Manu Yáñez (Festival de Gijón)

Como un maleficio fílmico dirigido al simulacro de bienestar de la sociedad de consumo, Quiero lo eterno, la nueva película de Miguel Ángel Blanca, deviene la fiesta a la que uno nunca quiso asistir pero de la que resulta imposible escapar. En cada uno de sus recodos sombríos –embrujados por el espectro de la incomodidad–, los fantasmas de las Navidades presentes y futuras exhiben con desdeñosa hostilidad el desconcierto de nuestro tiempo, encarnado en una troupe de adolescentes insensibles y asexuados cuya sed de destrucción no conoce límites. La lista de ofensas que cometen los chavales de Quiero lo eterno resultan incontables y escapan a toda racionalidad. Su modus operandi se basa en la contradicción permanente: la desfachatez de insultar a la propia madre y después prometerle amor incondicional, relatar sin sombra de arrepentimiento el intento de ahogo de un hermano y luego mostrarse escandalizado por el homicidio de una indigente. Del mismo modo que Chaplin aprisionó a la sociedad entre la nobleza incontestable de Charlot y la zafiedad cínica de Monsieur Verdoux; igual que Pier Paolo Pasolini encorchetó el deseo humano entre el hedonismo de la Trilogía de la Vida y el fascismo de Saló o los 120 días de Sodoma, Quiero lo eterno asfixia al espectador entre el desprecio omnidireccional que practican sus protagonistas y el genuino compromiso cinematográfico que Blanca establece con sus indomables criaturas.

A la estela de aquellos directores que han decidido liberarse de todo moralismo en su abordaje al resplandor lúgubre del mundo –de Pasolini a Philippe Grandrieux en Europa, de Abel Ferrara a Harmony Korine en el cine americano, del documentalista Kazuo Hara al anarquista Koji Wakamatsu en el cine japonés–, Blanca construye Quiero lo eterno a partir del pacto fáustico con los jóvenes profesionales del escarnio que protagonizan el film, interpretando versiones semificcionales de sí mismos. Así, vanagloriándose de su desprecio por el pacto social, estos poetas del angst –aprendices de Rimbaud y de las flores del mal– se entretienen convirtiendo la ideología en un fetiche desmemoriado de cruces gamadas y fotografías de Jesucristo (“Chechu” para los herejes) en llamas. Por su parte, Blanca consolida la negativa de los protagonistas a aceptar ninguna lección de la Sociedad o la Historia, resistiéndose a otorgarles cualquier profundidad psicológica. De hecho, cualquier atisbo de un relato traumático (por ejemplo, la existencia de un padre muerto) se antoja una posibilidad para la tomadura de pelo. Nada suma en el agujero negro que constituye esta manada de allanadores de casas abandonadas: su proceder apunta a la destrucción de todo discurso, a la aniquilación del sentido, a la trágica (y, al mismo tiempo, inquietantemente creativa) imposibilidad de la argumentación.

Al principio de inconsistencia que motiva las actitudes y acciones de los chavales, Blanca responde con una propuesta fílmica de cimientos sólidos: entre la versión más punk de Korine –el modo en que un chico se restriega por el paquete una enciclopedia del arte, encontrada en un container de basura, parece un guiño a Trash Humpers–, la suciedad digital del último Shinya Tsukamoto y, como reconoce el propio director, la fantasmagoría estroboscópica de Grandrieux. El resultado es puro cine de guerrilla aferrado a la nocturnidad y a una puesta en escena de espíritu claustrofóbico: como si no hubiera mundo más allá del radio de influencia de este clan ambulante. En un cierto sentido, Blanca se acerca tanto al alma de los personajes que termina seducido por su subjetividad, hasta el punto de que algún pasaje del film no queda claro si es realidad o fantasía, como la insoportable secuencia de la quema de un hombre a manos de la tribu salvaje –que el crimen no tenga ninguna repercusión resulta sospechoso y mínimamente tranquilizador–. Además, del lado de la fantasía, encontramos una críptica trama paralela en la que una pareja de personajes (¿músicos, demiurgos, Dioses, extraterrestres?) deambulan por el mundo capturando sonidos y divagando sobre el sentido de la finitud y la trascendencia. En conjunto, los dos cursos narrativos perfilan una versión anti-romántica de la realidad desconcertante y apocalíptica de Mala sangre de Leos Carax, en la que unos jóvenes a la deriva se descubrían atrapados en un impenetrable juego de intereses que les superaban.

La vertiente fantástica y conspiranoica de Quiero lo eterno sugiere que la ciencia ficción ya sólo explica el aquí y el ahora: y sino, ¿quién habría podido pronosticar que a principios del siglo XXI los adolescentes se inscribirían en el mundo a través de sus pantallas de bolsillo? Los protagonistas del film, fieles a la ambivalencia, no saben vivir sin dar testimonio pixelado de su nada cotidiana y poética, pero al mismo tiempo reivindican el estatuto inmutable de la carne propinándose tatuajes caseros y agrietando sus conductos respiratorios a golpe de fumeteo compulsivo. Así, como ángeles de la autodestrucción, como herederos de los ragazzi di vita pasolinianos, como figuras crísticas abocadas a un vía crucis indolente, los chicos y chicas de Quiero lo eterno, y su director al mando, nos ponen frente al paredón de nuestros terrores, en las antípodas de nuestra zona de confort. Este crítico humanista y blandengue reconoce haber salido de la proyección del film en el Festival de Gijón en estado de shock post-traumático, buscando desesperadamente un hombro amigo y la voz de Gala y Pau, deseando otro mundo posible, pero también más cineastas como Miguel Ángel Blanca.