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PORTRAIT DE LA JEUNE FILLE EN FEU (RETRATO DE UNA MUJER EN LLAMAS). Céline Sciamma. Francia (2019) Con Adèle Haenel, Noémie Merlant, Valeria Golino.

En su nuevo film, la directora de Tomboy nos lleva hasta la Bretaña francesa a finales del siglo XVIII. Allí, una joven pintora, Marianne (Noémie Merlant), llega a unos aposentos señoriales donde debe cumplir con el encargo de pintar un “retrato matrimonial” de Héloïse (Adèle Haenel), que afronta con disgusto la perspectiva de cumplir con el acuerdo matrimonial que le ha concertado su madre (Valeria Golino). Tomando el ejercicio de creación pictórica como elemento estructural de la puesta en escena, la cámara de Sciamma adopta la perspectiva de Marianne, la pintora, para ir revelando gradualmente la figura de Héloïse, la reticente modelo. Un proceso de descubrimiento gestual y físico que irá acompañado por el progresivo acercamiento, primero empático y luego sentimental, entre las dos jóvenes. He aquí un drama romántico que Sciamma sabe cargar de una incendiaria tensión amorosa, con las protagonistas intercambiando las funciones de observadora y observada desde sus roles de artista y modelo. Y, mientras, tanto en el corazón como en el trasfondo del relato, se perfila una incisiva reflexión sobre la opresión de la voluntad femenina.

Si Retrato de una mujer en llamas conquista una cierta grandeza fílmica es sobre todo por el buen ojo de Sciamma a la hora de sacar el máximo partido de sus dos protagonistas: una magnética Noémie Merlant en la piel de una joven risueña de carácter independiente y sensibilidad artística, y una Adèle Haenel que mide al milímetro el tránsito desde una arisca introspección hasta un entregado abandono romántico. La química entre directora y actrices trae a la mente los tándems triunfales que conformaron Abdellatif Kechiche junto a Adèle Exarchopoulos y Léa Seydoux en La vida de Adèle, y Todd Haynes con Cate Blanchett y Rooney Mara en Carol. Tocada por un desaforado amor por el arte, Retrato de una mujer en llamas tiende unos fructíferos puentes entre la odisea amorosa de sus protagonistas y el mito de Orfeo y Eurídice, que es utilizado para cubrir el relato con un manto de fatalismo, fuerza lírica y halo fantástico. Mientras que el referente fílmico que mejor explica el poder de conmoción de lo nuevo de Sciamma es La edad de la inocencia de Martin Scorsese, a partir de la novela de Edith Wharton. Películas que, en su elegancia formal y en su sublime contención emocional, llevan el drama romántico a sus más altas cotas expresivas. Manu Yáñez

BEANPOLE (UNA GRAN MUJER). Kantemir Balagov. Rusia (2019). Con Viktoria Miroshnichenko, Vasilisa Perelygina.

Tras la revelación que supuso Demasiado cerca, el joven director ruso Kantemir Balagov propone un nuevo viaje al pasado, en esta ocasión a Leningrado, poco después del fin de la Segunda Guerra Mundial. En este escenario de (supuesta) victoria y (evidente) destrucción, Balagov construye un contundente drama intimista en el que dos mujeres se descubren atrapadas entre los traumas bélicos, el sentimiento de culpa y el imperioso deseo de ser madres. Iya (Viktoria Miroshnichenko) sufre un singular caso de estrés postraumático que la deja paralizada en los momentos más inesperados. Por su parte, Masha (Vasilisa Perelygina) vuelve del frente acongojada por la pérdida de un marido… y de otro familiar cuyo parentesco es mejor no revelar. Balagov filma a sus protagonistas de cerca, atento a cada gesto afligido, a cada atisbo de desconsuelo o incluso de enajenación. Lejos de condenar a sus personajes a la absoluta parálisis, el director propone una dialéctica visual entre la quietud y el movimiento, desplegada por una empobrecida colección de claustrofóbicos escenarios interiores. El movimiento de Beanpole –de los personajes, pero también de la cámara– es compulsivo, desesperado, heredero de ese furioso deseo de supervivencia que ha dado forma al cine de los hermanos Dardenne o de László Nemes.

En su retrato de un mundo al borde del colapso anímico y moral, Bagalov emplea un mecanismo narrativo de efectos devastadores: cada indicio de sosiego es aplastado por la certeza de un destino fatal, una estrategia que da forma a una película algo previsible. Sin embargo, la incuestionable belleza de este film de raigambre pictórica –construido con brochazos de rojo (sangre) y verde (esperanza)–, las punzantes interpretaciones de Miroshnichenko y Perelygina, y el trabajado trasfondo psicológico de los personajes (que permite empatizar con su dolor) hacen de Beanpole una experiencia de gran intensidad. Por último, cabe reconocer la valentía de Balagov a la hora de oponerse con Beanpole al discurso histórico hegemónico en la Rusia de Vladímir Putin, donde las “victorias” bélicas son recordadas como indiscutibles muestras de heroísmo patriótico. Bagalov presenta la posguerra rusa como un pozo de abatimiento y sinrazón, una suerte de purgatorio terrenal en el que todo signo de dicha o grandeza ha sido sustituido por el dolor y la muerte. Manu Yáñez

LIGHT OF MY LIFE (LA LUZ DE MI VIDA). Casey Affleck. Estados Unidos (2012). Con Casey Affleck, Elisabeth Moss, Anna Pniowsky.

