Por Adrian Martin

Hace unos años, en una encuesta para Film Comment, seleccioné sin apenas dudarlo a Abbas Kiarostami como la persona que, para mí (y resultó que también para muchos otros), mejor y más decisivamente definió el cine durante los años 90. Y añadí unas palabras: “El cineasta que se ha servido de los elementos más humildes y modestos de la vida, el paisaje y el cine para generar los embrujos más profundos, conmovedores y radicales de nuestro tiempo”. Sin embargo, la naturaleza precisa del camino que lleva de la simplicidad a la complejidad en el cine de Kiarostami permanece enigmática, difícil de enfocar. Existe un problema al hacer excesivo hincapié en su simplicidad –ni que se tratara de una criatura pura, inocente y Franciscana, ni de un Warhol hiperhumanista, que se “encuentra con la realidad” y deja registrar a la cámara mientras se ausenta como demiurgo–, y existe igualmente otro problema al subrayar su complejidad, ya que parece que las únicas buenas películas actuales habrían de atravesar un filtro de artificios barrocos y convulsas paradojas deconstructivas. Entre los juegos autorreflexivos de Close Up o A través de los olivos y el hueso que fluye con el curso fluvial, diciéndolo todo, en El viento nos llevará, algo se nos escapa en este magnífico corpus autoral, lo cual ya está bien, dado que es una señal de la grandeza artística de su autor.

En mi opinión, la obra de Kiarostami posee dos vertientes, una televisiva –aunque, durante mucho tiempo el iraní no haya tenido literalmente nada que ver con la producción televisiva– y otra cinematográfica. Y creo que buena parte del debate crítico sobre Kiarostami privilegia el lado televisivo, o le convierte más bien en una especie de tele-artista, e ignora el flanco cinematográfico. Quizá se trate de un punto ciego generado por la ineludible asociación y afinidad de Kiarostami con Roberto Rossellini, que viajó desde el Neorrealismo hasta la televisión pasando por el cine más íntimo. Pero el lugar al que se dirige Kiarostami –espero– no es donde desembocó Rossellini.

Me explico. Si consideramos a Kiarostami como un cineasta sustancialmente “transparente” –pues lo que nos muestra son las sencillas “cosas de la vida” de manera simple y nada ostentosa, por muy compleja que devenga la visión o su efecto final– entonces será fácil ver sus películas en televisión y recibirlas como un “todo entero”. La televisión reduce la estética a mera “información”. De ahí viene la idea de una pantalla cinematográfica como suerte de “tele-ventana” estática o móvil que anuncian tantos escritos sobre Kiarostami –incluso The Evidence of Film (Yves Gevaert, 2001), la sofisticada meditación de Jean-Luc Nancy (para quien, en un giro conceptual, el iraní actúa de intercesor en un mundo ya mediatizado)–. El propio director ha caído preso de este desliz hacia lo meramente televisual: ABC Africa –he de decirlo, su peor película– es puro reportaje televisivo. Igual que cualquier equipo de televisión, Kiarostami y sus ayudantes merodean despistados durante un par de días como turistas en un paseo guiado y cuidadosamente preconcebido. No efectúan ninguna inmersión en África ni desarrollan la menor investigación: en ese sentido se trata de un mal reportaje televisivo y de un mal documental. Y en él Kiarostami abraza la tentación del rodaje en digital –esto es, andar hacia un lugar y filmar instantáneamente lo que se tiene delante pensando que aquello va a ser, de alguna manera, expresivo o revelador porque se trata de una “visión virgen”, de una primera mirada hacia algo–. Una mirada originaria, en sí misma y en su espontaneidad, no vale nada, y no garantiza nada.

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Olvidamos que (el mejor) Kiarostami hace cine. Aunque he experimentado un buen número de sus obras a solas y en vídeo, tuve la enorme suerte de ver ¿Dónde está la casa de mi amigo? en el Festival de Cine de Singapur a principios de los 90, y El sabor de las cerezas, su película más grandiosa, en el Festival de Cine de Melbourne, a finales de la misma década. Estas fueron las experiencias Kiarostami formativas y esenciales para mí porque hay una monumentalidad, además de un minimalismo, adosada a sus trabajos. Por la misma razón que siempre deberíamos ver las películas de Tsai Ming-liang (como señaló Jonathan Rosenbaum) y Hou Hsiao-hsien en pantalla grande. La tierra no solamente “existe” en Kiarostami, tiembla. Lo que crea ese efecto monumental de cine en el iraní es esa vibración –las imperceptibles réplicas, tal y como ocurrieron, del terremoto de Y la vida continúa– fusionada con la serenidad del plano o de la steady (movimientos deslizantes en coche), junto con la duración de las imágenes y su ritmo, unido todo ello a las inestables permutas entre sentimiento interior y actitud exterior de sus actores.

