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WALK UP | Hong Sang-soo | Corea del Sur | 2022 | 97 min.
A lo largo de su prolongada filmografía, Hong Sang-soo se ha consolidado como un narrador líquido, y esto no hace referencia a la cantidad ingente de copas de soju (lícor de arroz) y vino que los personajes beben en sus films. El adjetivo alude a la forma en la que sus historias fluyen y se amoldan a una férrea pauta formal, algo que vuelve a ocurrir en la magistral The Walk. La historia, como suele ocurrir, es sencilla, y se despliega a lo largo de una estructura circular y un único espacio, un edificio en el que se dan cita un director de cine (interpretado por Kwon Hae-hyo, actor fetiche de Hong), su hija y una arquitecta, antigua amiga del padre. La joven quiere dedicarse al diseño de interiores y busca el consejo de una profesional con experiencia. A partir de este punto de partida cerrado, el film se abre hacia coordenadas inesperadas gracias al azar –los encuentros fortuitos son parte esencial del estilo del director– para plantear las posibles vidas (reformadas) que tendría el personaje masculino en los tres pisos que componen el escenario de la película.
El autor de En otro país (2012) basa la arquitectura del relato en cinco elipsis –atravesadas por una breve ensoñación– que sirven para puntuar las “oportunidades” que Hong concede al protagonista, un personaje convencido de su incapacidad para el compromiso. En definitiva, estamos ante un tentativo estudio psicológico que aparece colmado por las obsesiones del director de A Tale of Cinema: los vínculos familiares, los devaneos sentimentales, las consecuencias de las decisiones pasadas, las miserias del mundo del arte y los oficios del cine.
La palabra vuelve a ser la absoluta protagonista del film y las largas conversaciones se desarrollan con ese aire de naturalismo nada impostado tan propio de Hong. De nuevo da la sensación de que los actores en algunos momentos improvisen, y seguramente lo hagan durante las largas tomas, pero esa escritura líquida del director hace que estas charlas se desarrollen justo por el camino que él ha definido para su relato. Cada nueva propuesta del director de La mujer es el futuro del hombre se puede sustentar con la idea de que se trata de “otra película de Hong Sang-soo”, y quizá sea verdad. Pero es que ahí reside uno de los grandes encantos de este autor tan formalista como humanista. En persistir sobre su estilo y componer obras que se van alimentando de las anteriores. Y la manera en la que “reforma” este bello trabajo es una nueva muestra de ello. Fernando Bernal
FAIRYTALE | Alexandr Sokúrov | Rusia, Bélgica | 2022 | 78 min.
A primera vista, Fairytale podría parecer un corolario, o bonus trakc de la crepuscular trilogía del poder en la que Alexandr Sokúrov retrató a Lenin (en Taurus), al emperador Hirohito (Sol) y al líder del Tercer Reich (Moloch), esta vez poniendo el foco en las figuras de Benito Mussolini, Adolf Hitler y Winston Churchill. Pero si aquellos eran ejercicios biográficos libres, ahora estamos atrapados en los desquiciados territorios de la fantasía, en una opresiva pesadilla de la que no podemos despertar (en momentos fugaces, vemos la imagen de un niño que duerme golpeado por el desasosiego). Para invocar y subvertir la Historia, Sokúrov, a sus 71 años, se atreve a darle la réplica a la parafernalia digital contemporánea. En una época en la que técnicas de inteligencia artificial como Deepfake o Dall·E arman mosaicos del calibre de “Cthulhu arruinando una foto romántica con el Sol poniéndose en una playa” o “Darth Vader en un póster de propaganda soviética”, Sokúrov va más allá, hasta los niveles más profundos de un mundo onírico en el que impera la atrocidad. “Cuatro jinetes del Apocalipsis llegan a las puertas del Paraíso y…”. Este es el nudo argumental de Skazka, una película que se sitúa a medio camino entre la alegoría del fin del mundo y el chiste nihilista. Estamos ante un collage infernal en el que las arquitecturas imposibles (y muy dantescas) de Gustave Doré se hermanan con el blanco y negro espectral del material de archivo. Las estampas del pasado no son monolitos incorruptibles, sino una materia viscosa que puede ser moldeada a placer a través del doblaje (sonido) y la deformación (imagen).
