La Herida es una película a priori tan antipática como su protagonista. Fernando Franco opta por introducirse en la mente de Ana, interpretada por Marián Álvarez, y lo hace sin concesiones a la identificación del espectador. Al contrario de esas películas donde el protagonista enfermo, física o mentalmente, suelta chistes imposibles de vez en cuando para relajar la tensión, aquí no hay miedo a un guión que deje de lado el anclaje de la audiencia. Se potencia la incertidumbre de lo no explicable (y de lo no explicado) como único —y paradójico— mecanismo posible para acercarse a entender lo incomprensible. La apuesta era arriesgada y se lo jugaba todo a una sola carta: la credibilidad del rostro de su protagonista. Franco, que también ofrece una puesta en escena totalmente coherente, brilla sobre todo en la dirección respecto a Álvarez. La Herida consigue la meta de todo cineasta: radiografiar el gesto para construir el discurso. Es cierto que la película no siempre encuentra el tono adecuado (resulta curioso, por ejemplo, que Franco opte por una actriz como Rosana Pastor para el papel de la madre de Ana: los registros interpretativos de ambas son tan contrarios que es un ingrediente que acaba yendo a la contra) pero en cualquier caso La Herida consigue un imposible: la total empatía del espectador a partir de continuos mecanismos de distanciamiento. ER

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