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GORRIA. Maddi Barber. 22 minutos. España (2020). Sección oficial Nacional (cortometrajes)

Una producción enmarcada en el proyecto X Films del Festival Punto de Vista, Gorria de Maddi Barber propone un acercamiento a la vida en el Pirineo navarro. Filmada en 16mm –gesto que expresa un compromiso ético con una determinada forma de vida–, Gorria remite al documental Le Cochon de Jean Eustache en su modo límpido y directo de capturar la relación entre el ser humano y el animal en un ámbito rural. Enhebrando una colección de imágenes que entrecruzan una antropología de los medios de producción (del aprovechamiento de las vísceras de los animales a la producción de productos lácteos), un atavismo salvaje (ecos de La sangre de las bestias de Franju) y una etnografía de tintes edénicos, Gorria se afianza en lo real pero no da la espalda a lo imaginario. Este cortometraje contiene más planos de manos que algunos de los largometrajes de Robert Bresson. Y apenas hay dos imágenes sostenidos de rostros. La primera muestra a una mujer que se alimenta de la carne de las bestias. La segunda es de una niña que mira hacia el fuera de campo y que, como la Ana Torrent de El espíritu de la colmena, impulsa la película hacia un territorio fantástico en el que el fuego y el cielo nocturno harán de testigos de tradiciones folclóricas en las que vibra un halo esotérico. Puede que la película no sepa muy bien qué hacer con los planos de unas flores que crecen en este paraíso crepuscular, pero sí sabe cómo formular oportunos interrogantes, como por ejemplo: ¿cuánto hay de convivencia harmónica y cuánto de agresión en el modo en que el ser humano ocupa el espacio natural? Las respuestas aguardan en las magnéticas imágenes de Gorria, en la curiosidad del espectador. Manu Yáñez

FAUNA. Nicolás Pereda. 70 minutos. México, Canadá (2020). Con Gabino Rodríguez, Luisa Pardo, Francisco Barreiro. Sección Oficial de Largometrajes

Autor de una extensa filmografía, el cineasta mexicano Nicolás Pereda acostumbra a realizar pequeños proyectos que saca adelante con presupuestos reducidos y una compañía estable de técnicos y actores. Un “sistema” que le ha permitido dar rienda suelta a su vocación de narrador inagotable: cuenta prácticamente con una película por año desde 2007. Fauna se presenta como un trabajo de apariencia modesta pero de gran ambición formal, que se afianza en un estudio autorreflexivo del acto de narrar. Las aspiraciones de Pereda se manifiestan ya en el desconcertante arranque del film, donde un largo plano secuencia desde el interior de un coche ocupado por un hombre y una mujer conduce al espectador a través de un paraje inhóspito. Luego, a partir del encuentro de la pareja con el hermano y los padres de ella, la maquinaria especular del film se pone en funcionamiento. Los cinco personajes protagonistas responden a los nombres de los actores que los interpretan: una invitación a difuminar los límites entre realidad y representación. Así, de la mano de su troupe actoral, Pereda elabora un juego metalingüístico que subvierte la ortodoxia formal mientras explora el potencial de la narración oral.

En lo que podría leerse como un elogio de la transparencia, el director de Verano de Goliat difumina la primera capa del film (la premisa familiar del relato) y sobre ella va depositando otras ficciones igual de diáfanas que se superponen sin una estructura o lógica evidente. En ocasiones, las secuencias parecen apuntes de tramas inacabadas; otras veces, se muestran conclusivas, cerradas. Ahí está, por ejemplo, el pasaje en el que al actor Francisco Rodríguez le obligan a recitar un diálogo de Narcos para demostrar que participó en la serie, como ocurrió en la realidad. Y este es solo un ejemplo de cómo la película hilvana de forma libre, a través de puntos de fuga y derivas, sus permeables estratos narrativos. En solo setenta minutos, el drama costumbrista con toques de comedia surrealista da paso al thriller de misterio, para luego dirigirse hacia el melodrama romántico e incluso la denuncia social. Nacida para sorprender y sacudir al espectador, la obra de Pereda resulta apasionante por su inconformiso y por su brillante despliegue escénico, orquestado en plano secuencia y construido como una esbozo sin “fin”. Fernando Bernal

CORRESPONDENCIAS. Carla Simón, Dominga Sotomayor. 19 minutos. Chile, España. Sección oficial Nacional (cortometrajes)