En Fairytale, la Historia se presenta al servicio de la voluntad iconoclasta de un artista que, una vez más, mira de frente al monstruo del autoritarismo y lo encierra en su propio infierno. Los actores (apenas dobladores) reproducen discursos emblemáticos de estos líderes políticos, pero también ponen en su boca (digitalizada) palabras de otros autores, así como del propio Sokúrov: un comentario afectivo para ese aliado, una burla para el rival en el campo de batalla, dudas que desnudan a estos heraldos de la muerte y que exponen su frágil naturaleza humana. Fairytale recoge los ecos de la Segunda Guerra Mundial, que resuenan en un mundo de nuevo asolado tanto por el fantasma del fanatismo como por la concreción de sus guerras. Uno habla en alemán, otro responde en ruso, otro departe en italiano, y otro sienta cátedra en inglés, mientras un ser borroso responde en francés (a los cuatro protagonistas, los acompaña la sombra de Napoleón Bonaparte, la representación de Jesucristo y la presencia impredecible de una “Fuerza Suprema”). Todos se entienden, pues en el fondo se comunican en el lenguaje universal del sufrimiento, la miseria y la devastación. Víctor Esquirol
EL MAESTRO JARDINERO (MASTER GARDENER) | Paul Schrader | Estados Unidos | 2022 | 107 min.
Con la magnífica El maestro jardinero (Master Gardener), Paul Schrader completa lo que, por el momento, figura como una trilogía sobre la fuerza redentora del amor en tiempos de oscuridad. Un corpus fílmico que, en todo caso, no funciona a partir de la continuación de un relato, sino mediante la iteración de un mismo relato. Como en El reverendo (First Reformed) y El contador de cartas, el cineasta estadounidense acomete aquí un nuevo ejercicio de “cine trascendental” sostenido sobre una puesta en escena ordenada y austera, un tratamiento narrativo minimalista y una fe acérrima en el poder de la catarsis fílmica. Todos estos rasgos, que aparecen disgregados por toda la obra de Schrader –desde su guion para Taxi Driver hasta películas como American Gigolo o Mishima: Una vida en cuatro capítulos–, reaparecen en El maestro jardinero depurados hasta el extremo.
Para componer sus más recientes exploraciones del alma humana, Schrader ha enlazado sus historias de culpa y perdón con temáticas de candente actualidad: en El reverendo, el pánico que inspira la crisis climática; y, luego, en El contador de cartas, las heridas que ha provocado en la psique yanqui su amoral lucha contra el terrorismo global. Ahora, en El maestro jardinero, ese marco contemporáneo se diluye para desplegar la universal historia de redención del personaje encarnado, con gran contención, por Joel Edgerton: un jardinero que intenta enterrar su violento pasado bajo una cotidianidad espartana. Para perfilar la odisea moral de su personaje, Schrader echa mano de sus maestros: el Robert Bresson de Diario de un cura rural resuena en el cuaderno en el que el protagonista escribe a diario; el japonés Yasujirō Ozu se manifiesta en la parquedad y ordenamiento escénico del film; y hay incluso un pequeño guiño al danés Carl Dreyer cuándo el éxtasis sexual de una joven afroamericana (Quintessa Swindell) se hermana con el recuerdo de la hierática Maria Falconetti en La pasión de Juana de Arco.
