De repente, un golpe inesperado

En un bosque, se celebra una cacería. Se diría que es de noche, aunque el cielo ligeramente azulado –y oculto tras una frondosidad iluminada artificialmente– podría ser el de un atardecer o un alba imaginaria. En este no-tiempo creado para la inquietud, una jauría humana se congrega para atrapar a un individuo que se esconde, que huye, pero que inevitablemente acaba confirmando su condición de presa. Tanto los “gatos” como el “ratón” visten indumentaria oscura y llevan unas máscaras que remiten inevitablemente al universo del teatro nō japonés, con sus pómulos marcados, sus bocas abiertas, sus narices achatadas. Sin embargo, lejos de la austera y sutil expresividad articulada por los maestros del teatro nipón, aquí las máscaras, pese a plasmar un cierto abanico de estados de ánimo, crean un efecto unificador en el grupo, anulando toda singularidad, neutralizando todo rasgo identitario, connotando la dimensión tribal del colectivo. Así se presenta ante el espectador The Fall, el nuevo trabajo en formato corto del cineasta británico Jonathan Glazer, un verdadero descenso a los infiernos que, en su inclinación hacia lo abstracto, se acaba erigiendo en una salvaje parábola social.

Desde el año 2013, no habíamos tenido ocasión de ver ningún nuevo trabajo de Glazer. Desde entonces, se suponía que el director de Sexy Beast estaba enfrascado en una adaptación de La zona de interés de Martin Amis. La información cuadraba con el cuadro clínico obsesivo que se le suele achacar al londinense, el mismo que le llevó a convertir la adaptación de la novela Under the Skin de Michael Farber en un progresivo, prolongado y radical proceso de renuncia a la literalidad para llevar la historia de una alienígena depredadora de hombres a un territorio al que solo se podía llegar por medios cinematográficos.

Atender al proceso de creación de Under the Skin permite completar el retrato de un autor en permanente y paciente búsqueda de un preciso equilibrio entre el diseño y el accidente, lo planificado y lo fortuito, el control y el azar. En esta línea, cabe recordar la portentosa apertura de Reencarnación, donde el largo plano inicial de seguimiento del marido “desaparecido” del personaje de Nicole Kidman –filmado desde una altura inusual, sobre la blancura del Central Park nevado– se veía súbitamente enriquecido por la aparición de una jauría de cuatro perros de tonalidades diferentes, del blanco al negro, que cruzaba el plano en un momento privilegiado (uno de esos detalles aparentemente nimios, pero cargados de sentido que también solemos encontrar en la obra de David Fincher o Wes Anderson). La trayectoria de Glazer nos habla de un artista metódico y perfeccionista, pero también de una mente inquieta, propensa a dejar destellos de genio en diversos formatos. Ahí está, por ejemplo, el extraño caso de Temptation, una pieza publicitaria en la que un Denis Lavant diabólico tentaba a un trío de jóvenes virginales con una barrita de chocolate cuyo evidente uso erotizante terminó echando atrás a los dirigentes de la compañía Cadbury, que se negaron a asociar el nombre de la empresa con el lascivo spot comercial (que apenas subsiste por la red en copias ilícitas de escasa definición). Recuerda todo esto, por cierto, a la increíble historia de cómo Fernando Pessoa recibió el encargo (y luego fracasó en la tarea) de idear un eslogan en portugués para la empresa Coca-Cola, una historia de censura puritana que plasmó Eugène Green en el cortometraje Como Fernando Pessoa salvou Portugal.

La historia de la conversión de Temptaion en un objeto semiclandestino de sublimación consumista y de subversión sociopolítica nos sirve para entender la relevancia del contexto en el que vio la luz el cortometraje que nos ocupa, The Fall, emitido por sorpresa en el segundo canal de la BBC la noche del 27 de octubre de 2019, justo después del programa de viajes The Americas with Simon Reeve y en la franja horaria en la que debía estarse emitiendo el show de stand-up comedy Live at the Apollo. Con todo esto, la BBC revivía los fantasmas de Ghostwatch, mítico falso documental emitido en falso directo la noche de Halloween de 1992. Una obra de género vendida como telerrealidad, el programa consistía en el seguimiento filo-periodístico de los fenómenos paranormales que atormentaban a una familia de Northolt. Se trataba, efectivamente, de coger a la audiencia desprevenida. El terror se cocinó desde la tensa incredulidad inicial para luego golpear con la brutal fuerza de lo inesperado… hasta el punto de que, durante la noche de emisión, la centralita de la BBC fue colapsada por miles de espectadores atónitos. Una reacción airada que condenó al programa al ostracismo, hasta su restitución como película de culto.