Olvidamos el aura de amenaza, el miedo a lo desconocido y el acecho de la muerte que animan su obra como una corriente subrepticia. Están ahí, en el viaje de ese chico en ¿Dónde está la casa de mi amigo?, ahí, en la tierra frágil y quebradiza de El viento nos llevará. Y están sobre todo ahí, en El sabor de las cerezas, mientras Badii yace en su tumba improvisada –una escena que no sobrevive al transfer TV-vídeo–: en los destellantes relámpagos en lo negro de la noche, en el retumbar de truenos en sensorround, en el misterio tan difícilmente soportable de si este hombre vivirá o morirá; la escena nos conduce muy cerca de una experiencia absoluta (y absolutamente cinemática) de negación de la existencia, más poderosa que cualquier película de terror. Lo que convierte el final de El sabor de las cerezas en algo tan radical –no sólo el contraste entre (o el continuum de) ficción y realidad– es la imponente transición de esta vivencia-límite de lo cinemático, la insinuación de un apocalipsis solitario, y la etérea ingravidez de un vídeo en construcción.

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Sin la intromisión del cine los films de Kiarostami podrían precipitarse en la banalidad, en “películas-recado” sobre la paz mundial y la compasión individual con el “visto bueno” de la ONU (de nuevo la banalidad de ABC Africa). Kiarostami (las entrevistas con él lo dejan suficientemente claro) no es un especialista en “diferencia cultural”, ni en especificidades culturales, ni en buena parte de lo que los intelectuales de la cultura se ocupan en atesorar en estos días. Resulta disparatado sobrecargar sus obras con este tipo de bagaje. Él se ocupa solamente de lo que significa estar presente en el mundo –el mundo como entidad diaria y filosófica–, de cómo registrar esa consciencia, y finalmente de las interacciones (las “historias” kiarostamianas) que proceden de ella. En el volumen de próxima aparición Movie Mutations (British Film Institute) –que coedito junto a Rosenbaum–, Kiarostami habla de la poética de su estancia en África como en sus mejores películas, poemas o fotografías: “Creo que ni yo, ni nadie envuelto en aquella extraña atmósfera podíamos recordar nuestra condición de cineastas. Nadie me conocía, y yo tampoco sabía quién era. Presenciábamos escenas que nos dejaban una profunda impresión. Algo similar al Día del Juicio. En el Día del Juicio, ¿quién se acordará de su profesión?”.

Olvidamos la tensión que conforma el cine de Kiarostami, y por supuesto de las películas de aquéllos a los que ha inspirado o influido. Una increíble tensión surge de ese sutil temblor, que siempre cimienta una aparición, una visión, en los momentos postreros de sus films. Lo que vemos en esos momentos, en esos planos finales, nunca es lo que esperamos contemplar, y suspende lo que podríamos haber pensado encontrar resuelto –estamos ante la inmensa (e inmensamente astuta) destreza narrativa de Kiarostami en acción–. La imagen pública de Kiarostami puede evocarnos un modesto contador de cuentos populares, o un recitador de poemas, pero en términos cinemáticos se trata de un creador de gestos tan poderosos como los de Almodóvar o Lynch. No me refiero a los gestos físicos de sus actores, sino al sentido de un momento epifánico al que se accede despacio, cuidadosamente alimentado y entregado con la claridad propia de un místico oriental que señala con su dedo la aparición en el mundo de algo que se ha venido preparando en la mente del espectador: algo asombroso y conmovedor de contemplar, una revelación; como en aquellas lastimeras figuras andando y discutiendo hacia la lejanía al final de A través de los olivos.

Se trata de un plano subjetivo conclusivo (del alter ego del director) “quizá no literalmente, pero sí en efecto (…) porque lo que no es posible en la vida real se hace real en el cine”, dice Mehrnaz Saeed-Vafa en su nueva obra Abbas Kiarostami (University of Illinois Press), coescrita junto a Rosenbaum. ¿No es una forma de decir que un prosaico (“modesto”) plano subjetivo puede metamorfosearse mágica y dramáticamente en un momento visionario –rebosante de toda la tensión conformadora del mundo vivido e inmanente–, permitiendo además un atisbo o una intuición (tal y como opera al final en el espectador) del vacío trascendental?

El presente texto apareció publicado originalmente en el número 7 (2003) de la revista Letras de Cine. Fue traducido del inglés por Álvaro Arroba. El texto se reproduce aquí con el consentimiento de su autor.