Arranca Light of My Life con el plano cenital de un padre (Casey Affleck) que inventa una historia para su hija (Anna Pniowsky) antes de dormir. Entramos así en un cuento post-apocalíptico que en realidad es una tierna historia de amor paterno-filial. La primera película de ficción dirigida por Casey Affleck –realizó el delirante falso documental I’m Still Here, protagonizado por Joaquin Phoenix– plantea un escenario hipotético en el que la población femenina ha sido erradicada por la amenaza de un virus. Para evitar la captura de su hija, que es una de las pocas supervivientes de la hecatombe, los protagonistas llevan una vida nómada ocultándose en bosques y huyendo de las compañías. A su modo, el marco del filme recuerda a En la carretera, la novela de Cormac McCarthy llevada al cine por John Hillcoat, si bien aquí el relato de supervivencia tiene un carácter más emocional que físico.

Lo que parece interesarle realmente a Affleck es la hipótesis de tener que educar a un menor en tiempos extremos, mas aún tratándose de la última mujer viva sobre el planeta. El padre siempre encuentra una respuesta a las imposibles preguntas de la hija, y el foco de la propuesta siempre privilegia la interrelación de los personajes por encima de la “acción”. No se trata de una película sobre la violencia en un mundo agónico, sino sobre la posibilidad del amor como redención humana, incluso cuando ya no parece posible confiar en nadie. Affleck impone una política de contención que juega todo el tiempo en favor del film. Incluso cuando la inevitable brutalidad entra en escena, el director y protagonista logra mantener el foco sobre lo que realmente le interesa, jugando elegantemente con la oscuridad y el fuera de campo. Carlos Reviriego

THE LIGHTHOUSE. Robert Eggers. Estados Unidos (2012). Con Robert Pattinson, Willem Dafoe.

The Lighthouse, el nuevo trabajo de Robert Eggers (La bruja), nos sitúa a principios del siglo XX, en una pequeña isla en alta mar donde los dos únicos protagonistas –un veterano farero (Willem Dafoe) y su joven ayudante (Robert Pattinson)– deben convivir durante cuatro semanas. Allí, la luz del faro se perfila como una posible fuerza esotérica; la fauna del lugar va revelando un carácter hostil (un toque de esoterismo que remite al imaginario de Edgar Allan Poe); la afición por el alcohol del viejo farero lo convierte en una versión cochambrosa del Capitán Ahab de Moby Dick; mientras que las pesadillas del joven ayudante aparecen pobladas por sensuales criaturas marinas. De este inquietante caldo de cultivo narrativo, emerge una odisea psicológica que, filmada en formato cuadrado y en un amplio abanico de grises, acaba precipitándose al pozo de la locura más sombría, como bien dictamina una puesta en escena heredera del cine expresionista alemán.

Resulta imposible hablar de The Lighthouse sin ahondar en el monumental trabajo de sus dos estrellas, Dafoe y Pattinson, que protagonizan el duelo actoral más intenso que este crítico pueda recordar desde The Master de Paul Thomas Anderson. Electrizando la pantalla con un poderoso in crescendo de tensión contenida, Pattinson y Dafoe acaban estallando en un agresivo toma y daca, donde se turnan para reencarnar al Jack Nicholson de El resplandor, o para intercambiar estridentes monólogos llenos de improperios y ofensas (todo ello en un inglés arcaico, que resulta ya de por sí bastante humorístico). Un duelo en la cumbre del histrionismo actoral que Eggers filma atendiendo a la gestualidad malsana de los protagonistas y sumergiendo al espectador en su caos perceptivo y paranoico, allí donde las coordenadas temporales del relato se desdibujan, y donde la frontera entre lo real y lo imaginario se derrumba. Puede que, debido a su enorme talento para la creación de imágenes de impacto, Eggers se exceda en la confección de múltiples clímax narrativos –llegado un punto, la película parece dar inocuas vueltas sobre si misma–. Sin embargo, The Lighthouse deja en el espectador un genuino poso de estremecimiento, y admiración hacia unos actores entregados a un vendaval de gestas dialogadas y proezas físicas. Manu Yáñez

LA VÉRITÉ (LA VERDAD). Hirokazu Kore-eda. Francia, Japón (2019). Con Catherine Deneuve, Juliette Binoche, Ethan Hawke.

