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CLORINDO TESTA | Mariano Llinás | Argentina | 2022 | 100 min.
“Uno siempre está buscando cómo hacer películas”, reconoció Mariano Llinás después del estreno mundial de su nuevo trabajo, Clorindo Testa, en la Sección Albar del Festival de Gijón. Con una duración mucho más asequible que la de los hitos de su filmografía –apenas 100 minutos frente a los más de 800 de La flor–, aquí el director de Historias extraordinarias acomete un proyecto de encargo, aunque la encomienda da unos resultados poco ordinarios. El arquitecto y pintor Clorindo Testa (quien figura como el objeto de estudio del film) era amigo del escritor, crítico de arte y poeta Julio Llinás, quien a su vez fue el padre de Mariano, lo que terminó convirtiendo al autor de Balnearios, a ojos de la Fundación Andreiani, en el candidato perfecto para hacer este documental.
Llegados a la película, cabe describir su arranque como la promesa de un delicioso enredo. Llinás dedica uno de sus habituales prólogos a dilucidar qué será su film, o más bien, qué no será. No será un retrato documental de Clorindo Testa, ni tampoco de su padre, sino una película sobre el libro que escribió Llinás Sr. a propósito de Testa. ¿Y quién era Testa, más allá de su labor pictórica y arquitectónica? El film plantea la posibilidad de definirlo como “un humanista”, un calificativo que, lejos de invitar a la solemnidad, en manos de Llinás Jr. da pie a una secuencia hilarante. En ella, el director le hace indicaciones a una actriz sobre cómo debe interpretar un monólogo que lleva hasta el absurdo la banalización del concepto de “humanismo”. Director y actriz trabajan conjuntamente para dar forma al texto y, en un momento clarividente, se ponen a recitar al unísono. La compenetración entre el autor y la intérprete propone una disolución de las fronteras de lo fílmico. Y es que, en Clorindo Testa, como en todo el cine de Llinás, resulta casi imposible establecer, por ejemplo, una frontera precisa entre lo real y lo ficcional. Además, cabe señalar que la escena descrita es filmada, en su mayor parte, mediante un plano en el que divisamos el rostro de la actriz y el cogote del cineasta. Sin embargo, esta estampa se ve interrumpida por unos insertos en los que vemos la propia escena reproduciéndose, en directo, sobre una pantalla de televisión. Así, sobre estos espejismos y solapamientos se va jugando la suerte de esta obra profundamente autorreflexiva.
Clorindo Testa imbrica la levedad del humor de Llinás con la complejidad laberíntica de una escritura por capas, pieles que la película va mudando para ir abriendo posibilidades para el lenguaje cinematográfico. Llinás disfruta enredando la madeja del film, manipulando el estatuto de verdad de las situaciones representadas. El director decide entrevistar a su primo, pero no le deja prácticamente abrir boca. Luego, en una sala de montaje, aparece mostrando material filmado a sus productores; un material que juega con la doble posibilidad de que el cineasta desee hacer una película tremendamente solemne o flagrantemente ridícula. La respuesta de los productores, en todo caso, apunta a la segunda de las opciones.
Por último, en un pasaje particularmente revelador, el argentino, con su voz en off que conduce buena parte de la narración, nos avisa: “ahora la película abandonará el último de sus reparos estéticos”. Ese parece ser el modus operandi de Llinás: ir desprendiéndose de losas, de prejuicios, incluso de máscaras. En una escena tocada por la lucidez estética, la voz en off de Llinás desaparece y la película queda en manos de unas instantáneas recogidas del libro de Llinás Sr. En paralelo, el cineasta emprende un viaje con su hijo hacia el Centro Cívico Santa Rosa, diseñado por Testa y declarado recientemente monumento histórico nacional. Así, partiendo de la mofa autoparódica, y caminando por la frontera entre la ficción y la realidad, Llinás termina conquistando una cierta verdad emocional que tiene que ver con el encuentro consigo mismo, en su breve trayectoria como padre. Ángela Rodríguez
PLAN 75 | Chie Hayakawa | Japón, Francia, Filipinas | 2022 | 112 min.
El planteo inicial de este debut en el largometraje de la guionista y directora Chie Hayakawa es propio de un film distópico. El gobierno japonés implementa el programa que da título al film, según el cual los mayores de 75 años pueden optar por un suicidio asistido y, a cambio, reciben con anterioridad el equivalente a unos 9.000 dólares para disfrutar de unas vacaciones o alguna otra actividad placentera a modo de despedida de este mundo. No estamos hablando de una obligación sino de una elección (incluso pueden dar marcha atrás en pleno proceso), aunque como para mucha gente sola puede resultar una propuesta aceptable estamos hablando de una suerte de genocidio encubierto (con excelentes modales y en las mejores condiciones, eso sí) en un país en el que los mayores de 65 años constituyen ya el 30% de la población total. En efecto, el eficaz sistema de salud pública, la saludable alimentación, el alto estándar de vida y la tendencia a tener pocos hijos han generado un progresivo envejecimiento de la población nipona y esta película, sin apelar jamás al golpe bajo ni al sensacionalismo (más bien todo lo contrario, apostando por un tono austero, sobrio y riguroso), mete el dedo en la llaga en una problemática que está en el corazón del debate en la sociedad japonesa.
