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RIZI (DAYS). Tsai Ming-liang. 127 minutos. Taiwán, Francia (2020). Con Lee Kang-sheng, Anong Houngheuangsy. Sección Zabaltegi-Tabakalera.

Rizi (Days) nos propone un pausado y deslumbrante viaje fílmico en el que dos hombres se encontrarán y, quizá, se dejarán mutuamente marcados. La historia se despliega en dos frentes sin aparente vinculación, pero que poco a poco van convergiendo. Más que por las sendas que traza el guion, los sentidos del film emanan de nuestra observación de los cuerpos y los espacios. Lee Kang-sheng, el hombre que mejor le aguanta la mirada al infinito, está sentado en el interior de su casa, y sus ojos se pierden en el exterior, en un horizonte que le atraviesa la frente. Observamos al actor –en la piel de Shiao-kang, el protagonista de casi todas las películas de Tsai– desde el jardín; nos separa de él un cristal semitransparente sobre el que se refleja el paisaje en el que el personaje está absorto. Imágenes superpuestas de manera natural, que de alguna manera nos invitan a armonizar planos; realidades físicamente separadas que aspiran a ser una sola. Esto (y aquí es donde entra la magia del cine de Tsai) solo puede conseguirse dejando pasar el tiempo. Rizi dura poco más de dos horas, pero es como si se alargara, en un sentido glorioso, durante días.

Las primeras secuencias de Rizi se desarrollan en escenarios domésticos y naturales, un territorio de paz y armonía. La cámara reivindica la lentitud como antídoto contra la rapidez desquiciante del mundo moderno, como lleva haciendo Tsai a lo largo de toda su carrera y especialmente en sus cortos Journey to the West y No No Sleep. Trabajos en los que el fuego y el agua se tratan con ese mimo artesanal que siempre estará en las antípodas de la optimización industrial. En lo cotidiano, el ser humano puede recuperar un equilibrio natural olvidado. Ya sea preparando un plato para la cena o relajándose en una humeante sesión de acupuntura, la comunión entre el cuerpo humano y los elementos es total.

La prueba de fuego llega cuando abandonamos el confort del hogar y la naturaleza para enfrentarnos a una gran ciudad que, milagro, también se ha contagiado de las energías que pregona la película. Dos hombres comen en la terraza de un restaurante. Ahora, lo que nos separa de ellos es una carretera por la que circula toda clase de vehículos. Lo normal en este tipo de planos es que los coches, motocicletas y autobuses fueran golpeando violentamente la imagen. Pero aquí no. Cada vez que estos cuerpos mecánicos pasan por delante de nosotros, lo hacen acariciando el plano, comportándose como un oleaje motorizado. Y uno no sabe si se trata de un “efecto” sonoro orquestado por Tsai, o si nuestro cuerpo, cerebro y espíritu ya se ha sintonizado con la visión del artista. En cualquier caso, ya estamos preparados para captar el núcleo argumental de Rizi: un encuentro en el que sobran las palabras e incluso algunas imágenes que creíamos imprescindibles. Los dos hombres que protagonizan Rizi actúan como el fuego, como el agua y como el viento. Son fuerzas de la naturaleza que, como tales, se manchan las unas a la otras. Es la emocionante sedimentación de un poso de lo humano. En el mejor de los casos, podemos llamarlo amor. Víctor Esquirol

THE WOMAN WHO RAN. Hong Sang-soo. 77 minutos. Corea del Sur (2020). Con Kim Min-hee, Kwon Hae-hyo, Lee Eun-mi. Sección Zabaltegi-Tabakalera.

“En los cinco años que llevamos casados, nunca habíamos estado separados”, insiste Gam-hee a cada una de las tres amigas con las que se encuentra en The Woman Who Ran. A lo largo de la película, la frase se reitera: aparentemente, el marido de Gam-hee cree que cuando hay amor se debe estar siempre juntos. Ahora, sin embargo, él está de viaje por trabajo, y Gam-hee aprovecha esos días para visitar a dos amigas en sus casas fuera de la ciudad, y para topar por azar con otra conocida en una sala de cine. Repetición y mutación, el cine del surcoreano Hong Sang-soo avanza mediante estos dos impulsos, que se vislumbran también en los setenta y pocos minutos de su nueva película, en la que el estilo del cineasta se muestra depurado, pegado a su esencia, la de planos largos con panorámicas y zooms para reencuadrar.

