En Stroszek –la segunda colaboración de Werner Herzog con uno de sus actores fetiche, el enigmático Bruno Schlenstei, protagonista de El enigma de Gaspar Hauser–, el director convierte a su intérprete en el centro del relato, en la propia estructura del film, todo se construye en torno a él y da la impresión de que cada gesto, cada mirada puede conducir la historia hacia un terreno inesperado. El film narra las desventuras de Bruno Stroszek, que al salir de prisión es advertido de que debe dejar de beber. Con pocas habilidades y menos expectativas, sobrevive como músico callejero. Precisamente en la calle conoce a Eva, una prostituta, con la que entabla amistad. Después de ser golpeados por el chulo de ella, deciden unirse a Scheitz, un excéntrico vecino de Bruno que ha decidido emigrar a Wisconsin, en Estados Unidos, en busca del sueño americano. A la postre, este relato de perdedores e incomprendidos acaba remitiendo completamente a la esencia puramente herzogiana, a la idea del soñador en busca de la utopía.

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