Endika Rey (Festival de San Sebastián)

En Call me by your name de Luca Guadagnino, la pelicula que dio a conocer a Thimothée Chalamet, el guion jugaba con un “later” que pronunciaba el personaje de Armie Hammer siempre que se despedía. De algún modo, esa abreviación del “see you later” funcionaba como complemento descriptivo de un Hammer transitorio, y como síntoma de la frustración de un protagonista que sentía que el amor se le escapaba de las manos. En Beautiful Boy de Felix Van Groeningen, película presentada en la sección oficial del Festival de San Sebastián, ocurre algo similar pero contrario. La primera vez que el padre e hijo interpretados por Steve Carell y Thimothee Chalamet se despiden antes de un largo viaje, no se dicen un “nos vemos” ni un “te quiero” sino un “everything”. Lo que en una primera ocasión resulta intrigante, pronto se convierte en una línea de diálogo repetitiva: oímos ese “everything” hasta cinco ocasiones a lo largo de la cinta y en una de ellas incluso se explícita a modo de flashback el origen de la expresión: cuando el hijo era todavía un niño preguntó a su padre cuánto le quería y éste le respondió que no había palabras en el diccionario para definirlo. Ese “everything”, pues, es un remedo de un “Te quiero todas las palabras” y de algún modo ahí se pueden resumir todos los problemas de una película que se empeña en subrayar ideas que, por otro lado, son buenas.

Beautiful Boy narra el deterioro en la relación entre un padre y un hijo a partir del momento en que este último es ya un adicto a todo tipo de drogas, especialmente a las metanfetaminas. Muchas voces han criticado la cinta por su carácter moralista y telefilmesco pero lo cierto es que la película resulta bastante más oscura y cinematográfica de lo que un primer visionado superficial podría aparentar. Da la sensación de que Van Groeningen se ha fijado sobre todo en el caso de Gente Corriente de Robert Redford para realizar el film –cosa que explicaría el guiño de tener a un Timothy Hutton interpretando un cameo como doctor–, pero, a diferencia de aquella, aquí los recovecos del drama familiar no cobran tanta importancia. Las drogas suponen un revulsivo en el progenitor pero los lazos establecidos con su ex mujer y con su actual esposa continúan más o menos invariables durante toda la cinta. Seguramente ese sea uno de los puntos fuertes de la propuesta: pese a todos los problemas derivados de la adicción, la familia protagonista, con matices, no se quiebra. Hay discusiones, dudas y debates pero el centro de la película está en otra parte: la comparativa entre quiénes éramos y en quién nos hemos convertido.

En este sentido, Van Groeningen apuesta claramente por una herramienta cinematográfica: el montaje paralelo. Son varios los momentos en que un escenario se traslada a otra época con los mismos personajes. Así, de una discusión en coche en el presente podemos pasar a un momento de conexión pretérito dentro del mismo vehículo, y si bien el método puede resultar un tanto confuso en algunas (pocas) ocasiones, el esqueleto funciona a la hora de mostrar que el dolor no viene tanto por lo que ha venido sino por lo que se fue. Es ahí donde Beautiful Boy se desmarca de un cierto tipo de cine más convencional y donde se encuentran sus mayores hallazgos. Eso no implica que sean los únicos: el director, por ejemplo, sabe también cuándo la cámara ha de quedarse quieta y centrarse en la reacción de un rostro, potenciando los gestos por encima del drama. Tanto Carell como Chalamet se toman su tiempo en investigar sus emociones y Van Groeningen les permite realizar sus pesquisas sin intermediación. Curiosamente, sin embargo, la secuencia más emocional de la película proviene de la nueva esposa interpretada por Maura Tierney: cuando es ella la que decide perseguir por carretera al hijo de su marido, hacia ninguna parte y sin saber por qué, entendemos que el director también ha sido lo suficientemente generoso como para regalar un alto en el camino a un personaje secundario.

Es precisamente en esos desvíos donde Beautiful Boy se muestra más sugerente. Desgraciadamente la película también muestra un camino en línea recta menos apabullante, en gran parte debido a la poca complejidad de uno de sus personajes principales. Nic, interpretado por Chalamet, se abandona a las drogas y la película sugiere que es debido a un sentimiento de aislamiento y marginación. Él habla de la “stupid reality” y de la droga como escapatoria pero las líneas que definen al personaje se encuentran peligrosamente cerca de lo incongruente: fan del heavy metal y de Nirvana, surfero y poeta… hay incluso un instante en el que el personaje lee un poema de Bukowski y asegura que “este hombre me ha salvado la vida varias veces”. De algún modo, el Chalamet de Beautiful Boy es el mismo personaje que el que interpretaba en Lady Bird (Greta Gerwig), pero lo que allí estaba tratado con una mirada paródica aquí se toma demasiado en serio a sí mismo. Cuando llegamos a una secuencia que indaga en su cuaderno de notas, los límites ya se han cruzado del todo: en el mismo se leen varias sentencias aclaratorias cómo una que dice que “con las drogas mi mundo pasó al technicolor”, con el objetivo de llegar a una última página del diario repleta de garabatos ilegibles.

En lugar de indagar en una persona real de carne y hueso y en sus posibles razones para la drogadicción (o la ausencia de las mismas), Van Groeningen retrata un estereotipo. En cualquier caso, hay varios detalles entre líneas que sí permiten atisbar una película mucho más interesante que aquella: un plano detalle de una tarjeta de crédito que pagará el dineral que cuesta una clínica de rehabilitación, una competición de natación entre niños de apenas cinco años,… son pequeños complementos que describen perfectamente la otra cara del sueño americano: la de la presión social por ser “el mejor” ya desde la propia infancia. La película no se centra en describir esos escenarios, pero sea buscado o no, la cinta evoluciona a la par que ellos. Beautiful Boy no es una película perfecta pero sabe que es preferible mirar de cara a la noche que a lo luminoso y, tal y como el propio Fitzgerald asegura en Hermosos y malditos, libro de cabecera del protagonista, hay un algo tan exagerado en su caracterización, que provoca una cierta fascinación desde el primer momento.