El maestro jardinero es la obra de un cineasta que cabalga, pletórico, a lomos de una segunda juventud; un artista que no tiene miedo a llevar al extremo más abstracto sus preceptos cinematográficos. Rigor y libertad podrían ser las palabras que mejor describen el nuevo trabajo de Schrader, quien construye el momento más catártico del film echando mano de unos efectos digitales nada discretos, y que le pone a un agente de policía una camiseta con el lema “We Should All Be Feminists”. Menos interesado que en otras ocasiones por la idea de la crisis de fe, y más concentrado en el camino de su protagonista hacia el descubrimiento del amor, Schrader compone en El maestro jardinero una de sus películas más luminosas. Manu Yáñez
EL TRÍO EN MI BEMOL | Rita Azevedo Gomes | Portugal | 2022 | 127 min.
Adaptar a Éric Rohmer desde el teatro. Es lo que se propone Rita Azevedo Gomes en El trío en mi bémol, que toma su título de una pieza musical de Wolfgang Amadeus Mozart. Rodada en plena pandemia, la película ocurre en buena parte en una casa en el campo de estilo moderno, con austeros muros blancos y líneas rectas; habitaciones luminosas gracias a ventanales enormes de una sola hoja, que dan a mínimos jardines con recovecos asfaltados en piedra lisa. Por estas características y el omnipresente viento en el exterior, de inmediato intuimos la arquitectura de Álvaro Siza, quien cuenta con extensas edificaciones en el norte de Portugal. Los créditos confirmarán más tarde que se trata de Caminha.
En este espacio, una pareja que se ha separado hace un año se reúne con relativa frecuencia. Siguen siendo buenos amigos y ella lo visita a él, poniéndolo al día principalmente sobre sus avances amorosos con otros hombres y volviendo a temas que marcaron su vida juntos, como la continua presencia de música clásica en el domicilio; de ahí el título. Cada uno de esos encuentros está marcado por elipsis, habitualmente divididas por un segundo nivel de narración. El trío en mi bémol no es una adaptación de la obra de Rohmer, sino una dramatización de su puesta en escena. Ya desde el inicio se rompe la cuarta pared para comprobar que al otro lado tenemos un equipo de rodaje, capitaneado por el realizador español, hijo adoptivo de París, Ado Arrietta. Este alter ego de Gomes se desvela rápidamente como personaje de ficción, al aparecer ensayando él mismo junto a sus actores. De repente, personas del equipo, vestidas de forma mucho más desarreglada que los elegantes protagonistas, entran en plano portando mascarillas. Ese es el rodaje real, presente en la cinta como tercer elemento narrativo de no ficción.
Al optar por mostrarnos estos tres niveles, la directora de Correspondências (2016) y A Portuguesa (2018) decide diseccionar su propio proceso creativo y continúa trabajando sobre las relaciones entre literatura y cine. Si en estos filmes anteriores tomaba las cartas entre Jorge de Sena y Sophia de Mello, y la novela homónima de Robert Musil, respectivamente, aquí se juega con una obra de teatro. Continuamente se discute dónde se posiciona la cámara, pero también cómo debe declamarse cada frase. No existen florituras, Gomes utiliza planos fijos más bien abiertos para dar a sus intérpretes la facilidad de moverse por el cuadro. Son estos desplazamientos los que acaban por enmarcar a los protagonistas en una estilización de las formas teatrales. El trío en mi bémol se disfruta, no obstante, no solo por estos elementos metatextuales, sino como una bonita y delicada historia de amor entre dos personas de las que emana complicidad. Rita Durão y Pierre Léon están magníficos a la hora de trasladar las sutilezas de una relación tan larga e íntima. Víctor Paz
LA GRAN JUVENTUD | Valeria Bruni-Tedeschi | Francia, Italia | 2022 | 126 min.