Precisamente con un zoom culmina una de las escenas más bellas y cómicas del film: un vecino llama a la puerta de la casa de la primera amiga para quejarse porque ella da de comer a los gatos callejeros, y estos le resultan molestos. Él aparece de espaldas con sus quejas egocéntricas, y ellas –la amiga, su compañera y Gam-hee– le replican que los animales también tienen derecho a comer. Mientras tiene lugar el encontronazo dialéctico, un gato permanece en la parte inferior izquierda del cuadro; cuando todos los personajes abandonan el plano, Hong realiza un zoom hacia el felino, que primero bosteza y luego mira a cámara. La escena no solo resulta cómica, sino coherente tanto con el estilo de Hong –repetición: el zoom para reencuadrar y redefinir el tono– como con uno de los nuevos temas –mutación– que planea en The Woman Who Ran, el de la relación de los humanos y los animales. No en vano, la película se abre con el plano de unas gallinas, y su primera parte transcurre entre conversaciones en torno a la carne.

“¿Te cortaste el pelo?”, le preguntan a Gam-hee, resaltando así el look diferente de la actriz, Kim Min-hee, que se explaya con la respuesta. “No bebo”, le dice una amiga en otro momento, explicitando a la vez otra pequeña mutación, la de la ausencia de borracheras en la película. Hong evidencia los cambios, como si en su cine el placer no fuese solo el de las pequeñas cosas, o el de observar la fragilidad sutil de los sentimientos, sino el de contemplar justamente cómo su obra avanza suavemente, como la propia vida. De las distintas películas de Hong junto a Kim Min-hee, The Woman Who Ran es la más directa en su voluntad de indagar en los personajes femeninos, a los que se contraponen unos hombres que aparecen como un engorro. En la tercera parte del film, la Gam-hee se topa con una antigua amiga, que decide pedirle disculpas porque inició una relación con el novio de la protagonista. Este “episodio” se abre y se cierra con la imagen de una playa proyectada sobre una pantalla de cine. La textura revela la condición de imagen de las vistas marinas, y la banda sonora también se explicita como una reproducción. De hecho, la música que acompaña las transiciones resuena distorsionada, evidenciando la idea de estar escuchando una grabación. He aquí otra de las mutaciones. A lo largo de la película, vemos diversas pantallas: la de las cámaras de seguridad de la casa de la primera amiga, y la del interfono de la segunda. Las superficies de estas imágenes aparecen mediante panorámicas; y la distancia entre unos personajes y otros expone la dificultad en la comunicación entre hombres y mujeres, discurso perenne en el cine de Hong. El reverso está en un gesto reencuadrado con un zoom: el de las dos conocidas cuyas manos se tocan mientras una se disculpa con la otra por algo que sucedió tiempo atrás. Violeta Kovacsics

LE SEL DES LARMES. Philippe Garrel. 100 minutos. Francia, Suiza (2020). Con Logann Antuofermo, Oulaya Amamra, Louise Chevillotte, André Wilms. Sección Zabaltegi-Tabakalera.

En Le Sel des larmes, el francés Philippe Garrel filma el presente como si fuese otra época. En su cine, el flirteo no se gestiona a través de Whatsapp, tampoco en las redes sociales, sino mediante un simple plano-contraplano, de un lado al otro de la calle, que acaba con el chico pidiéndole a la chica que queden cuando ella salga del trabajo. El amor siempre responde a una concepción binaria de la sexualidad, aunque ese aparente reduccionismo no se transfiere al ámbito racial: Garrel se abre en esta ocasión al retrato de una Francia no únicamente blanca. En Le Sel des larmes, también se estudia la posibilidad de aquello que hoy en día se ha dado en llamar el poliamor, y que en la obra de Garrel siempre se ha canalizado a través de las idas y venidas sentimentales de sus personajes. Aquí, el tránsito emocional lleva a Luc (Logann Antuofermo) de Djemila (Oulaya Amamra) a Geniviève (Louise Chevillotte, una de las protagonistas de L’Amant d’un jour, anterior film de Garrel), y de esta a Betsy (Souheila Yacoub), a quien tiene que compartir con Paco (Martin Mesnier). Como en Los amantes regulares, Garrel incluye un pasaje musical, que se corresponde precisamente con el despertar del enamoramiento.

