Endika Rey (San Sebastián)

Aunque la representación protagónica de una tercera edad queer en el cine de ficción no es algo novedoso —pienso en ejemplos tan insólitos como la magnífica La escalera, que Stanley Donen dirigió ya en 1969—, lo cierto es que hoy en día es un tema menos habitual de lo que a priori podría parecer. Películas más o menos recientes como Beginners (Mike Mills, 2010), Love is Strange (Ira Sachs, 2014) o Supernova (Harry Macqueen, 2020) hablaban de la identidad homosexual en la senectud pero casi siempre lo hacían a partir de las relaciones sentimentales y para acabar explorando el duelo y la muerte. Una de las pocas cintas que escapaba a esa excusa era precisamente 80 egunean (En 80 días) de José Mari Goenaga y Jon Garaño (2010), centrada en un proceso de auto descubrimiento por parte de una mujer de 70 años que se reencontraba con una amiga de la infancia. Uno de sus directores, Goenaga, junto Aitor Arregi, el tercer vértice del colectivo Moriarti, es el guionista y encargado de la dirección de Maspalomas, película que concursa en la sección oficial de esta 73 Edición del Festival Internacional de Cine de San Sebastián.

El prólogo de la película es toda una declaración de intenciones: tras un plano general de unas dunas, en lo que parece ser un desierto infinito, la cámara se aproxima al escenario para reencuadrarlo y descubrirnos el mar. Estamos en el municipio canario de Maspalomas, epicentro del turismo gay, y pronto se nos presentará a Vicente (José Ramón Soroiz), de 76 años, que, ataviado con gorra, bañador y camiseta de tirantes, se pasea por la zona haciendo cruising y teniendo relaciones sexuales explícitas con hombres más jóvenes que él. Este comienzo, repleto de luz y de color, resulta provocador por la sencilla razón de que, tal y como aseguran expertas como Beatriz Gimeno en «Vejez y orientación sexual» (2004), nuestra sociedad considera el sexo como algo propio únicamente de los jóvenes y eso hace que el sexo en la vejez no se imagine y que, cuando se hace, provoque repulsión. Esta idea del sexo como un producto más del mercado (en palabras de Gimeno, «se vende la juventud porque es deseable sexualmente, se vende el sexo porque está ligado a la juventud») se intensifica cuando Vicente se acerca a la playa y contrasta con un grupo de jóvenes homosexuales que se dedican a beber y a bailar al fondo del plano. La elección de (un estupendo) Soroiz como protagonista también resulta significativa, especialmente para todos aquellos espectadores vascos de cierta edad, ya que se trata de una figura históricamente vinculada a comedias como Bi eta bat (1991-1993) o Jaun ta jabe (1995-1997), donde interpretaba al mismísimo Lehendakari. En ese sentido, los primeros quince minutos de Maspalomas resultan tremendamente rompedores por la fractura mental que causa ver a ese señor euskaldún de bien —en nuestro imaginario, “del PNV de toda la vida”—, practicando sexo con otros hombres entre las dunas… pero también por el hecho de romper la imagen turística del paraíso incluyendo un cuerpo mayor que ha sido tradicionalmente invisibilizado.

Poco después ocurrirá algo similar en un cuarto oscuro donde tendrá lugar otra relación sexual a manos de Vicente, esta vez haciendo un trío con dos hombres más jóvenes que él. Éste será el acto que marque el detonante de la película: un infarto que hará que Vicente tenga que volver a Donosti, su ciudad natal, y sea instalado en una residencia de ancianos. Es el modo que tiene la película de extraer a su protagonista de ese lugar al que, en el fondo, parece no poder pertenecer (al menos todavía). A partir de ahí el color desaparece de la película y el geriátrico se convierte en el centro del filme. Obligado por el contexto a volver a entrar en el armario, la particularidad de Maspalomas es que no retrata un camino de ida sino uno de vuelta. 

Si normalmente lo queer se entiende como una actitud crítica que ataca toda forma de normatividad, aquí se trata de lo contrario: de los esfuerzos por volver a la heteronorma y del resurgir de la no aceptación en alguien que ya creía tenerlo superado. Tal y como se indica en la película, tal vez Maspalomas no deje de ser otro armario gigantesco, uno lleno de gente, pero uno que no deja de ser un falso oasis y no es el mundo real. Esta idea viene puntuada a partir principalmente de tres relaciones: la de Vicente con su hija Nerea (Nagore Aranburu), a la que abandonó hace 25 años al comenzar una relación con otro hombre, la de Vicente con Xanti (Kandido Uranga), su compañero de habitación y símbolo de la masculinidad clásica, y la que se establece con Iñaki (Kepa Errasti), su joven cuidador y persona abiertamente LGBT que funciona como su reflejo. Es especialmente en la relación de Vicente con Xanti donde encontramos algunas de las mejores ideas de la película: en la atracción que ese señor mayor ejerce sobre el protagonista, a medio camino entre el deseo y la aspiración (hay un instante en que Vicente asegura a Xanti que «eres todo lo que me hubiese gustado ser»). Y es ahí también donde el tema de la identidad resurge con más fuerza: en el posible camino hacia una hombría tradicional que nubla por momentos la propia idiosincrasia individual. 

Rodada íntegramente en euskera (algo que no es baladí: los márgenes también se muestran desde esa decisión), Maspalomas tiene, por un lado, una mirada queer que pone el sexo en el centro del plano pero sin incidir nunca en la sexualización, así como un acercamiento que cuestiona las narrativas vitales dominantes de toda una generación —es preciosa, en ese sentido, la dolorosa anécdota sobre los reyes magos que cuenta su protagonista—. Por otro lado, tiene un discurso acerca de la tercera edad, el envejecimiento y la resignación («yo ya he vivido ahí fuera todo lo que tenía que vivir», asegura uno de los residentes) y sobre cómo en esa residencia de ancianos se replican los roles que vienen de sus vidas pasadas. Es seguramente en esa área de significado donde la película peque de ser un tanto ingenua: en el encaje, un tanto forzado en guion, de diálogos que remiten a la ultraderecha o en la inclusión de una subtrama relacionada con la pandemia del COVID. Es en esos instantes (más peajes que desvíos) donde da la impresión de que hay ciertos elementos de Maspalomas que se han incluido porque el contexto social así lo requería y no porque realmente aportaran algo a la tesis de la película o a sus personajes. Pero, pese a esas pequeñas torpezas, y tal y como asegura su protagonista, Maspalomas “compensa”. En un año especialmente prolífico para el cine queer en español, la película de Arregi y Goenaga propone un enfoque original y contundente en su particular viaje sombrío hacia la playa y el sol. Tal y como asegura Franco Battiato en la canción que suena en los títulos, «la stagione dell’amore viene e va”.