Con la desbordante y extenuante La gran juventud, Valeria Bruni Tedeschi emprende un viaje íntimo a su propio pasado. La década elegida es la de 1980, en la que la actriz franco-italiana vivió dos años de pasión desbordada estudiando en el Théâtre des Amandiers en Nanterre, la escuela de teatro que dirigía Patrice Chéreau, leyenda de la escena y el cine francés. Bruni Tedeschi evoca con emoción aquellos tiempos de entusiasmo e inocencia, empleando metraje analógico para recrear la textura del cine del periodo y echando mano de una enérgica banda sonora para ilustrar momentos trascendentales (Daydream de Wallace Collection acompaña un primer beso, mientras que Le Chanteur de Daniel Balavoine adelanta, profética, una muerte). Como actriz, Bruni Tedeschi se caracteriza por el exceso, siempre al borde del histrionismo, y como directora nos regala personajes que evocan una vida entregada a lo sublime, con sus momentos de gloria –vinculados al amor y a la creación artística– y su inclinación a la amargura.
Desde un punto de vista emocional y cinéfilo, asistir al transcurso de La gran juventud se asemeja a correr una maratón a ritmo de sprint. La volátil avalancha de emociones –que puede transitar del éxtasis a la depresión en milésimas de segundo– trae a la mente el cine visceral de John Cassavetes. La desmesura forma parte integral del abecedario formal y emocional de Bruni Tedeschi, algo que inmuniza la película contra el horizonte de lo formulístico. Esta apuesta de tintes casi radicales genera desequilibrios. Es posible que el retrato del primer amor de Stella (extraordinaria Nadia Tereszkiewicz) sea algo redundante, pero es esa forma extrema e insistente de atacar cada situación, como si la película fuera un insecto rebotando una y otra vez contra una poderosa fuente de luz, lo que singulariza la magnética propuesta de Bruni Tedeschi.
La gran juventud es también una película sobre la experiencia del privilegio. Stella, el evidente alter ego de Bruni Tedeschi, vive en una opulenta mansión y ofrece ayuda económica a quién la necesita. Sin embargo, su condición pudiente no la acoraza contra la desdicha, una melancolía que la cineasta estudia a través de la encantadora relación entre la protagonista y un mayordomo que actúa también como figura paterna, psicólogo y confidente sentimental. En su obsesión por dar vueltas en torno al personaje de Stella, Bruni Tedeschi pone de manifiesto un cierto halo de narcisismo, pero La gran juventud consigue trascender el culto al yo en diferentes frentes. Ahí está, por ejemplo, el interesante y nada condescendiente retrato de Chéreau que entrega Louis Garrel, o el recuerdo de las sombras que la epidemia de SIDA proyectó sobre la juventud de los 80, o los largos pasajes que la película dedica a los ejercicios actorales de la troupe de jóvenes intérpretes. A la postre, La gran juventud deslumbra gracias a su intemporal y universal retrato del fulgor de la juventud, la edad del exceso, la irresponsabilidad y la pasión. Por suerte, Valeria Bruni Tedeschi parece no haber perdido ninguno de estos inusuales talentos. Manu Yáñez
FOGO FÁTUO | João Pedro Rodrigues | Portugal, Francia | 2022 | 67 min
Sostenida sobre uniones marcadamente eróticas, Fogo-Fátuo del portugués João Pedro Rodrigues debe leerse con espíritu lúdico. Con tono paródico desde el arranque, el autor, que no dirigía un largometraje desde O Ornitólogo, nos introduce en un futurista Portugal alternativo en que la monarquía vuelve a tener su lugar, entendemos que como figura decorativa, porque la república sigue activa. En su lecho de muerte, el rey recuerda su juventud en los tiempos actuales. El joven príncipe, preocupado por la emergencia climática, decide hacerse bombero. Casi toda la cinta gira en torno a su adiestramiento.
