Sophia Antipolis, el nuevo trabajo de Virgil Vernier, deja entrever su bendita locura en el primer cambio de escenario. La acción parece estar confinada entre las estrechas paredes de la consulta de un cirujano plástico, pero al cuarto corte respiramos las brisas mediterráneas de la Côte d’Azur. Ahí una joven viuda está a punto de recibir la vista de una chica que, al poco rato, le propone tomar parte en una serie de sesiones de hipnosis en grupo. Y así queda el espectador, abducido por el imprevisible devenir de los sucesos montados por Vernier. Este joven director se ríe a carcajada limpia (y desesperada) del atrofiado sentido de asociación del personal, y hace de la dispersión su instrumento favorito para la disección. La narración se mueve por contagio, por transmisión vírica en el aire, dominado éste por una nebulosa conceptual. Por un ruido en el que se congregan imágenes y pensamientos que parecen querer dar la bienvenida a un Apocalipsis con epicentro, cómo no, en Cannes. Las reflexiones surgen como los fantasmas aborígenes del Warwick Thornton de The Darkside, y un espíritu de violencia hanekiana (al más puro estilo de 71 fragmentos de una cronología del azar) invade cada mirada, cada frase, cada relación. Al final, queda un rompecabezas para perder la cabeza, lleno de agujeros a través de los cuales se filtra la luz cegadora de un sol abrasador, bajo el cual arde un pacto social en busca de cualquier excusa para degenerar en sangre. Víctor Esquirol

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