Endika Rey (Festival de San Sebastián)

1. Una canción. Rifkin´s Festival, la turística película inaugural de la 68 edición del Festival de Cine de San Sebastián, tiene lugar en un certamen sin mascarillas, sin gel hidroalcohólico, sin cupos de asistencia a las salas y, sobre todo, sin distancia social. Al asistir a este primer visionado de Donosti 2020 todo resultaba extraño: ¿era acaso posible entregarse a ese otro lado del espejo después de lo vivido en los últimos meses? No se trataba de una cuestión de inseguridad –el festival decretó y cumplió con unos protocolos sanitarios extremadamente responsables–, sino de la propia naturaleza del visionado. ¿Cómo dejarse llevar por historias rodadas antes de marzo de 2020? ¿Cómo conseguir que la realidad no se inmiscuyese en la lectura? Películas como la mexicana Nuevo orden, donde Michel Franco imagina un gobierno que impone un confinamiento sesgado según la clase social, llevaban inmediatamente a pensar en la situación decretada por Isabel Díaz Ayuso aquellos mismos días en diferentes barrios de Madrid. ¿Es 2020 acaso una distopía? ¿Cómo ver al abuelo de la estupenda Hermanos en una noche de verano (Moving on) de la coreana Yoon Dan-bi o la residencia de ancianos de El agente topo de Maite Alberdi sin pensar en UCIs? ¿Cómo pensar en las celebraciones multitudinarias de La última primavera de Isabel Lamberti o Crock of Gold: A Few Rounds With Shane MacGowan de Julien Temple sin pensar que allí hay más de diez personas juntas?

Este pensamiento me vino especialmente a la cabeza con Volver a empezar (Herself). En la película, dirigida por Phyllida Lloyd, su protagonista decide construir una casa donde poder vivir para así escapar de las manos de su marido maltratador. Para ahorrarle al espectador el tedioso trabajo de edificación de la misma, la directora propon un montage donde vemos los avances a lo largo del tiempo con la canción Titanium de David Guetta y SIA de fondo. La secuencia, no especialmente reseñable a un nivel cinematográfico, pretende imbuir a la audiencia de un in crescendo de emoción, situarla en un ambiente festivo y optimista, pero el efecto que tuvo en mí fue el contrario. Al escuchar una canción que ha sonado tantas veces mientras yo mismo estaba de farra en una discoteca repleta de gente, la secuencia se convirtió en la triste certificación de que queda mucho para volver a vivir instantes como esos. Lo que en cualquier otra edición del festival se habría leído como una celebración de lo comunitario devino aquí la amarga constatación de la obligación de quedarse en casa. Surgió también la culpa: ¿Cómo desvelarse por algo semejante en las actuales circunstancias? ¿Cómo preocuparse a su vez por la imposibilidad de dejarse llevar por el cine con la que está cayendo? En ese sentido, la gran sorpresa de la película sorpresa de este San Sebastián fue poder entregarse a los brazos de la misma como con ninguna otra: Sportin’ Life de Abel Ferrara no obviaba la pandemia pero tampoco se centraba en ella. Al identificar el escenario desde el principio, el concierto se saboreaba con todavía más ganas. Aquí también había varias canciones, como el cover del Runaway de Del Shannon, pero la sensación era muy distinta. Si alguien ha permitido una liberación completa durante este festival, ese ha sido Ferrara.

2. Una secuencia. Pese a las circunstancias, el festival también consiguió lo imposible y varias de las propuestas de su programación hicieron que durante un par de horas el mundo se detuviera. En este sentido, una de las secuencias más precisas y preciosas fue aquella de Nomadland en que uno de los personajes secundarios descubre al espectador que probablemente le queda poco para morir. La escena, tratada con tacto supremo por parte de Chloé Zhao, no ahonda en la idea de un fin y quien lo sufre no lamenta su destino, ya que “ha visto muchos sitios bellos en su vida”. El pequeño monólogo sobre los espacios (ríos, montañas…) que tuvo la suerte de visitar en su vida fue uno de los instantes más hermosos y humanistas de todo el festival. Lo real desde la ficción, lo macro desde lo micro; como la actuación de Frances McDormand, como la propia película.

