(Imagen de cabecera: Marcas de Aldara Pagán)

Antonio M. Arenas (A Coruña)

Un jardín secreto, compuesto por imágenes de flores enviadas por cineastas, amigos y colaboradores de todas partes del mundo, daba forma a la imagen gráfica de la undécima edición del S8, la Mostra de Cinema Periférico de A Coruña, que tuvo lugar del 27 de septiembre al 3 de octubre. Este desplazamiento en el calendario de sus primaverales fechas habituales (a finales de mayo y principios de junio) no fue el único cambio visible de su estructura y programación, al apostar por una edición dual que albergó actividades exclusivas tanto en formato online como presencial, en las que nos detendremos a lo largo de esta crónica.

El reto de mantener en ambos procesos las señas de identidad que caracterizan al S8 y que tanto le distinguen de otros festivales –véase cuidar los formatos originales de proyección, curar la obra de un reducido número de artistas, profundizar en sus procesos artísticos y, en definitiva, difundir lo que entendemos por cine experimental, alejándolo de etiquetas– tuvo en Camera Obscura su razón de ser. Inspirado por el Screening Room de la televisión pública de Boston, que en la década de los 70 generó un espacio de visibilidad para los cineastas de vanguardia, con Camera Obscura se daba sentido al contenido online al acompañar las piezas con un formato de entrevistas en plató. Se trata por tanto de evitar que las películas de Amy Halpern, Tomonari Nishikawa o Valentina Alvarado caigan en el fondo del catálogo de una plataforma o se pierdan en la inmensidad de la red, dotándolas de un contexto (y de un archivo) con el que se cumple una función divulgativa que tanto empieza a ser de extrañar en los medios tradicionales.

La emisión diaria online de Camera Obscura se acompañaba de lo que vino a denominarse La flor del día. Películas de Suzan Pitt, Jodie Mack o Claudio Caldini eran compartidas online como gestos a los espectadores habituales que este año no pudieron desplazarse al igual que cada año. Pero también como una forma de cuestionar la manera en la que se proyecta y exhibe el cine de vanguardia, al romper con todos los prejuicios y barreras que en ocasiones lo acompañan. En esa dirección, las flores del día dialogaban con el que era uno de platos fuertes de la programación presencial del S8. Nos referimos a la sesión dedicada a la idea del jardín secreto, que no contaba a priori con la ambición de abordar una perspectiva histórica ni cronológica sobre el tema, tan alejado de los cánones y estudios cinematográficos más tradicionales, sino que partía del cariño y la curiosidad por reunir un ramillete de películas filmadas por cineastas de distintas generaciones, con la salvedad de que en algún momento giraron su cámara para registrar la naturaleza que les rodeaba.

“Plantas trepadoras” de Julieta Averbuj.

¿Y qué entendemos por jardín secreto? ¿Cómo podemos acceder? ¿Figura en los mapas? En el caso de Julieta Averbuj, que asistió al CGAI para presentar Plantas trepadoras (2013), con la que se inició oportunamente la sesión, el jardín secreto solo es visible a través de un intrincado proceso fílmico. La también fotógrafa y curadora nacida en Barcelona superpuso una película filmada en 16mm sobre un rollo de película transparente de 35mm y a continuación capturó esa elaboración. En su brevedad, el resultado transmite una idea vertiginosa de las posibilidades del cine vertical. La deliberada imperfección al superponer ambos rollos de celuloide provoca que durante su proyección el fotograma en 16mm tenga vida propia, generando un movimiento curvo y ascendente tan imprevisible como constante, que brota de una raíz fuera de campo. El propio celuloide se convierte en la planta trepadora del título, no se diferencia de las plantas trepadoras que contiene en su interior y que abruptamente atraviesan nuestra retina. “La semilla liberada emerge del suelo”, podemos leer en uno de los textos de Averbuj. Al igual que su película emerge del fotograma mismo.

Evidentemente, una propuesta como la de Averbuj solo podía continuarse con una película de Stan Brackhage. En la línea de la célebre Mothlight (1963), donde incrustaba alas y otros restos de polillas o mosquitos sobre el fotograma, en The Garden of Earthly Delights (1981) el celuloide es el propio jardín secreto al que habíamos sido invitados. Todo tipo de hojas, flores y hierbas cobran vida hasta generar no ya un jardín, sino un bosque en constante alteración y transformación. Durante la sesión se entrecruzaban aquellas películas que hacían un estudio más metodológico de una planta o flor en concreto, como Amaryllis – A Study (Jayne Parker, 2020), que en su uso de la imagen macro observa con todo lujo de detalle su florecer desde cada ángulo, convirtiendo esta planta llegada del sur de África en un objeto artístico, junto aquellas que se filmaban como si fuera la primera vez que nuestros ojos se enfrentaban a toda la belleza y el horror de la naturaleza.

“Interlude” de Nathaniel Dorsky.

Era el caso de la embaucadora Interlude (2019) de Nathaniel Dorsky. Una película silente proyectada a 18 fotogramas por segundo, como todas las del cineasta norteamericano, que persigue la imagen escondida en los reflejos del agua, gestando una atmósfera que nos lleva a pensar en el cinemista granadino José Val del Omar. El jardín secreto está sumergido, el fondo y la superficie resultan indistinguibles al ojo, cada fotograma despliega una doble imagen, la que forman las hojas y ramas que flotan sobre el agua y las que se atisban en sus profundidades. Este artificio de la vista estuvo precedido del artificio de la cámara, el característico flickr de imágenes campestres y rurales que emprende Rose Lowder en los episodios 26-27 de su serie Bouquets (2003).

