Fernando Bernal (Festival de San Sebastián)
¿Y si el estado decidiera que el mejor lugar para los presos condenados a cadena perpetua o que esperan en el corredor de la muerte fuera una nave a la deriva en el espacio? Con esta premisa se acerca Claire Denis al cine de ciencia-ficción. Tras probar suerte con la comedia dramática sobre el amor en Un sol interior (2017), la esencial cineasta francesa continúa explorando nuevos territorios, viajando a lugares desconocidos en su filmografía –que cumple ahora treinta años– como muchas veces lo hacen los personajes en sus películas. Pero esta vez el trayecto es más largo y sitúa la acción en los límites del sistema solar, en la que es la primera obra rodada en inglés por la autora de Beau travail (1995) y Una mujer en África (2009), entre otros muchos films claves del cine actual, y con la que participa en la Sección Oficial a concurso del Festival de San Sebastián.
La cineasta presenta su nueva y portentosa película a partir del propio núcleo del relato, para luego, a través de las elipsis y de la narración fragmentada y no cronológica, tan habituales en su cine, proponer al espectador un estimulante ejercicio de reconstrucción narrativa. En este caso, encontramos dos personajes, el astronauta Monte (un muy convincente, creíble y atormentado Robert Pattinson) y su hija pequeña. Ambos están solos en la nave espacial y su única comunicación con el exterior desde hace años son los mensajes que ellos envían (y de los que desconocen su destino) para confirmar que cumplen su misión, así como las imágenes en modo ‘random’ que desde la Tierra emite un televisor. Son parte de un grupo de exconvictos –como se encarga de subrayar Denis con un flashback– obligados a vagar por el espacio en busca de nuevos recursos para la humanidad. En el viaje también participa una doctora, con un propósito supuestamente científico, a la que interpreta Juliette Binoche en un registro novedoso y estimulante en su impresionante carrera.
El pasado de los miembros de la tripulación se reduce a su expediente delictivo. Son cuerpos en el espacio, despojados de identidad (solo conservan su nombre), y como tales Denis los filma en los distintos espacios que componen la nave. Un lugar recreado, en una audaz aunque arriesgada decisión de dirección artística, de una manera tan elemental que recuerda por momentos a los interiores de una casa. La directora no se permite alardes, tampoco existe el gran trabajo de postproducción digital que se le supone al género, y apuesta por la esencia de los espacios. Porque lo que interesa es contextualizar y encajonar esos cuerpos olvidados (expulsados) por las autoridades, que, sin embargo, sí conservan la pulsión sexual irrefrenable, el deseo y la pasión, claves del cine de la directora, y también el instinto de violencia. Por ahí se cuela el componente político en la narración, que en realidad es el detonante de toda la trama.
En el apartado técnico, no encontramos en esta ocasión a la directora de fotografía Agnès Godard, a la que sustituyen Yorick Le Saux y Tomasz Naumiuk, pero Denis sí regresa a la escritura junto con su habitual coguionista Jean-Pol Fargeau, tras la interrupción en su trabajo conjunto que supuso Un sol interior. Y la banda sonora la firma Stuart A. Staples, colaborador desde hace años de la cineasta junto a su grupo Tinderstiks. Su trabajo en la película se materializa en una composición rítmica y atmosférica, compuesta por texturas inquietantes, que puntúa los momentos más extremos y acompaña el devenir de esa nave por el espacio junto con un diseño del sonido que acentúa el silencio. El silencio del espacio y el que separa a esos personajes que gravitan, incluso llegan a flotar en una memorable secuencia, en una discusiva y, a la vez, emocionante película de ciencia-ficción que, sin embargo, está muy bien asentada sobre la tierra firme que supone la filmografía de su creadora.