Víctor Esquirol

La última vez que pisé Valencia fue cuando apenas estaba adquiriendo conciencia del mundo en que vivía. La capital del Turia hacía tiempo que había desviado el cauce de dicho río, pero en vez de quedarse seca, se inundó en sus propios sueños (¿delirios?) de grandeza. Se levantó, casi de la noche a la mañana, aquella ciudad de las artes y las ciencias. Aquel faro del conocimiento y de la juventud que tenía que atraer y maravillar a propios y extraños. Y lo hizo… durante un breve instante. Durante ese mismo suspiro en que se descorcha una botella de champagne y sale despedido su contenido. La analogía no es mía, sino de un conductor de autobús que ha decidido ponerme al día. En veinte años de ausencia en tierras valencianas, han pasado muchas cosas. O no tantas. El maldito semáforo nos detiene justo enfrente del Nuevo Mestalla. De su esqueleto, espeluznante imagen de embrión condenado a quedarse en este estado. De promesa de juventud muerta antes siquiera de dar los primeros pasos. El hombre suspira y se concede algún apunte de nostalgia hacia “Doña Rita”… y se anima rápidamente con la excusa de su ascendencia argentina. “Créeme”, grita, “esta noche, contra Nigeria, ya sea con fútbol o con sangre, pasaremos”. En levante, ya se ve, el fútbol mata y revive las esperanzas en las nuevas generaciones.

Por su parte, el cine está a vueltas con la misma materia. Por 33ª vez, ni más ni menos. El festival Cinema Jove vuelve a marcar la actualidad fílmica en y desde Valencia, apostando por el talento joven. El de ahora (tendremos ocasión de descubrir las voces de Kasper Rune Larsen, Takaomi Ogata, Iván Fernández Córdoba o Sara Gutiérrez Galve) y el de antaño (ahí está ese apetecible ciclo dedicado al primerizo Brian De Palma, y en el que me centraré más en la próxima crónica). Lo de ahora y lo de antes unidos por ese estatus de “nuevo”, que supuestamente nunca caduca. Poco más de una semana de largos, cortos y otras experiencias cimeatográficas, condensadas en mi caso en tres días de idas y venidas entre salas de cine, bibliotecas y patios renacentistas. Lo que viene siendo un festival, ese majadero en el que uno envejece mientras se siente rejuvenecer.

En la pantalla de una de las salas de Cinema Jove, un chico (¿hombre?) de treinta años de edad discute cariñosamente con su media naranja. El epicentro del debate lo encontramos, como en otras muchas confrontaciones cinéfilas, en Netflix. Él acaba de comprarse una suscripción anual a dicha plataforma; a ella dicho plan le parece poco estimulante. Total, que él sale del piso que comparten, vuelve al rato y se encuentra con un panorama aún más desalentador: ella se está dando el lote con otro chico. Silencio. Miradas. Más silencio… y carcajadas. Todo normal. Él y ella no son novios, sino compañeros de piso. El tercero en discordia sí está atado sentimentalmente a ella. Relación amorosa que ambas partes pretenden llevar más allá yéndose a vivir a otro piso. He aquí el punto de partida de Yo la busco, ópera prima de la ya mencionada Sara Gutiérrez Galve. Juntando cachos filmados a razón del trabajo de final de carrera, la joven directora barcelonesa firma un interesante debut, no escaso de destellos que nos ayudan a vislumbrar algo. ¿Pero qué, exactamente? No sólo una promesa, sino también esos espacios y momentos en los que verse (¿incómodamente?) reflejado.

El caso, volviendo a la historia, es que la auténtica revelación está en que ella ha encontrado a “otro compañero de piso”. Anuncio que lleva el colegueo al borde de la más imperdonable infidelidad. Ante tal jarro de agua fría, él busca refugio en aquel servicio de VOD, pero como ya sabemos, esto es en vano. Cuando la amargura del hogar se hace insoportable, el pobre diablo se lanza a una calle que le acoge con los brazos abiertos. Empieza así una odisea urbana nocturna, y lo hace de un modo muy similar al propuesto por Arthur Schnitzler en Relato soñado, o, si se prefiere, Stanley Kubrick en Eyes Wide Shut. Es éste, al fin y al cabo, una especie de viaje soñado alimentado por una de las mayores fuerzas conocidas por el ser humano: la huida. Hacia delante, para dejarse atrás a uno mismo. Cuando intenta despertarse, el protagonista de esta historia cae en la cuenta de que no es ni crío ni adulto… a diferencia de todos los seres que le rodean. Gutiérrez Galve se adentra en la insostenibilidad de este limbo tanto a través de lo visual como de lo escrito. La gestión de los silencios y regates dialécticos se compagina en muchas ocasiones con luminosidad alternante de las imágenes. Éstas brillan sólo en los momentos de máxima despreocupación… y se apagan cuando la vida pide ser tomada en serio.

