas termina por convertir el espacio del teatro en una cueva, en sentido figurado y real, pues uno de los personajes protagonistas se adentra en las profundidades de la tierra, en los más oscuro, linterna en mano, en busca de un lugar de reposo, un lugar donde convertir los sueños en energía. Como en todo el trabajo previo de Apichatpong, los códigos de los cuentos populares, la narración y la transmisión oral, se entremezclan con los códigos de la fantasía, y no resulta fácil, ni tampoco es necesario, distinguir con claridad a qué campo pertenece cada secuencia. Aquí hay una leve historia de ficción, en la que un mundo sin energía ha de buscar, quizás en lo sueños, su nueva fuente de luz. El soldado protagonista, Itt, es el encargado de buscar ese espacio recóndito en el que quizás habiten los sueños y las memorias. Y con él viajarán los espectadores, hasta quedarse dormidos en lo más oscuro de la cueva. Es ahí cuando las pantallas se apagan, y el espectáculo, hasta entonces un trabajo espacial con cuatro pantallas, entra en una nueva dimensión performática, sensorial e intelectual: el telón se abre, y frente a nosotros surge el patio de butacas, vacío, cubierto de un humo creciente, y con un enorme foco al fondo apuntando hacia los asistentes. Es en este momento cuando Fever Room despliega su verdadera potencia y se abre como una suerte de abismo para el espectador, que toma conciencia de estar en el lugar ¿equivocado?: en el escenario, siendo proyectado, y no siendo un mero observador.

La cueva a la que Itt nos había conducido es la cueva del conocimiento (imposible, supongo, no pensar en Platón, y su cueva plagada de sombras, como las que poblarán Fever Room), la cueva en la que todos moramos, siendo proyectados, siendo pensados por otro, siendo parte del espectáculo, siendo el espectáculo mismo. Lo que parecía una proyección expandida en cuatro pantallas se convierte de pronto en un espectáculo inverso, con los espectadores convertidos en actores inmóviles, siendo proyectados por un enorme haz de luz frente a un patio vacío, pero al mismo tiempo, fascinados y atraídos por ese enorme haz de luz que, merced a los juegos de humo y un giro cada vez más vertiginoso, termina por crear un túnel que invita a caminar hacia la luz. Reflexión al mismo tiempo sobre el cine y el gesto del espectador inerte, pero también reflexión sobre el propio hecho cinematográfico, Fever Room acumula en su parte central reflexiones y referencias: ese haz de luz, al que todos estamos invitados a mirar, es el proyector, elemento invisible que ahora se torna protagonista, invitándonos a mirarlo, pero es también esa luz al final del camino que cuentan todos aquellos que han vivido experiencias cercanas a la muerte.

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La fiebre ha llegado a su punto álgido, y el viaje es un viaje en el espacio, el tiempo, y entre planos de la existencia. Somos proyectados, somos espectáculo, somos la película, pero al mismo tiempo, y he aquí la verdadera dimensión subversiva de Fever Room, somos también nada más que sombras creyendo ver y entender. Puro Platón, pura expansión-inversión del cine que se abre de forma radical a una experiencia entre onírica, vivencial y filosófica. Fever Room es quizás el más bello homenaje al cine, y quizás el único capaz de acabar definitivamente con él al tiempo que lo ensalza y lo amplia en múltiples direcciones: hacia un montaje que no es ya lineal, sino espacial y sensorial, hacia un dominio del tiempo, pero también del espacio, y hacia un verdadero camino de (des)conocimiento. Un delirio febril en el que se entremezclan reflexiones y propuestas sobre el papel del espectador, las posibilidades y límites del cine, y un homenaje a ese ente creador a través de la luz: el proyector. Salir de Fever Room es salir a un mundo que parece dibujado en sombras, y que más que nunca, parece el pálido reflejo de algo que somos incapaces de entender.