Definida en su título inicial como una “fantasía musical” por el propio Rodrigues, hay algunas canciones y bailes, aunque habría sido más preciso llamarla “sueño performático”. No hay una trama que evolucione, sino más bien un conjunto de viñetas de gozosa aproximación queer que intentan componer un retrato crítico de la identidad nacional portuguesa. Con mayor contención, esta dinámica ya estaba presente en el corto O Corpo De Afonso (2013), en el que hacía posar con una pesada espada a un grupo de musculosos hombres sacados de castings en gimnasios, emulando las estatuas del famoso primer monarca de Portugal. En Fogo-Fátuo añade dardos y dispara al pasado imperialista de su nación, al racismo, al calentamiento global, a la pandemia del COVID-19, al catolicismo más rancio, al inmovilismo de las tradiciones –fado incluido– e tutti quanti. Sencillamente es demasiado para 67 minutos, ya que Fogo–Fátuo deviene una broma que, de un modo temerario, confía en su ligereza como virtud. Víctor Paz
CRÓNICA DE UN AMOR EFÍMERO | Emmanuel Mouret | Francia | 2022 | 100 min
Como dicta el cliché parisino, una pareja charla en un bar. Él (Vincent Macaigne, el neurótico achuchable del cine galo contemporáneo) está visiblemente nervioso, mientras que ella (la actriz y cantante Sandrine Kiberlain) se comporta como la mujer con más autoconfianza de la capital francesa, lo que no refuerza la entereza de su acompañante. La pareja se mueve por el bar como siguiendo una sinuosa coreografía, esquivando al resto de personas, logrando que la cámara siempre los mantenga en cuadro. Él está casado y ella, sin ningún pudor, insiste en que algo debe suceder entre ambos. La suerte está echada y la comunión emocional resulta inevitable. En cuanto a la duración de la relación, hay que atender al título del film, y luego gozar de esta Crónica de un amor efímero, para averiguarlo.
El nuevo trabajo de Emmanuel Mouret –que encendió a la cinefilia con Las cosas que decimos, las cosas que hacemos– se presenta como un torrente afectivo y se asienta sobre los códigos de la comedia y el drama romántico para establecer novedades en el terreno formal. Y es que, aunque Crónica… parece establecerse sobre una matriz de corte clásico, Mouret consigue burlar los tropos románticos desde la autoconsciencia, utilizándolos con desenfado y garbo: ahí está, por ejemplo, el uso reiterado del zoom –la herramienta disruptiva y moderna por antonomasia– para subrayar las corrientes de enamoramiento. En una escena reseñable, la pareja, sin motivo aparente, en pleno arrebato amoroso, comienza a correr, como si quisieran reeditar un momento extático de una película de Leos Carax. En la carrera, que seguimos de cerca, la pareja ríe mirándose mutuamente… mientras adelantan a unos runners. De una situación que ha devenido casi un lugar común dentro del género, Mouret construye un gag afortunado y señala que es posible transitar la frontera entre el sentimiento y la parodia.
La fina escritura de Mouret persigue la genialidad en cada réplica, aunque por el camino encierra al personaje de Kiberlain entre las paredes de lo arquetípico, bajo el signo de la fantasía masculina. “A mí lo que me gusta es dar placer a los demás”, verbaliza en una ocasión. Una mujer interesante, con iniciativa, que no juzga una infidelidad, y lo más relevante: apenas habla de sí misma. Con todo, y contra la idea de un imaginario conservador, Crónica de un amor efímero deviene una obra estimulante gracias a una multitud de detalles que se repiten y mutan en cada exposición. Ocurre con los espacios, los gestos y los objetos, que tienen distinto protagonismo y usos en función de la escena. Ángela Rodríguez
WHEN THE WAVES ARE GONE | Lav Díaz | Filipinas, Dinamarca, Portugal, Francia | 2022 | 187 min
El teniente Hermes Papauran (John Lloyd Cruz) está considerado como el mejor detective e instructor de Manila. Sin embargo, su realidad física y espiritual no condice con ese prestigio. Una psoriasis severa producto del estrés va generando crecientes manchas en su piel y lo convierte en un alma en pena, al punto que ya coquetea con el retiro. En simultáneo, vemos que Primo Macabantay (Ronnie Lazaro) ha salido de prisión luego de purgar 10 años de condena. Inestable, con permanentes arranques de furia y locura, su principal objetivo es vengarse de Hermes, quien alguna vez fue su discípulo en la policía, pero terminó siendo el culpable de todas sus desventuras cuando lo denunció y lo combatió. Todo servido, entonces, para un thriller psicológico sobre el rencor, el odio acumulado y la búsqueda de revancha.