En medio de esta búsqueda del amor, está el padre de Luc, un carpintero de ataúdes –un oficio también de otra época– con quien el protagonista tiene la relación más bella de toda la película. El plano del padre, solo en el salón, releyendo orgulloso la carta de aceptación de su hijo en una escuela de ebanistería rebosa ternura. Así se maneja Garrel en este mundo inestable de los sentimientos, que se exponen abiertamente, quizá porque la construcción de la ficción se erige sobre algo profundamente verdadero. Tras el rostro del padre ebanista, se intuye el recuerdo del propio padre del director, Maurice Garrel, una presencia recurrente en la obra del director de La Cicatrice intérieure hasta su muerte en el año 2011.

Garrel explicita la condición ficcional, casi fabulística, de la película mediante toques de humor y una voz en off que en algunos momentos lleva al personaje a situaciones inverosímiles. Este es un tránsito constante en la obra de Garrel, entre la vida y la ficción. En diversos pasajes de Le Sel des larmes, los personajes se topan con una puerta cerrada: Luc se despide de Djemila en el umbral de su casa; el padre no puede entrar en la casa de su hijo tras perder el tren; y es precisamente una puerta tras la que el personaje esconde su dolor. Por momentos, la película de Garrel respira algo del cine de Hong Sang-soo, del mismo modo que las habituales tribulaciones afectivas en torno a la infidelidad en el cine del director coreano tienen algo de garreliano. En Le Sel des larmes, se vuelven a invocar el encuentro, el azar, el amor, la explicitación de las costuras de la ficción y, ahora, también, un toque de humor que convive con las heridas que deja la vida. Violeta Kovacsics

ÉTÉ 85 (VERANO DEL 85). François Ozon. 100 minutos. Francia, Bélgica (2020). Con Felix Lefebvre, Benjamin Voisin, Philippine Velge, Valeria Bruni Tedeschi, Melvil Poupaud. Sección Oficial.

Con 21 largometrajes en poco más de dos décadas, François Ozon es uno de los más prolíficos, eclécticos y audaces directores franceses. También uno de los más desconcertantes. Sus films pueden ser más serios o másdisparatados, más académicos o más provocadores, pero siempre tienen ese “toque Ozon” que los convierten en inconfundibles. En ese sentido, Verano del 85 alcanza ese tono tan difícil que le permite ser trágica y luminosa, profunda y lúdica a la vez. Desde la primera escena sabemos que David Gorman (Benjamin Voisin), un joven de 18 años, ha muerto; y que Alexis Robin (Felix Lefebvre), de 16, está involucrado de alguna manera en el caso y será llevado a juicio. Desde esa confesión bastante poco precisa a cargo de Alexis (o Alex), dueño exclusivo de la voz en off, es que Ozon va a (re)construir, casi todo en flashback, la épica y trágica historia de amor gay ambientada precisamente en ese verano de 1985 en Seine-Maritime, en Normandía.

David y Alexis se conocen de la manera más inesperada y absurda. A punto de morir en medio del mar y bajo una tormenta, Alexis es rescatado por David, que llega al lugar a bordo de otro velero. Desde entonces, se desatará una relación apasionada, llena de rituales iniciáticos, de descubrimientos, de idas a la playa, al cine, a las discotecas, a un parque de diversiones, de viajes en moto y de encuentros íntimos. Alexis -asegura- ha encontrado al hombre de su vida, pero David es demasiado inconstante, imprevisible, impulsivo y manipulador como para que esa historia de amor dure más de 6 semanas. La llegada de Kate (Philippine Velge), una joven inglesa, terminará de poner todo en crisis. Verano del 85 (algo así como una respuesta francesa a Call Me By Your Name de Luca Guadagnino) es una oda queer de cuerpos desnudos y (des)encuentros, una mirada a los amores idealizados y a la lealtad a la hora de cumplir las promesas. Y es también un thriller que, más allá de la información inicial, logra sostener hasta el final la intriga de cómo fueron realmente los hechos. Diego Batlle

NOMADLAND. Chloé Zhao. 108 minutos. Estados Unidos (2020). Con Frances McDormand, David Strathairn, Bob Wells. Sección Perlak.