Dentro de una estructura bastante coral (se trata de una expansión de su corto homónimo de 2018), Hayakawa pone en el centro de la escena la historia de Michi (Chieko Baisho, extraordinaria), una mujer de 78 años que todavía trabaja como empleada de limpieza en un hotel. Cuando a ella y a sus compañeras de edades similares las invitan a jubilarse, ella decide que es mejor morir que humillarse. Ingresa entonces al Plan 75 y empieza a conectar cada vez con mayor intimidad con una joven empleada de ese programa que se encarga de supervisar su caso. Pese a que está prohibido encontrarse personalmente, terminan compartiendo un café y luego van juntas al bowling. La cara de felicidad de Michi cuando logra un strike y choca sus manos con sus compañeras nocturnas nos muestra que en ella aún quedan muchas ganas de vivir. La segunda subtrama tiene que ver con la historia de Hiromu (Hayato Isamura), un joven trabajador de la seguridad social que no se acostumbra del todo a la fría burocracia y que entra definitivamente en crisis cuando descubre que su propio tío se ha sumado al Plan 75. La tercera es la menos lograda y solo se entiende desde el lugar de la coproducción: Maria (Stefanie Arianne), una empleada de origen filipino, tiene la ingrata tarea de organizar las pertenencias de quienes han fallecido dentro del programa en cuestión. La tentación cuando encuentra un valioso reloj o un fajo de billetes es irresistible.
Más allá de que no todas las historias tienen la misma profundidad, interés y hallazgos, Plan 75 es en líneas generales una muy buena película, con una impronta muy japonesa (utilizo la palabra “japonesa” como un adjetivo en términos elogiosos) y una sensibilidad, nobleza y gentileza muy especiales para encontrar las contradicciones, las sutilezas y los matices en medio de unas historias muchas veces tan extremas y dolorosas (eutanasia incluida) como las que aquí se narran. Diego Batlle
TRENQUE LAUQUEN | Laura Citarella | Argentina, Alemania | 2022 | 128 + 132 min.
Como parte de la idea de una saga en la cual un personaje vive distintas vidas en diversas ciudades, Laura Citarella concibió Trenque Lauquen. En ella Laura (Laura Paredes, como en Ostende, primera película de la también codirectora de La mujer de los perros), desaparece misteriosamente y esto suscita su búsqueda por parte de dos hombres que la aman. El film se divide en varios capítulos que aportan la mirada de los distintos protagonistas no sólo sobre el enigma que ronda a esa ausencia, sino sobre muy heterogéneas y exóticas historias que -de algún modo- se conectan. La ciudad de Trenque Lauquen, su tiempo y su arquitectura conforman un punto de atención y un ritmo que se percibe sobre todo en la primera parte. La obra se divide en dos bloques, que, separadas por un intervalo, conforman una deriva de 260 minutos. La presentación de los personajes y el aparente conflicto de la pareja se van esbozando desde el inicio, pero las “historias extraordinarias” atraviesan ese primer misterio más cotidiano y lo que podría pensarse como el escape ante las dudas de la protagonista frente al gran cambio que se avecina, el casamiento con Rafael (Rafael Spregelburd). ¡No, casamiento no! Irse a vivir juntos que, como aclaran siempre, “… es lo mismo…”.
El Pampero Cine es un colectivo y junto a las Lauras se suman al trabajo de, entre otros, Elisa Carricajo, Verónica Llinás, Alejo Moguillansky y, por supuesto, Mariano Llinás. En el guion de las Lauras puede advertirse su impronta, pero pensar en Trenque Lauquen como la Historias extraordinarias de Laura Citarella le hace poca justicia a ambas. Claro que hay una conexión (como la hay, de algún modo, entre todas las películas de El Pampero), pero el ánimo de narrar, de contar historias, adquiere aquí otra dimensión y otra forma. Se mantiene esa lógica de acumulación, de adentrarse con seriedad a derivas en principio inverosímiles (como en La flor, claro está), pero aquí el peso de los personajes femeninos, su mirada se impone de una manera muy distinta a las citadas películas dirigidas por Mariano Llinás. Si en estas la novela decimonónica es el espejo y el cauce, Citarella se abre a la indagación poética de manera muy personal y diversa. El peso de las palabras también es distinto, los diálogos se construyen desde un acercamiento más naturalista y el silencio y las elipsis se adoptan como modelo narrativo que ponen menos acento en el disfrute de la construcción de un discurso verbal complejo o alambicado. ¿Será por eso que las canciones que puntúan y se reiteran en la deriva refieren a las palabras y/o a la dificultad de articularlas, de reflejar con ellas los pensamientos?