Por desgracia, el inspirado planteamiento de la historia topa con un desarrollo más centrado en la influencia sobre el espectador que en el propio objeto de estudio. El posible Eyes Wide Shut se queda en ¡Jo, qué noche!, intuyo que por miedo a no complacer al público. Eso sí, queda el acierto originario: lo que convierte en “barcelonauta” a ese chico con miedo a ser hombre, es la misión casi-caballeresca de entregar una libreta perdida a su misteriosa propietaria, suerte de promesa “dulcineica” al final del camino. Una excusa, en definitiva, que le llevará del punto A (en el Poble Sec) al punto B (en las antípodas de Horta). Un pretexto que marcará, ni que sea por una sola noche, un objetivo; un rumbo en su deriva existencial. La salida y la búsqueda (de la felicidad, ya lo decía Ray Heredia) como escapada cobarde, como sendas invitaciones a estancarse y encerrarse. La crisis de los treinta, lo sé, huele mucho a esto.

Lejos de enfrentarse a esta etapa vital, los protagonistas de #Seguidores tienen otras preocupaciones en mente. Entre aspiración y exhalación comprueban dos o treces veces si su móvil tiene batería y cobertura. Les va la vida en ello. De redes sociales habla el director y co-guionista Iván Fernández Córdoba, única entrada valenciana a concurso en este Cinema Jove. De Twitter, Instagram, Facebook… y de todos los seguidores que alimentan a dichos monstruos. Espantosa cadena alimenticia coronada (o esto parece), por los llamados influencers, influyentes creadores de tendencias, desprovistas éstas de cualquier atisbo de sentido crítico. Más allá de la pose, nada más llena la vida de esta gente. Así lo ve al menos Fernández Córdoba. Su nueva película podría pasar por un cruce imposible entre las trifulcas domingueras de Ben Wheatley en Sightseers y la visión híper-pesimista del Charlie Brooker de Black Mirror hacia un mundo cada vez más dominado por las nuevas tecnologías. En otras palabras: dos chavales locamente enamorados cuelgan su vida entera en internet. Su romance, claro, pero también sus aventuras, todas ellas al margen de las convenciones de la sociedad. Se hacen llamar los “outsiders”, pues viven al límite, pero como era de esperar, el título no es más que otro nickname. Una ocurrencia tecleada y “hashtageada” a partir de ilusiones que emanan de poderes oscuros, retorcidos.

Los jóvenes ilusos creen que su vida les pertenece. Pero no, ésta es propiedad de la red de redes. De los seguidores que reptan en ella; de los maestros del marketing que determinan, desde las sombras, las líneas maestras de esas modas que todo lo absorben. Los elementos sobre la mesa son, desde luego, interesantes, incluso importantes. El problema está en que el director prefiere centrarse en la dimensión más impactante del fenómeno. La nube de conceptos se queda en nebulosa, en confusión. Como ocurría con el “aviador nocturno” de Stephen King, de tanto mirar al abismo, la película parece acabar cayendo víctima de sus propios argumentos. De tanto falsear con multipantallas, el conjunto cae igualmente en una cierta falsedad. De modo que cuando los protagonistas conocen a sus alter egos y se articula una reflexión sobre el choque generacional, la trama deriva en un thriller criminal demasiado afectado por los filtros de los clichés.

Por último, la Sección Oficial levantó el vuelo en ese infierno en el que, para algunos, se ha convertido Hungría. En Genezis, Árpád Bogdán se inspira en la negrísima crónica negra de la nación magiar, ese lugar donde los derechos más fundamentales tropiezan por intervención directa de las mismísimas fuerzas del mal. Cae la noche en una población gitana rural, y la oscuridad se ve de repente iluminada por el fuego del odio. La sangre y la furia ponen el resto en esta historia dividida en tres capítulos que pretenden dar voz a víctimas, verdugos y jueces sobre los que recae la misión más imposible: poner paz.

Como con Benedek Fliegauf en la aterradora Just the Wind: el drama social se convierte, en un abrir y cerrar de ojos, en horror. En un relato oscuro de tono fabulesco e intenciones alegóricas. Entre zorros, perros y dragones, la cámara de Bogdán se mueve inquieta por puro temor. El exceso de movimiento y problemas de enfoque están sabiamente gestionados para someternos (más que sumergirnos) en una experiencia inmersiva. Cada episodio está sujeto (y condicionado) por el punto de vista de su protagonista, individuo limitado, empequeñecido y superado ante el grito de la multitud. Genezis, como no podía ser de otra manera, empieza en los orígenes y termina en el fin, de la niñez a la edad adulta pasando por la adolescencia, a lo largo de dos horas agotadoras, más en el buen sentido que en el malo. Una radiografía del terror que heredamos de nuestros ancestros. Un recorrido por la toma conciencia de las atrocidades que suceden a nuestro alrededor. Terrible viaje (¿iniciático?) que se cobra la vida del niño que llevamos dentro.

Y ya basta por hoy, me voy a dormir con la seguridad de que Messi “y diez menos” van a vivir al menos unos días más. En Internet, alguien se ha hecho famosos al colgar un bucle perfecto en el que se ve al 10, en cámara ultra-lenta, empalmar dos controles imposibles. La gran belleza. Propiedad no excluyente de esa bendita y eterna juventud. Dura lo mismo que ese suspiro, pero perdura. Es fútbol, y en Valencia, desde luego, también es cine. Bona nit.