Estamos ante una de las películas más “accesibles” de la carrera de Lav Diaz, no solo por una duración de “apenas” tres horas (casi un corto para los estándares de su filmografía) sino también porque es un exponente bastante más clásico dentro del cine de género. Rodada en blanco y negro, When the Waves Are Gone le dedica bastante tiempo a exponer la psicología de ambos protagonistas (y de un fotógrafo que registra con su cámara todo tipo de casos sádicos y sangrientos), pero también a mostrar el contexto sociopolítico en una sociedad marcada por la violencia, con énfasis en un submundo dominado por la corrupción, el tráfico de drogas, la prostitución, el fanatismo religioso, la decadencia moral y la falta de respeto de los derechos humanos más básicos por parte de las propias fuerzas de seguridad.
Es cierto que cada encuadre, cada plano de Lav Diaz, contiene más cine que la inmensa mayoría de sus colegas del mundo, pero también lo es que When the Waves Are Gone resulta algo más convencional que sus films previos. Más allá de lugares comunes o sorpresas, las cartas del guionista y director quedan expuestas con claridad: el deambular, la degradación, la agonía de Hermes simboliza a (y sintoniza con) la de un país (¿y un mundo?) que él percibe en un alarmante estado de descomposición. Diego Batlle
DIALOGANDO CON LA VIDA | Christophe Honoré | Francia | 2022 | 122 min
Unos de los placeres que aguarda en todas las películas de Christophe Honoré es la sensación de estar ante un cineasta desinteresado por la idea de perfección. De hecho, sus obras se recrean en el traqueteo provocado por los caminos bacheados. Viendo su cine uno sabe que habrá alguna decisión de puesta en escena que rompa el tono, alguna actuación que transite entre dos sentimientos extremos y contrarios sin demasiada justificación, algún diálogo que abuse del subrayado… pero todo ello también proporciona una cierta liberación. En cada recodo del universo de Honoré aguarda un deleite o un susto, fruto de una escritura fílmica impulsiva, intuitiva. En un tiempo en que el cine tiende a valorarse por sus armazones narrativos, resulta refrescante enfrentarse a una película visceral, alérgica a lo prefabricado, hecha más con el cuerpo que con la cabeza.
Como ocurría en Les chansons d’amour, la que tal vez sea su mejor película, Dialogando con la vida es la historia simultánea de un duelo y un descubrimiento. Lucas, el protagonista, interpretado por Paul Kircher, recibe la noticia de la muerte de su padre (interpretado por el propio Honoré, que incorpora al film varios trazos autobiográficos), y el director decide que su tristeza se refleje en una sonrisa. La secuencia en que Kircher, sabedor de la muerte de su padre, entra en su casa y saluda y abraza a toda su familia no refleja tanto incomodidad como la confusión de enfrentarse a lo nunca antes vivido. ¿Cómo ha de reaccionar uno a una noticia que ni siquiera ha acabado de aceptar? La cinta presenta ideas que son al mismo tiempo realistas y artificiosas, tal vez porque el cine, tradicionalmente, nos ha invitado a abrazar respuestas claras a complejas encrucijadas emocionales. Aquí Honore no pretende dar a entender que no haya tristeza, sino simplemente que las reacciones honestas pueden no ser las más oportunas.