3. Un plano. La película Beginning de Dea Kulumbegashvili contiene un plano picado de una mujer tumbada en la hierba. Su hijo intenta despertarla pero ella no responde. ¿Tal vez esté muerta? El plano fijo se alarga durante varios minutos, haciendo que el espectador se desvíe del centro y analice minuciosamente todo lo (poco) que está en los márgenes del encuadre e intente imaginar lo que está fuera. De algún modo, la cámara juega a encarcelar a su protagonista, pero la extensión en el tiempo hace que sea la propia audiencia quien sienta esos mismos barrotes. El plano inmediatamente posterior cede el protagonismo al hijo, que observa, a lo lejos, a su madre y, entonces, un movimiento panorámico de la cámara une esa mirada del niño con un plano general de la mujer tumbada… con ese mismo hijo a su lado. La lógica de la decisión es tan imposible como fascinante.

Uno entiende cualquier disparidad de opiniones que pueda surgir frente a Beginning (también los puntos intermedios), una película con varias capas y con algunas decisiones tremendamente incómodas, pero la cinta tiene varias de las ideas de puesta en escena más sugerentes del año. Éste fue el plano que hizo que parte de la sala huyera en desbandada y, en parte, esa es la razón de incluirlo en este texto, pero podría haber hablado del que abre la cinta o del que la cierra (ambos perfectos), o de otro con unos niños en una catequesis, u otro que se explaya con un personaje sentado en una silla. Cualquiera de ellos tendría el mismo peso: en todos ellos, como le ocurre a su protagonista, uno no sabe si está esperando a que algo comience o a que termine.

4. Una interpretación. En la primera mitad de la década de 1990, Anthony Hopkins protagonizó El silencio de los corderos, Regreso a Howards End, Lo que queda del día, Tierras de Penumbra o Nixon, por citar sólo algunas películas. Con ese fragmento de filmografía, ya bastaba para pasar a la historia pero lo cierto es que, desde entonces, la trayectoria del actor inglés ha sido un tanto irregular. En este festival, la sorpresa fue mayúscula al reencontrarse con el mejor Hopkins posible en The father. A priori las expectativas eran bajas tanto respecto a la película como a su interpretación: una adaptación teatral sobre un enfermo de alzheimer se antojaba, por culpa de los prejuicios, como uno de esos papeles de lucimiento fácil que triunfan en la temporada de premios. Nada más lejos de la verdad: el Hopkins de The father es, efectivamente, un personaje al borde de la demencia, pero el actor lo aborda desde la construcción de una identidad y la posterior desorientación, y no desde el tic o el efecto. No hay fuegos artificiales, sino una deconstrucción de la que también tiene gran mérito Florian Zeller, su director. Al identificar el punto de vista de la narración con el del protagonista, los personajes se entremezclan, los escenarios se confunden, el tiempo se desvanece y todo contribuye a una sensación de soledad y desamparo que nunca es cruel con el enfermo, sino empática. Hopkins alcanza una cumbre que recuerda a la mejor Meryl Streep: esa que consigue que el espectador lea su rostro y entienda perfectamente lo que siente pero que nunca interrumpe ni se pone por encima de la película porque lo importante es que todo lo demás siga fluyendo. Conseguir esa lectura fácil de un libro complejo es tal vez el mayor reto al que puede enfrentarse un actor. Como si fuese una especie de papel-compendio de todos aquellos rasgos que lo hicieron grande, Hopkins en The father es la contención a punto de explotar, pero también la explosión que hay que contener.

5. Un gesto. Carmen Machi mirando con lascivia la mortadela que le corta el charcutero en Un efecto óptico, para después comérsela a escondidas en el baño de una habitación de hotel de Nueva York (¿o era Burgos?). El flan de La Concejala antropófaga ya había demostrado que nadie come como Machi en pantalla, pero la película de Juan Cavestany nos muestra unos labios y una mirada que son la ilustración perfecta de la lujuria alimentaria.

