El viento sabe que vuelvo a casa es sin duda de las películas más bellas del año, una lección de cine como diálogo con el mundo, y una puesta en cuestión de esa relación cineasta-realidad. Tomando un viaje, poco importa si real o puesto en escena para la película, del cineasta Ignacio Agüero, a unas islas del sur de Chile, donde pretende rastrear una leyenda sobre una pareja de romeo y julieta locales que desaparecieron ante la imposibilidad de consumar su amor frente a la comunidad, la película acompaña al cineasta, que ejerce como mediador, protagonista, y entrevistador, en un viaje imposible hacia el lugar donde se mezclan el mito, la leyenda, los prejuicios y las expectativas rotas. De una sencillez y elegancia aplastante, de una humanidad enternecedora, El viento sabe que vuelve a casa se edifica, como decía otro grandísimo conversador latinoamericano, Eduardo Coutinho, sobre ese diálogo que se produce cuando la cámara está delante: Agüero recorre la isla, organiza castings, charla con los habitantes, dialoga, y esas conversaciones basadas en el difícil arte de saber escuchar, desmontan la idea preconcebida que ha llevado a Agüero a la isla, echan por tierra la leyenda, pero van desvelando poco a poco otras realidades: un racismo largamente labrado y todavía latente, una división entre mapuches y blancos, una soledad infinita, un saber vivir aunque la vida lo ponga difícil, y unas tradiciones lentas que se articulan sin grandes ceremonias. La cámara de Torres Leiva, como hacía la de Coutinho, no busca los momentos de crisis, sino que se detienen en lo aparentemente liviano y banal, y deja que la vida fluya entre las imágenes, mientras se difumina la leyenda. El viento sabe que vuelvo a casa es en el fondo una lección de y sobre cine, un pensamiento en marcha sobre ese ejercicio de poder que supone filmar cualquier cosa, y la humildad necesaria para reconocer que estábamos equivocados. GdPA

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