Tras un parón debido a un fallo técnico que obligó a cambiar de proyector de 16mm, lo que algunos agradecimos para tomar notas o algo de aire, evitando así sufrir Síndrome de Stendhal, la sesión continuó con la naturaleza muerta de Jodie Mack. Wasteland No.2: Hardy, Hearty (2019), una de sus películas más recientes, quizás no se sitúe entre las más excepcionales salidas de la imaginación de la cineasta británica afincada en California, aquellas que no sabemos situar entre el cine de vanguardia o en el de animación por su montaje rítmico, colorido y arrebatador, pero servía de contrapunto al resto del programa por encapsular el jardín fuera de su contexto. Al trasladar las flores y sus raíces a un entorno aséptico, blanco, neutro, cada frenético corte del montaje establecía un vínculo imposible entre las plantas, como si desearan tocarse, lo que en medio de una pandemia nos invita a pensar en la vida después de la naturaleza. La vida después del cine, en cambio, se aborda en la inclasificable The Secret Garden (Phil Solomon, 1988), que se apropia de la película homónima dirigida por Fred M. Wilcox en 1949 y de fragmentos de El mago de Oz (Victor Fleming, 1939) en un ejercicio de desmantelación del aparato narrativo de ambos largometrajes.

“All My Life” de Bruce Baillie.

Por último, y como no podía ser de otra manera en el año de su muerte, el último jardín secreto fue All My Life (1966) de Bruce Baille. Las notas de piano del tema de Ella Fitzgerald, su voz, el movimiento panorámico de la cámara hacia el lado izquierdo del cuadro, las verjas de madera rodeadas de intensas flores rojas. Nos conocemos estos tres minutos de memoria, nos siguen cautivando igual, pero cuando la cámara se eleva para perderse entre el intenso azul del cielo parece como si lo hiciera por vez primera. Se suele hablar de esta película en referencia al inicio de Terciopelo azul (David Lynch, 1986), que advierte de la belleza pero también del horror oculto bajo los suburbios, pero podría vincularse con el jardín secreto del cine gallego que este año se vio en la sección Sinais, que ante la situación actual gozó de mayor protagonismo que en ediciones anteriores.

Sinais en curto son señales de vida de creadores locales que se mueven alrededor del festival, con la intención de establecer una paneo del cine que el propio S8 ha cultivado en ese tránsito de espectador a cineasta cada vez más habitual y esperanzador. Un cine de proximidad no exento de fundamentos en su experimentación, como la que lleva a cabo el historiador y cineasta Alberte Pagán, habitual de la Mostra, figura clave y subterránea desde la que acercarse al cine de vanguardia gallego, que en Pons Minea (2020) continúa su serie Superficies, en la que vuelve a filmar imágenes sobre distintas texturas. En esta ocasión divide la película en dos. En su primera mitad documenta el Embalse de Belesar franquista con distintas tomas de un minuto de duración, que nos empapan de la Historia que arrastra consigo el lugar, para a continuación proyectar esas mismas u otras imágenes (uno no puede del todo a llegar a diferenciarlas) sobre la corteza de un árbol, cuya rugosidad torna el paisaje en un cuadro abstracto en movimiento.

“Unidad vecinal” de Tono Mejuto.

Si hablábamos antes de las posibilidades del cine vertical, Unidad vecinal (2020) traslada ese concepto a uno de los edificios más icónicos de A Coruña, un bloque de viviendas construido durante el franquismo para acoger el éxodo rural y expandir la ciudad, cuya intimidad sirve a Tono Mejuto para dar forma a un extraordinario ejercicio de costumbrismo vertical en el que el deseo de ascensión de una estancada clase media se revela mediante el dispositivo de cierre y apertura del objetivo de una cámara de 16mm. Desde las montañas de basura acumuladas en los sótanos, hasta una terraza donde despedir el día (y la película) viendo atardecer a través de una sucesión de fundidos ópticos, el cineasta, fotógrafo y arquitecto gallego accede al salón de diversos domicilios en idéntico plano fijo, de un modo que en su excentricidad remite a Chema García Ibarra. Lo mundano (carreras de motos y dibujos animados en televisión) se funde con lo fantástico al desdoblar la imagen y suspender el tiempo, como se suspende en un eterno domingo frente al televisor. La magia de lo cotidiano en un cortometraje extraordinario que alberga las posibilidades del cine que imaginaron Meliés y los Lumiére.

Por último, además de destacar la labor de reinterpretación del cine gallego que emprenden Adrián Canoura y las hermanas Lara y Noa Castro con De morte nace a vida (2019) y A vella e o deserto respectivamente, sobresalió la performance en vivo que llevó a cabo Aldara Pagán. Una lectura de poemas escritos en su adolescencia acompañó la proyección en 16mm (la única en analógico de la sesión) de Marcas (2020). Un filme surgido durante su estancia en la Elías Querejeta Zine Eskola en el que se pueden rastrear las influencias de Maya Deren o Barbara Hammer al situar su cuerpo frente a la cámara, dando forma a una fantasmagoría feminista que contó con el momento más hermoso del festival. De un plano suyo vestida de negro, en contrapicado, filmado desde el exterior de una casa abandonada en el bosque, la cámara se eleva al horizonte (como lo hiciera Bruce Baille) y un corte inapreciable sobre el cielo nos lleva hasta la imagen de Pagán caminando por el borde de una piscina, jugando como si aún persiguiera una infancia de la que la mujer que habla, liberada sexualmente y dueña de una singular mirada fílmica, se despide para siempre.