Que James Gray es un apasionado del clasicismo no es ninguna novedad para aquellos que hayan visto varios de sus films. En Z. La ciudad perdida ese amor por el cine de aventuras, de exploradores y ciudades misteriosas está explotado a gran escala, en la que es su película más cara, ambiciosa y complicada, la historia de un oficial del ejército británico que fue enviado al Amazonas a principios de siglo XX y se topó allí con algo mucho más sorprendente de lo que se esperaba. Y no, no me refiero a Robert Pattinson.

La historia se basa en las aventuras reales de Percival Fawcett, quien es enviado por la Royal Geographic Society a arbitrar las discusiones fronterizas entre Brasil y Bolivia. El intenso y apasionado oficial (encarnado por Charlie Hunnam) no parece muy interesado en partir y dejar a su mujer e hijos, pero el viaje le permitiría –le aseguran– borrar una mancha de honor familiar, ligada a su alcohólico padre, que le estaría impidiendo avanzar en su rango militar. El hombre emprende la aventura en barco, donde se le suma Henry Costin (Pattinson, barbudo) y otros más en una tarea que los va llevando poco a poco hasta las profundidades del continente latinoamericano, pasando por Bolivia y luego penetrando de en la zona brasileña que se acerca al Amazonas hasta llegar a territorio indígena profundo.

Costumbres extrañas, malos entendidos, serpientes de tamaños imposibles, algunos riesgos y muchos placeres van llevando la acción siguiendo la lógica del explorador que se adentra a mapear territorios y pueblos desconocidos. La película evita caer en el romance de lo “políticamente correcto” que afectó a muchas de similar temática en los ’80. Gray no busca hacer aquí su versión de Bailando con lobos, pero sin embargo el lugar tiene en Fawcett un efecto poderoso, innegable. Si se quiere elegir una película con algún elemento similar, se podría pensar en La costa de los mosquitos mezclada con un poco de Master and Commander: Al otro lado del mundo, de otro amante de la aventura cinematográfica clásica como es Peter Weir.

Gray narra esta historia con la calma y el tempo de un film de los años ’50 y la lógica dramática de las novelas de aventuras del siglo XIX de Rudyard Kipling. Viajes en barco, encuentros con tribus pacíficas y otras violentas, enfrentamientos internos entre los propios exploradores: el film tiene todos los condimentos de un relato clásico, muy alejado de las modas más videocliperas y apresuradas de hoy. Para los espectadores más jóvenes o los que no estén acostumbrados a este modelo narrativo si se quiere anticuado (Caballo de guerra, de Steven Spielberg, es otra referencia posible en cuanto a la actualización de ese mismo formato), el film les podrá parecer un tanto moroso, pero es precisamente ese modelo lo que lo vuelve fuera de lo común, una verdadera rareza para una película en apariencia tan cara.

Fawcett está convencido de que hay una maravillosa ciudad oculta en medio de la jungla pero descubrirla no es algo sencillo y aparecerán complicaciones en la tarea. Con 140 minutos de duración, Z. La ciudad perdida trae toda otra serie de sorpresas, más viajes (son varias las veces que viajará a la zona), batallas (la Primera Guerra Mundial hará su incómoda aparición) y más aventuras en su segunda mitad, pero que no conviene revelarlas aquí. Lo que se sostiene como un eje importante más allá del tiempo que Fawcett lleva afuera y la distancia que los separa, es su relación con su mujer (Sienna Miller) y con sus hijos, especialmente el mayor de ellos (Tom Holland, el nuevo “Hombre Araña”).

Hacia el final, la película cobra un cierto tono épico y misterioso más cercano a la línea Aguirre: La ira de Dios / Fitzcarraldo, de Werner Herzog o la propia Apocalipsis Now, que ya se basó en una novela que Joseph Conrad escribió a fines de siglo XIX. En esa parte se lucirá especialmente el trabajo fotográfico del gran Darius Khondji, quien ya había trabajado con Gray en The Immigrant (El sueño de Ellis), la película suya con la que más puntos de contacto esta tiene. Los 140 minutos de Z. La ciudad perdida nos hacen recordar las posibilidades que el cine tiene de capturar esa magia –esos viajes, esas aventuras– que nos hacían soñar cuando éramos niños.

Este texto fue publicado en la cobertura del Festival de Berlín de Otros Cines.