Abrazando el formato de las misivas filmadas, Correspondencia de Carla Simón y Dominga Sotomayor tiende puentes entre los universos de ambas cineastas. No solo está el evidente vínculo generacional –sus edades solo están separadas por un año–, sino que las directoras de Verano 1993 (2017) y De jueves a domingo (2012) comparten, por ejemplo, el hecho de haber abordado en su trabajo la cuestión de la infancia. Una confluencia de intereses que se hace evidente en el arranque de este intercambio de cartas movido por las emociones, los recuerdos, las dudas y la necesidad de preservar la memoria como acto de resistencia y compromiso. Carla Simón abre el film con una caligrafía de imágenes grabadas en súper 8 para anunciar con un rótulo escrito a mano –recurso que utilizará a lo largo de todo el trabajo– que su abuela acaba de morir. De este modo, la cineasta marca el tono confesional con el que se expresará durante todo la película. Porque, en la siguiente misiva, su reflexión girará en torno a las imágenes –que conserva del pasado y que piensa filmar en un futuro próximo– de su madre biológica y de su madre adoptiva, y también sobre sus dudas a propósito de una posible maternidad.

La respuesta de Dominga Sotomayor varía en la forma de trabajar con las imágenes. Su propuesta se construye a partir de material de archivo, sobre el que su voz en off actúa como guía omnipresente. La directora de Tarde para morir joven (2018) recupera un corto que filmó junto a su abuela –una alusión a lo familiar que entronca con las reflexiones de la directora catalana– que narra la llegada de una joven en tren a Santiago de Chile. Un trabajo en blanco y negro que nunca se llegó a editar, y que muchos años después la cineasta chilena reprodujo en color. Sotomayor utiliza también imágenes de su madre, protagonizando un spot de la mítica campaña a favor del “no” en contra de Pinochet en el referéndum celebrado en 1988 y que acabó con el gobierno del dictador. Pese a que en el conjunto del film resuenan ciertos ecos procedentes de la realidad social e histórica, el tránsito definitivo de la esfera familiar a la política acontece cuando Sotomayor desestima ahondar en sus impresiones acerca de la maternidad para abordar el estallido social de su país, donde la población se lanza a las calles –para manifestar un descontento generalizado y reclamar una nueva Constitución– y donde “nos están sacando los ojos a balazos”. Sotomayor saca su cámara a la calle para dejar testimonio de una realidad cíclica marcada por la represión ciudadana. De este modo se cierra un film estimulante, humilde en su duración pero reseñable en su apuesta por tender puentes entre el intimismo de orden privado y el ejercicio de agitación y denuncia política. Fernando Bernal

YA NO DUERMO. Marina Palacios. 22 minutos. España (2020). Con Jesús Palacio Erauskin, Miguel Burgueño Herrero. Sección oficial Nacional (cortometrajes)

Ya no duermo se centra en un niño y su tío, que charlan acerca de la película de vampiros que están pensando en rodar. En principio, el tío, que será el encargado de dar vida al monstruo, es el que instruye al niño en su visión de la misma. Tras una primera parte donde la composición del encuadre está organizada de manera predominantemente horizontal (los campos de Palencia son otro protagonista del relato), una secuencia con los dos protagonistas apoyados en una pared vertical se convierte en revulsivo: el niño considera que su tío no da la talla como vampiro y no es el indicado para el papel. “No te pega. No me gusta pensar que tú seas un vampiro. No darías miedo” le dice. Es entonces cuando los papeles se invierten: el niño pasa de ser aprendiz a maestro. La forma en que la directora rueda las conversaciones entre ambos y la reacción del pequeño, a medio camino entre lo pautado y la improvisación, recuerdan en cierto modo a esa obra maestra de Abbas Kiarostami llamada No. Si en aquella ocasión el director iraní se centraba en los rostros de varias niñas que asistían a un casting y que se negaban a cortarse el pelo para protagonizar una película, aquí Palacio rueda la negativa del niño con la misma contundencia, sin subrayados, pero con la certeza de que jamás cambiará de opinión. Al finalizar la pieza, el cortometraje pasará de ser diurno a nocturno y será ese niño el que se ponga una capa y juegue con su sombra en un plano que él mismo ha orquestado. Pasamos de nuevo de la realidad (los protagonistas del corto son el padre y el sobrino de la directora) a la ficción. Las formas se repiensan y su mundo se reinventa. Endika Rey

A FEVRE. Maya Da-Rin. 98 minutos. Brasil, Francia, Alemania (2019). Con Regis Myrupu, Rosa Peixoto, Suzy Lopes. Sección Oficial de Largometrajes