6. Un cuerpo. Cuando en Passion Simple vemos el cuerpo desnudo de Serguéi Polunin, la directora Danielle Arbid decide recrearse en los tatuajes reales del bailarín ucraniano. Por razones narrativas, oculta el rostro de Vladimir Putín que el actor tiene trazado en su pecho, pero no así todas las demás figuras dibujadas en el resto del cuerpo. Así, por ejemplo, la cara tatuada de Heath Ledger caracterizado como el Joker en el brazo de Polunin se convierte en una bisagra que une la persona real con el personaje. Todo adquiere verdad, y la dirección de Arbid hace suyas las directrices de Laura Mulvey respecto al placer de la mirada.

No ha sido el único cuerpo del festival sobre el que merece la pena detenerse. Los movimientos adolescentes e impulsivos, fuera de toda lógica, de Jack Dylan Grazer en We are who we are —Guadagnino es tal vez el director actual que mejor traza los gestos de los cuerpos—; la figura de Romina Escobar cayendo al suelo desbordada en Nosotros nunca moriremos; los breves pero contundentes instantes de cercanía e intimidad entre Colin Firth y Stanley Tucci en Supernova… Todos estos ejemplos además traen consigo discursos de normalización respecto a la identidad de género, erigiendo los cuerpos pero no así sus narrativas como centros del relato.

7. Un baile. Una pareja bebe en una discoteca donde suenan éxitos de los ochenta. Se encuentran celebrando efusivamente su recién encontrado amor a través del baile, pero de repente uno de ellos le pone al otro los cascos de un walkman donde suena Sailing de Rod Stewart y éste se abstrae del sonido, de las luces, del movimiento frenético de los cuerpos y se queda únicamente con la canción, saboreando el minuto de felicidad, anticipándose a la memoria y a la nostalgia. No es el instante más realista de Verano del 85 de François Ozon, tal vez ni siquiera sea el baile más relevante dentro de la cinta, pero es un momento en el que todo se para tanto para celebrar el presente como para mirar hacia atrás y hacia delante. De algún modo, la secuencia me recordó a otra parecida de Morvern Callar, la obra maestra de Lynne Ramsay, y aunque el tono sea muy distinto, creo que ambas hablan de temas parecidos: la delgada línea que existe entre encontrarse y perderse en el otro.

8. Un giro de guion. Aunque su trama no sea laberíntica ni juegue a las sorpresas, el pequeño giro que aparece hacia la mitad de La mujer del espía es seguramente mi artefacto de guión favorito de todo el festival. Una actriz, una caja fuerte, un tablero de ajedrez, un cambio de vestuario y una visita conforman los pequeños pasos que dividen en dos una película, así como los roles establecidos dentro de una pareja. Kiyoshi Kurosawa y Ryūsuke Hamaguchi nunca llegan a traicionar lo clásico pero, sin embargo, escriben una película que sólo podría hacerse desde el hoy.

9. Un gag. No todo el mundo presente en Donosti entendió la excelente Wuhai como una comedia, pero para el que esto escribe no hay duda posible: una discusión de pareja que acaba con el protagonista rompiendo histéricamente una pecera, un encuentro con un matón al que en plena pelea se le cae su pierna ortopédica, una orquesta que sigue tocando en pleno incendio, la figura gigante de un dinosaurio al que se le cae un ojo en mitad del desierto… Si bien es cierto que Wuhai recoge influencias de la nueva ola del noir chino, es lo más cercano a una bufonada que ha habido en todo el festival. La confirmación definitiva llega en su final: no conviene desvelarlo pero el gag en tres pasos con el que la cinta echa el cierre lo habrían firmado los hermanos Coen sin pestañear. Una de las grandes sorpresas del festival.

10. Un final. Los tres minutos con que se cierra Druk muestran a un actor en la cima de su arte, exorcizándose, canalizando su cuerpo hacia la pura emoción, buscando la mejor juventud. También desvían el camino marcado por el tercer acto de la película hacia territorios tal vez moralmente más inestables pero mucho más agradecidos y consecuentes. Además, el tránsito que va del último plano congelado de la cinta a la cartela que anuncia “Un film de Thomas Vinterberg” y la posterior dedicatoria a su hija Ida —fallecida al poco de comenzar el rodaje— dan todavía más resonancia a la letra de la canción del grupo danés Scarlet Pleasure que suena por encima: What a life, what a night, what a beautiful, beautiful ride… Algo similar a lo que puede decirse de San Sebastián 2020.