Es bajo este prisma que debe observarse The Fall, como una obra que debe buena parte de su oscuro encanto a su presentación original. Apareció cuando nadie la esperaba, se pudo ver en la web de la BBC durante unos días y se fue justo cuando empezábamos a entenderla, dejando en nuestra memoria un recuerdo parasitario. La experiencia parece reunir dos de las pulsiones centrales del universo de Glazer. Por un lado, la terapia de shock, que suministraba la alienígena de Under the Skin a unas presas advenedizas, que ignoraban su inminente fin mientras fantaseaban con el encuentro sexual definitivo. Por otro lado, la reminiscencia imborrable, que afectaba a la Nicole Kidman de Reencarnación, atormentada por el germen de una idea convertida en obsesión. Para nuestra fortuna, la presentación de The Fall en la plataforma MUBI nos permite adentrarnos de nuevo en la película con la voluntad de revivir y liberarnos del shock, actualizando y domando su traumático recuerdo.

En frío y en el hogar: la caída diseccionada

Ha llegado el momento de enfrentarse a The Fall de forma obsesiva, pausando la reproducción a placer –para gozar de sus suntuosas composiciones– o reculando unos segundos, para confirmar las intuiciones. En el hogar existen muchas más distracciones que en una sala de cine, pero como contrapartida tenemos acceso a nuestro querido modo microanalítico. De modo que cojo libreta y bolígrafo y, tras ver The Fall dos veces “en modo clásico”, me dispongo a hacerlo cronometrando, inspeccionando cada corte, tomando nota de todo cuanto veo y escucho.

Plano #2, 0:10 – 0:28 → Estamos en un bosque, en la noche imaginaria confeccionada por Glazer. La cámara nos muestra las copas de unos árboles iluminados con luz artificial. De repente, empieza a sonar la amenazante partitura de Mica Levi, que percute con violencia sobre las imágenes. Al mismo tiempo, un árbol (y ninguno más) ha empezado a convulsionar. Parece que esté temblando de miedo.

Plano #3, 0:28 – 0:30 → Vemos por fin a la turba humana cuyos gritos furiosos llevamos escuchando desde los títulos de crédito iniciales. Una manada compuesta por trece individuos se concentra alrededor del árbol espasmódico. Unos se aferran a su tronco y lo agitan de manera violenta, otros contemplan tranquilamente la escena, con una calma que sugiere la ejecución de un acto rutinario. Todo el mundo en este cuadro está de espaldas. Nadie da la cara.

Plano #6, 0:50 – 1:02 → Tras zarandear agresiva y prolongadamente el árbol –mientras la banda sonora aporta sonidos más agudos y punzantes–, la turba consigue hacer caer a su presa. La manada se abalanza sobre él. Algunos lo hacen de manera eufórica y extremadamente hostil; otros de forma más lenta, fría, mecánica, ritualizada.

Plano #7, 1:02 – 1:04 → El apresamiento. De fondo, se oyen palabras ininteligibles, gritos, berreos, alaridos, aullidos. Los cuerpos que someten al perseguido son corpulentos, aberrantes, hipertrofiados, mórbidos, grotescos. Su número, masa y volumen subrayan el abuso que se está perpetrando. Es la masa eternamente enfurecida de Los Simpson, la muchedumbre incendiaria de Furia de Fritz Lang. Una estampa horrorosa iluminada súbitamente por una luz cegadora, virulenta.