Dialogando con la vida es también una película repleta de abrazos. Cuando los dos hermanos protagonistas pelean con unos cojines, lo relevante es la cercanía de sus cuerpos. Y es que si algo destaca en aquí es el peso de los actores, desde una Juliette Binoche destrozada que fuerza una sonrisa ante la marcha de su hijo hasta un luminoso Vincent Lacoste, cuyo rostro siempre camina entre la burla y la congoja, pasando por un Paul Kircher que no puede resultar más hijo de su tiempo. Del mismo modo que una estrella contemporánea como Timothée Chalamet parece marcar el ritmo moviéndose al descompás, Kircher construye su personaje en torno a la paradoja gestual: hay algo en su trabajo que recuerda tanto a la espontaneidad liberada y caótica de los actores de la nouvelle vague como a la plena autoconsciencia de los tikotkers. Si en una secuencia su personaje debe hablar por teléfono, Kircher compone una oda al atropello: coge el móvil, le da vueltas, se lo acerca a la cara, lo aleja, se levanta y rodea el escenario…. Hay muchos motivos por los que Le Lycéen resulta una película sugerente, pero la plena conexión entre el director y su actor protagonista es seguramente uno de los mayores. Endika Rey
LA LIGNE | Ursula Meier | Francia, Bélgica, Suiza | 2022 | 101 min
Para su nueva fábula familiar, Ursula Meier (autora de títulos como Home, ¿dulce hogar? y Sisters) lleva a casi todos sus personajes a la condición animalística en la que suele operar su cine. En la secuencia inicial, un conjunto de imágenes que evocan la furia y la destrucción son armonizadas por una cámara lenta. De fondo, suena música clásica relajante, mientras un conjunto de objetos se emplean como arma arrojadiza contra una pared. Pero pronto salimos de esta toma fija y nos trasladamos al salón de una casa en la que una mujer embiste contra otra. Quien recibe los golpes es Valeria Bruni Tedeschi, que pasa por ser la actriz que mejor encarna el caos en el cine contemporáneo. Cabe apuntar que, en La ligne, Bruni Tedeschi queda relegada a la condición de personaje secundario; sin embargo, toda la confusión, malentendidos y ruido que inundan la pantalla parecen emanar de su presencia. Y, en efecto, el texto (escrito a seis manos por Meier, su colaborador habitual Antoine Jaccoud, y por Stéphanie Blanchoud, verdadera protagonista delante de las cámaras) va a rebufo de la presencia de esta actriz-autora.
En La ligne, Bruni Tedeschi encarna a una mater familias que, en su juventud, lo tuvo todo a su favor para tener una carrera estelar como pianista… hasta que la maternidad llamó a su puerta. Pero todo esto no lo vemos, sino que lo vamos descubriendo a medida que el relato va desvelando sus secretos. Lo hace, por supuesto, con la sensibilidad de un crío aporreando un teclado de piano. Después de la riña del principio (la descacharrante ilustración de una familia que ya no puede más con ella misma), descubrimos que Bruni Tedeschi se ha golpeado gravemente la cabeza y ha perdido buena parte de su capacidad auditiva. Brillante regla del juego establecida por la demiurga Ursula Meier: es la excusa perfecta para hacer más ruido. “¿Qué has dicho?”, pregunta la madre, “Perdona, ¿puedes hablar más alto?”, e insiste, “¡Es que no oigo nada!”. Como casi siempre ocurre con Bruni Tedeschi, no se sabe dónde empieza la actriz y dónde termina el personaje.
La ligne, que blande orgullosa la condición de drama gritón, opera con sumo gusto en altos niveles de decibélicos. Tras este elevado ruido de fondo, no queda claro si los personajes se desgarran o se parten de la risa; si la música amansa o agita a las fieras. Meier nos habla de cicatrices que se (re)abren antes de haber podido cerrarse; de ángeles de la guardia que tienen que respetar órdenes de alejamiento, y que para ello, tienen que vigilar de no cruzar una delgada línea azul que rodea, a una distancia de cien metros, el perímetro de la casa de los mil alaridos. Víctor Esquirol