Tras una larga trayectoria en el cortometraje, el documental y las instalaciones, la carioca Maya Da-Rin debutó en el largometraje con una película notable a la hora de abordar la cuestión indígena desde la ficción, sin caer en pintoresquismos, paternalismos ni esa denuncia horrorizada tan habitual de la corrección política. Justino, un hombre de 45 años que proviene de la tribu de los Desana, se ha radicado desde joven en la ciudad norteña de Manaos, donde se gana la vida con un trabajo bastante rutinario como guardia de seguridad en el puerto. El protagonista vive con su hija Vanessa (Rosa Peixoto), quien tiene un puesto como enfermera en una clínica de esa zona amazónica, pero cuando a ella le confirman una beca para estudiar medicina en Brasilia todo cambia. El buen hombre siente en principio una mezcla de orgullo y felicidad, pero también algo de angustia por el abandono y la soledad que se avecina. Una extraña fiebre se le desata de a ratos. ¿Una reacción puramente psicológica?

Con una narración precisa, inteligente y austera, Maya Da-Rin construye una película que en ciertos aspectos dialoga con El custodio, de Rodrigo Moreno; Gigante, de Adrián Biniez; y Chuva é cantoria na aldeia dos mortos, de João Salaviza y Renée Nader Messora, pero con un universo y un vuelo propios. Ninguna de las decisiones formales o dramáticas (como el uso en buena parte de los diálogos en Tukano, la lengua original de los Desana, la aparición de otro guardia de seguridad de pura estirpe “bolsonarista”, la visita de familiares que ofrecen un punto de vista diferente al de Justino) parece forzada, calculada o impostada. El film trabaja con rigor y convicción las contradicciones y dilemas de aquellos exponentes de los pueblos originales que se debaten entre integrarse o no a la sociedad “moderna”. Sin subrayados, con sutileza y sensibilidad, aprovechando la simpleza y la humanidad de sus intérpretes (Regis Myrupu ganó el premio a Mejor Actor en Locarno), la directora concibió una de las óperas primas más convincentes del cine latinoamericano de los últimos años. Diego Batlle

BIG BIG BIG. Carmen Haro, Miguel Rodríguez Pérez. 67 minutos. España (2020). Sección oficial Nacional (largometrajes)

Carmen Haro y Miguel Rodríguez Pérez muestran en Big Big Big muchos de los rodeos, desvíos y desvaríos que pueden surgir cuando el foco de atención se pone en las distintas (incontables) maneras posibles de acercarse a una película. La propuesta consiste en observar a una pareja (la compuesta por los directores en cuestión) que se prestan a visionar la friolera de 30 veces el clásico familiar de 1988 dirigido por Penny Marshall y protagonizado por Tom Hanks. Podría parecer una idea de bombero a lo Super Size Me de Morgan Spurlock, sin embargo, se trata de una propuesta metalingüística más digna del imaginario de Abbas Kiarostami: una idea aparentemente sencilla que en realidad es la puerta de entrada a una dimensión insospechada de la experiencia fílmica. Como en Shirin, tenemos una película que vemos (o vivimos) casi íntegramente a través de la mirada de otros espectadores, que en este caso visionan el film una y otra vez. Más allá de un par de momentos en que las aventuras fantásticas del joven Tom Hanks se integran de forma inventiva en las imágenes de Big Big Big, Haro y Rodríguez Pérez elaboran una puesta en escena que irónicamente parece renunciar a cualquier atisbo misterio.

Big Big Big parece querer decirnos que lo verdaderamente interesante de una manifestación cinematográfica está en la relación que establece con el espectador, un pacto que inevitablemente se contagia de las tendencias e inquietudes de los tiempos en los que opera, y que refleja algunos de los rasgos identitarios más significativos de la audiencia (en este caso, una audiencia adulta que rememora de forma activa). Big Big Big también nos habla de las infinitas posibilidades temáticas que se generan en toda buena tertulia, de la conversación como herramienta de exploración intelectual, emocional, definitiva. Después de ver Big, a los protagonistas de Big Big Big les parece procedente discutir, por ejemplo, sobre la pederastia y estudiar el caso de Reencarnación de Jonathan Glazer. En otro momento destacable, los interlocutores proponen una definición de la maquinaria de Hollywood como una fantasía engañosa cuyo propósito no es otro que hacer más soportable la insoportable rutina en la que muy seguramente acabará convertida nuestra vida. Una propuesta deriva en otra: el documental meta-fílmico se convierte en experimento social, y este en ensayo existencial… y este, en tragicómico estudio del efecto nocivo que tiene la rutina sobre la vida de pareja. Víctor Esquirol