Plano #8, 1:04 – 1:06 → De vuelta al Plano #3, identificamos que el fogonazo lumínico es el flash de una cámara o smartphone. Fundido a negro, mientras nuestra mente recapitula la cantidad de veces que hemos sido expuestos –a través de redes sociales, Youtube, whatsapp o noticiarios sensacionalistas– a horrendas fotografías o vídeos de violencia ejercida contra el débil por parte de un agresor desgraciadamente empoderado por una sociedad corrompida. Bullying escolar, agresiones homófobas, ejecuciones terroristas, torturas realizadas por soldados uniformados. El tono festivo de la atroz estampa evidencia el carácter impune de una agresión normalizada.

Plano #10, 1:09 – 1:15 → Travelling in que nos lleva de un primer plano a un primerísimo primer plano. Un miembro de la turba rodea el cuello de la presa con una soga. La víctima está derrotada, y solo puede fijar su vista en el suelo, pero la violencia del último apretón del lazo hace que su cuello se tense, que su cara se erija y que su mirada (filtrada por una máscara de cara llorosa) se quede fijada en nosotros. El primerísimo primer plano ha estrechado el cuadro. Los abusones han desaparecido. El sentenciado espera solo. Escuchamos su respiración: los últimos y agónicos alientos de alguien que sabe que va a morir. De repente, se oye un golpe fuerte y la víctima cae, desaparece en el fuera de campo. Corte.

Plano #11, 1:15 – 1:20 → Vemos el título del cortometraje escrito en letras mayúsculas y blancas sobre un fondo negro. La banda sonora aporta ahora unas notas rápidas y nerviosas. Transmiten la sensación de que el tiempo se nos escapa de las manos.

Plano #12, 1:20 – 2:39 → Plano general con travelling in; de frontal a contrapicado. La banda sonora se va disolviendo; toma el relevo el sonido siniestro de la rozadura de una cuerda contra un tablón de madera. Una luz artificial baña un escenario que parece surgido del imaginario decadente y desolador del fotógrafo Gregory Crewdson. Estamos en un patíbulo medio engullido por el bosque, por su maleza. En su sordidez, se asemeja a una versión agreste de la soga de El ahorcamiento (Death by Hanging), la gran sátira sobre la violencia de estado que dirigió en 1968 Nagisa Oshima. El espacio está delimitado por unos muros que son tanto de ladrillos como de enredaderas. La plataforma de madera del ahorcado se mimetiza de manera escalofriante con los árboles que la rodean: lo natural y lo artificial forman parte de la misma pesadilla. La violencia parece la expresión de un anhelo atávico, primitivo; o quizá estemos ante una variante distópica de la brutalidad de nuestro mundo. La cámara avanza hacia una soga cuya apariencia y comportamiento no nos permiten determinar si cae, si vibra o si directamente es una imagen generada por ordenador. Lo físico y lo virtual; la realidad y la fantasía más oscura se mezclan, pero el conjunto parece optar por lo primero, al fijar el objetivo en la rozadura de la cuerda con la estructura de madera, y al descubrir el humo y/o serrín que se desprende de dicha fricción. Se oye el viento de fondo; la voz de una naturaleza que asiste impasible al horror deshumanizado, pues durante más de un minuto, no vemos a ninguna persona.

Plano #14, 2:48 – 3:00 → Contraplano contrapicado desde dentro del agujero, algo parecido a El hoyo de la película de Galder Gaztelu-Urrutia. Tres niveles de profundidad: suelo, plataforma y árboles. El cuadro está delimitado por las cuatro paredes del pozo. Vemos el cabo final de la cuerda caer, desaparecer. Cinco miembros de la manada, desde todas las orientaciones y niveles se asoman reptando lenta y silenciosamente al vacío. Nos miran a nosotros.

Plano #15, 3:00 – 3:02 → Primerísimo primer plano de una de las máscaras de la jauría. Pelo revuelto, desquiciado, parece sacado de un boceto de Junji Ito; ojos amarillos, vibrantes, vacíos, muertos. Dientes apretados, mano apoyada en el marco de madera. Desprende todo una violencia expectante insoportable.

Plano #20, 3:09 – 3:11 → Plano general a ras de suelo. Diez personas en el cuadro. Todas amorradas al vacío, todas sonriendo. Su silencio es igualmente insufrible. La acción sigue desarrollándose de noche, pero los retazos de cielo que nos dejan ver los árboles son de un azul más claro, más cercano al amanecer. Se oye un grito de fondo. La víctima cae.