Nada es lo que parece en La verdad, una muy inspirada aproximación al modo en que los seres humanos tendemos a construir nuestra realidad a partir de ilusiones, anhelos, mentiras piadosas, memoria selectiva y un conjunto de ficciones penetrantes, siendo el cine una de las más poderosas y embriagantes. Representaciones que, durante el curso de una vida, terminan dando forma a eso que llamamos nuestra personalidad, nuestra verdad. Construida como un festival de desdoblamientos, La verdad sitúa una de sus tramas en un rodaje cinematográfico, una película-dentro-de-la-película (un drama materno-filial de ciencia ficción) que funciona como un reflejo deformado de la tensa relación que mantiene los personajes de Catherine Deneuve (que interpreta una versión semificcional de sí misma) y su hija en la ficción, una guionista interpretada por Juliette Binoche. Las evidentes resonancias entre los diferentes niveles de ficción remiten a Opening Night de John Cassavetes y, a diferencia de lo que ocurría en la densa y teórica Viaje a Sils Maria de Olivier Assayas, en La verdad las ideas y emociones fluyen con gran ligereza. Haciendo gala de su talento para crear una cierta ilusión de liviandad narrativa, Kore-eda construye en La verdad un resonante teatro de la vida en el que comedia y drama conviven de manera armónica.

Por otra parte, la nueva película del director de Un asunto de familia puede verse como un elogio a la figura del actor. La verdad no puede evitar bromear con la imagen pública e icónica de Deneuve: su característica frialdad y altivez resplandecen humorísticamente cuando la diva atiende, desdeñosa, a un comentario sobre las iniciales repetidas de las “grandes actrices” francesas (Anouk Aimée, Brigitte Bardot, Simone Signoret… pero no Catherine Deneuve). Sin embargo, los chistes privados quedan a un lado cuando el personaje defiende airadamente que, como actriz, “no tengo que decir la verdad. Eso no es interesante”. Una sentencia que halla un bello reflejo en uno de los hilos más encantadores de la película, donde Deneuve convence a su nieta de que, al igual que una bruja, “la abuela” es capaz de convertir a las personas en animales. En su salto desde el retrato de la vida marginal japonesa hasta la realidad burguesa parisina, Kore-eda consigue mantener casi intacta la fuerza expresiva de su cine naturalista. En La verdad, la cámara está al servicio de los actores y pocas veces se permite un ademán virtuoso, aunque cuando lo hace la película resplandece: un largo plano de la nuca Binoche refleja una personalidad anulada por una madre insensible, mientras que la imagen de Deneuve reflejada sobre una ventana y aureolada por unas difusas luces exteriores se presenta como la perfecta representación de un estado de confusión existencial. Manu Yáñez

THE LAUNDROMAT: DINERO SUCIO. Steven Soderbergh. Estados Unidos (2019). Con Meryl Streep, Gary Oldman, Antonio Banderas.

La nueva película de Steven Soderbergh podría verse como la perfecta conjunción de los numerosos registros explorados por el inquieto cineasta estadounidense a lo largo de su carrera. De partida, en The Laundromat: Dinero sucio (una producción de Netflix), hallamos el perenne interés de Soderbergh por sacar a la luz pública el efecto lacerante de diversas lacras sociales: aquí se aborda la desfachatez con la que las grandes fortunas esquivan sus responsabilidades fiscales echando mano de la ingeniería financiera, del mismo modo que Traffic estudiaba el tráfico de drogas, Erin Brockovich las malas praxis de las corporaciones y la reciente High Flying Bird el precario rol de la América negra en la industria del espectáculo deportivo. En el caso de The Laundromat, la denuncia se articula a través de la sátira más descarada, un tono que Soderbergh ya exploró en El soplón y que sobrevuela sus comedias más frívolas (pienso en la saga de los Ocean Eleven). Y, por último, lo nuevo del cineasta norteamericano se presenta como un fragmentario collage que se ramifica en la esfera internacional, una estrategia que ya resplandecía en Contagio, que a su vez comparte con The Laundromat su carácter “procesual”.

Resulta impactante la seguridad con la que Soderbergh –todo un veterano de la industria a sus 56 años– emplea las herramientas cinematográficas a su disposición para embestir contra la avaricia del sistema capitalista, un mensaje que ya se infiltraba en el díptico que forman Magic Mike y Logan Lucky. La película brilla cuando se proyecta a las alturas de la comedia cínica de la mano del dúo formado por Gary Oldman y Antonio Banderas, que en la piel de los abogados Jürgen Mossack y Ramón Fonseca –cuyas actividades fraudulentas fueron destapadas por los Papeles de Panamá–, devienen los narradores de The Laundromat’. Rompiendo la cuarta pared y exhibiendo con absoluto descaro la cara más amoral del sistema, Oldman y Banderas son la punta de lanza de una película que, en su despliegue autorreflexivo, dialoga con la herencia de Bertolt Brecht para animar a los espectadores a no olvidar que la ficción (basada en hechos reales) no es más que el reflejo de un conflicto real de profundo calado sociopolítico. Manu Yáñez