En el corazón de la cultura estadounidense, la carretera es algo más que un territorio de tránsito, algo más que una línea entre dos puntos fijos. La idea de una vida nómada está, de hecho, en el origen de la nación, en el viaje de los colonos y pioneros que cruzaron las tierras americanas en busca de hacer realidad sus sueños de prosperidad. Luego vinieron otros soñadores: Jack London y sus ideales libertarios, que asociaban el vagabundeo con la conquista de una emancipación personal; o Jack Kerouac y los beatnicks, que encontraron en “el camino” su propia senda hacia la creación artística y la vida sublime. Con el siglo XXI llegó una forma de nomadismo menos buscada, aunque no por ello menos cargada de sentido político. En el libro Nomadland: Surviving America in the Twenty-First Century, la periodista Jessica Bruder estudió el fenómeno de una nueva comunidad itinerante, formada principalmente por trabajadores y trabajadoras, ya mayores, que perdieron su sustento vital y sus propiedades en la gran recesión que golpeó Estados Unidos entre los años 2007 y 2009. Y así llegamos hasta la notable Nomadland, donde la directora de origen chino Chloé Zhao aborda esta nueva realidad social imbricando un trasfondo verista con un trabajo ficcional capitaneado por una espléndida Frances McDormand.

No es la primera ocasión en que Zhao propone un camino híbrido entre el documental y la ficción. De hecho, sus dos películas anteriores –Songs My Brothers Taught Me y sobre todo The Rider– ya jugaban con la idea de convocar y reunir en las imágenes a actores profesionales y a no-profesionales, que mostraban en la pantalla su modus vivendi real. En este sentido, Nomadland recopila un amplio abanico de testimonios de gente que, tras caer en la marginalidad, ha encontrado en la carretera una forma de esquivar las constricciones impuestas por “la tiranía del dólar”: las deudas, la espiral consumista, la imposibilidad de encontrar trabajos duraderos… Esta colección de testimonios reales insuflan un verismo palpable al sustrato de Nomadland, sobre el que Zhao y McDormand construyen una odisea cargada de dignidad y ternura, en la que una mujer llamada Fern (que arrastra en su rostro el peso de la pérdida de su marido y su hogar) encuentra en su viaje por la América profunda la compañía esporádica de un conjunto de personas honestas.

Siguiendo la estela de una estirpe de grandes cineastas norteamericanos que han decidido dedicar su carrera al estudio de la vida en los márgenes del sistema (de Robert Kramer a Kelly Reichardt o Sean Baker), Zhao desnuda su película casi por completo, apostando por una austeridad resonante y por una trabajo narrativo y formal casi transparentes (una banda sonora demasiado intrusiva y un cierto abuso del primer plano serían las únicas flaquezas del film). En Nomadland no existe una historia que estructure las vivencias de la protagonista, sino que son las situaciones que experimenta Fern –los lugares que visita, las personas que conoce, sus emociones– las que van dando cuerpo a una narración elíptica, fragmentaria.

Por último, vale la pena apuntar que ‘Nomadland’ retrata una vida nómada pero no es una película nómada, dado que la presencia de McDormand funciona como el hábitat natural de un film que nunca pierde el norte. La protagonista de ‘Fargo’ y ‘Tres anuncios en las afueras’ se halla en un momento de gloria actoral difícil de describir con palabras. Su aparente hermetismo gestual no podría ser más expresivo, su tendencia al escepticismo y a la ironía no podría resultar más empática. Refugiada en un laconismo defensivo o pronunciando una de sus frases lapidarias (sus personajes no saben reaccionar de otra manera ante el descontento), McDormand crea junto a Zhao un personaje fascinante y melancólico, un ser humano que hace de la coherencia y la integridad sus principales banderas. Manu Yáñez