Plano #25, 3:21 – 3:23 → La cámara se centra en uno de los avatares de la jauría. Emite bufidos de primate en celo, y parece bailar a modo de celebración, exagerando el movimiento triunfal de sus brazos y piernas al caminar.

Plano #27, 3:24 – 3:48 → Plano detalle de la cuerda cayendo y vibrando dentro del pozo. La seguimos con una velocidad de descenso vertiginosa. La cámara baja tan rápido (probablemente, mediante un trucaje digital) que las paredes negras del agujero parecen transformarse en líneas verticales infinitas. La respiración del gorila se ha convertido en una banda sonora de sonidos metálicos, cada vez más agudos, breves y encadenados con más rapidez. Es el vértigo de la caída eterna.

Plano #28, 3:48 – 3:55 → El descenso se frena en seco. Vemos a la víctima apoyada agónicamente en las paredes de un pozo que habría hecho las delicias de Edgar Alan Poe. La cuerda, que sigue su infernal caída, sigue vibrando. Se nota una tensión insoportable en los pies del superviviente, que sostienen todo el peso de su cuerpo. Las manos se intentan liberar del nudo que todavía abraza el cuello. La banda sonora sigue acelerándose en su particular escalada nerviosa. El tiempo se sigue agotando.

Plano #29, 3:55 – 4:00 → Plano medio frontal más cercano del superviviente. Su máscara sigue reflejando lo apurado de la situación. Sus manos siguen en tensión y la cuerda vibra de manera aún más exagerada. Por fin, se libera del nudo, lo suelta y la música parece respirar de alivio.

Plano #32, 4:29 – 5:36 → Plano general contrapicado, desde debajo del superviviente. Al principio, el plano es estático, pero a partir del segundo 4:57, traza un travelling in que en realidad sería un travelling up. Seguimos al personaje en su lenta, penosa, ardua y sacrificada ascensión hacia una luz blanca muy distante. Ruido de gotas, cae polvo.

Plano #33, 5:36 – 6:56 → Títulos de crédito finales. Los nombres del equipo del corto, en blanco sobre fondo negro, ascienden.

Exhausta escalada hacia una luz lejana

¿Qué podemos sacar de este análisis vertiginoso de picados y contrapicados? ¿Dónde nos deja esta inmersión en la aritmética de un montaje al que le gusta golpear cada dos segundos? En las misteriosas entrevistas que Glazer concedió vía e-mail después de la emisión de The Fall, el cineasta invocaba una nebulosa de referencias que iba de Francisco de Goya (tenía en mente el grabado de El sueño de la razón produce monstruos) a Bertolt Brecht (cuando se preguntaba sobre lo que se iba a cantar en tiempos oscuros) pasando por los hijos de Donald Trump (los planos #8 #9 recuerdan a la escalofriante instantánea que Eric y Jr. tomaron para inmortalizar el abatimiento de un leopardo por parte de uno de ellos). Una tempestad de imaginarios y conceptos condensados en poco más de cinco minutos. Y quizá ahí está la mayor virtud de The Fall: en su concreción, en una escala mínima que esencializa, a la manera de un haiku, todos los malos espíritus que habitan su negra noche. Glazer nos habla, sin necesidad de pronunciar ninguna palabra inteligible, de las agresiones anónimas y cobardes ejercidas contra el desprotegido, de los monstruos que campan a sus anchas cuando la razón ha decidido quedarse dormida, de la institucionalización de la violencia, tal y como la diseccionaba Shirley Jackson en el relato The Lottery.

Y aquí me encuentro, confinado en un pozo sin fondo, reptando patéticamente por un túnel en el que la única luz que se percibe es la de una “nueva normalidad” cuya sola conjunción de palabras pone los pelos de punta. Y no puedo evitar pensar que el infierno de The Fall brotó de una normalidad que parecía amable y placentera (ese programa de viajes, ese show de stand-up comedy), y que pronto despertaría a su propia pesadilla. Me consuelo en compañía de Glazer, el cineasta que descendió a los infiernos… y que escaló para contarlo.