En Trenque Lauquen hay lugar para las intrigas de un concurso académico, la burocracia estatal, una radio local (genial todo ese apartado), científicas, amores prohibidos, cartas, libros y hasta un misterioso ser mutante. La narración nos introduce sugestiva y gradualmente -con cierta parsimonia al inicio- para ir luego “pisando el acelerador” mientras genera en el espectador esas ansias por seguir descubriendo. Pero este descubrimiento, esta búsqueda para encontrar alguna respuesta, tiene menos que ver con cada una de las historias desgranadas que con lo que se vincula con esa inasible y cambiante protagonista cuya mutación (¿y desaparición?) acaece ante nuestros ojos. Diego Batlle
HUMAN FLOWERS OF FLESH | Helena Wittmann | Alemania, Francia | 2022 | 106 min.
Cabría afirmar que Helena Wittmann es la cineasta contemporánea que mejor ha filmado el mar, con el permiso del Albert Serra de Pacifiction y el Viktor Kossakovsky de Aquarela. En este sentido, conviene recordar el antecedente más conocido de esta directora alemana: la odisea marítima de Drift. Pues bien, en su segundo largometraje, Human Flowers of Flesh (un título cuyo orden de palabras pide ser subvertido), el objetivo parece el mismo. De nuevo, un barco y un tránsito. Arrancamos desde Marsella para llegar a Sidi Bel Abbes, en Argelia; y, por el camino, un espacio, una experiencia, un tiempo. Un tiempo aletargado, ajeno a las frenéticas corrientes de la contemporaneidad. En el film, un grupo de cinco personas recorre un camino que bordea una costa escarpada. Lo que a nivel narrativo podría haberse resuelto con un par de cortes de montaje, aquí se prolonga en el tiempo sin un férreo sostén narrativo, como si estuviéramos en el Planeta Antonioni.
Lanzados a la abstracción, debemos contentarnos con saber que los cinco personajes conformarán una “tripulación”. La cosa se empieza a clarificar cuando Wittmann presenta una conversación inocua en la que solo destaca la palabra “fluir”. Y es que absolutamente todo en Human Flowers of Flesh tiene que ver con el agua. Sin la necesidad de invocar los movimientos ondulantes del mar, a la realizadora, guionista y directora de fotografía, le basta con el azul clorado de una piscina comunitaria para quedarse hipnotizada, para arrastrarnos al trance. Esto no es una película, es un ritual de inmersión. Cuando queremos darnos cuenta, estamos en compañía de unos microrganismos luminiscentes que no se sabe si están siendo observados con un microscopio o si son el producto de una imaginación desbocada. Luego, estamos en el fondo del mar, donde reposan toneladas de chatarra oxidada (y reclamada por la fauna y flora marina). Y, más tarde, el reflejo de la Luna sobre el negro infinito de las aguas nocturnas cumple a la perfección la función de luz estroboscópica para una rave celebrada en alta mar. Todo está conectado porque todo está empapado por la misma sustancia. Todo es real porque así parece aseverarlo una imagen granulada que se defiende de los simulacros de la imagen digital. Las fuerzas oceánicas y el cine de Helena Wittmann conforman un pacto simbiótico apabullante, una alianza que erosiona, que transforma… no solo las cosas, sino también la conciencia; los sueños que emanan de ella. Víctor Esquirol
ANHELL69 | Theo Montoya | Colombia, Rumania, Francia, Alemania | 2022 | 75 min.
La Semana de la Crítica de la Mostra de Venecia acogió el estreno mundial de esta íntima, desgarradora y audaz mixtura entre el diario personal, el ensayo sociopolítico, el documental militante y una ficción con aires fantásticos. Con un tono melancólico (la voz en off del propio director es demasiado apesadumbrada y solemne), Anhell69 remite al seudónimo que en redes utilizaba uno de los mejores amigos de Montoya, quien además iba a ser el protagonista de su primera película de ficción. Pero el joven murió a los pocos días (como fallecieron entre 2017 y 2021 otros siete seres muy cercanos al cineasta y a quienes está dedicado el film) y es así que Anhell69 se convirtió en un tributo, un homenaje y la reconstrucción –mediatizada por el dolor y la distancia– de aquel proyecto que no pudo ser.
Montoya recupera imágenes del casting que le hizo a sus amigos para aquella película inacabada (básicamente entrevistas donde cuentan sus experiencias y sus sueños), habla de su cinefilia (como la importancia del cine de Víctor Gaviria), ofrece confesiones desoladoras (“en los últimos tiempos he tenido más velorios que cumpleaños, mis redes sociales se convirtieron en un cementerio”), imagina una película de serie B protagonizada por fantasmas y se sumerge en el micromundo de la comunidad queer de Medellín en medio de un contexto dominado por la figura de Pablo Escobar, la represión, la violencia callejera y enfermedades como el SIDA.
Puede que algunos elementos, asociaciones, reflexiones y análisis que propone el director resulten antojadizas o caprichosas, pero Montoya jamás esconde el espíritu absolutamente personal, visceral y hasta catártico de su film. Y lo hace con una dimensión humana y cinematográfica fascinante, que combina imágenes de fiestas en discotecas, tomas con drones de una Medellín nocturna, registros de las protestas callejeras contra el gobierno derechista de Iván Duque y testimonios de sus amigos que en muchos casos ya no están. Una experiencia por momentos extrema y angustiante pero que al mismo tiempo consigue un extraño lirismo y encuentra belleza en los abismos del dolor. Diego Batlle