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WIFE OF A SPY (LA MUJER DEL ESPÍA). Kiyoshi Kurosawa. 115 minutos. Japón (2020). Con Yû Aoi, Issei Takahashi, Ryôta Bandô. Sección Perlak.

Si hay un hilo conductor que hilvana, de forma subterránea, la ecléctica carrera del maestro japonés Kiyoshi Kurosawa, ese es su talento para imbricar ciertas formas del clasicismo cinematográfico con pulsiones más propias del cine de la modernidad. Sea en sus películas de terror apocalíptico, en sus dramas de autodescubrimiento o en un film histórico de espías, Kurosawa siempre apuesta por introducir estimulantes dosis de extrañamiento en universos que parecen herederos de los de Orson Welles, Alfred Hitchock o Jacques Tourneur, cineastas a los que el japonés admira de forma reverencial. En La mujer del espía, el director de Tokyo Sonata viaja al pasado, hasta el Japón de la Segunda Guerra Mundial, con el objetivo aparente de construir un thriller de espionaje con costuras de serie B americana: tono intimista, preponderancia de escenarios interiores, drama de personajes y un juego permanente con el fuera de campo narrativo y visual. La historia que cuenta la película parece simple –una mujer va descubriendo poco a poco la implicación de su marido en la denuncia de los horrores cometidos por el ejército japonés en la guerra–, pero como en todo buen film de espías la trama se sostiene gracias a un juego de apariencias y engaños. Un relato que Kurosawa sabe mantener en el ámbito de lo comprensible sin por ello simplificar la odisea emocional e ideológica que viven los protagonistas.

Para comprender la riqueza de recursos de la que hace gala Kurosawa en La mujer del espías, es necesario atender al modo en que el director japonés sitúa en el corazón de su película el propio acto de creación cinematográfica. El personaje del marido aparece recubierto de un interesante halo de misterio (nunca acabamos de conocer en detalle cuál es su profesión), pero no cabe duda de que es un cinéfilo redomado. De hecho, una de sus aficiones es la filmación de películas mudas. En una de las primeras escenas de la película, vemos al personaje de la esposa abriendo una caja fuerte y, a los pocos segundos, descubrimos que lo que parecía una escena “normal” es en realidad la filmación de una de las películas amateur del marido, donde la esposa encarna a una ladrona enmascarada. Este juego de ficciones dentro de ficciones, además de la máscara de la esposa, ponen de manifiesto, ya desde el principio, el juego de mentiras y simulacros que estamos a punto de contemplar. Así, La mujer del espía deviene una obra eminentemente autorreflexiva, donde el ejercicio de memoria histórica se hermana a la perfección con la disección de los mecanismos del cine.

Por último, hay que destacar la valentía con la que Kurosawa afronta las atrocidades cometidas por el bando japonés en la Segunda Guerra Mundial, algo que sigue siendo un tabú en la sociedad nipona. Siguiendo la estela de películas como el documental The Emperor’s Naked Army Marche On de Kazuo Hara, Kurosawa aborda la cara más siniestra del papel que jugó la comunidad científica japonesa durante la guerra. Barbaries que, dentro del film de Kurosawa, y como no podía ser de otra manera, se destapan gracias a unas filmaciones conseguidas a espaldas del oficialismo (unas filmaciones que, en la ficción, amenazan con cambiar el rumbo de la guerra). De esta manera, afrontando sin miedo las heridas de la nación japonesa, y entrecruzando las herencias del Hollywood clásico y de Kenji Mizoguchi (su trabajo con lo fantasmal y con el drama femenino), Kurosawa regala una de las mejores películas de este aciago 2020. Manu Yáñez

NEVER RARELY SOMETIMES ALWAYS (NUNCA, CASI NUNCA, A VECES, SIEMPRE). Eliza Hittman. 101 minutos. Estados Unidos, Reino Unido. Con Sidney Flanigan, Talia Ryder, Théodore Pellerin. Sección Perlak.

Justo después de exponer la temática principal de Never Rarely Sometimes Always –el embarazo no deseado de una adolescente–, la directora Eliza Hittman construye una secuencia en la que la protagonista se atraviesa la nariz con un piercing casero. La cámara sigue con detenimiento todo el proceso, desde los preparativos (una desinfección y anestesia torpes) hasta los pequeños gestos de dolor causados por las bruscas incisiones de una aguja de coser. Este compromiso tácito con la observación incisiva, pero no atosigante, de la intimidad de su joven protagonista deviene a la postre el eje sobre el que se vehicula este “drama de personaje”, protagonizado por una Sidney Flanigan que apunta a ser una de las revelaciones actorales del año.

Never Rarely Sometimes Always se vive como un retrato que es a la vez insidioso y respetuoso. Cuando parece que el sufrimiento de la protagonista va a desbordar la pantalla y degenerar en sadismo, surge un bienvenido contraplano que libera la tensión acumulada, y ofrece un cierto sosiego al personaje. Así, el montaje deviene una muestra de respeto a la autonomía emocional del espectador, y también de empatía para con el objeto de estudio. El primer plano nunca se exhibe como un vehículo para el lucimiento actoral, sino que apunta a un retrato genuino y sentido del desamparo. La cercanía entre la cámara y la protagonista pone de manifiesto la lacerante soledad de una chica que, muy a su pesar, representa a otras muchas. El impreciso y pretendidamente impersonal título de la película funciona como una referencia directa al modo en que un sistema dominado por la doble moral nos obliga a responder con la frialdad de un test multirespuesta a aquello que requiere de una comprensión profunda.

Ahí radica la importancia de Never Rarely Sometimes Always: en su capacidad de convertir su apuesta formal en un método para captar la dimensión ética, moral y espiritual del drama humano. Así, esta historia de aprendizaje –lo que los anglosajones llaman el coming of age– muestra el carácter crítico de una cruda realidad social. Al llegar a Nueva York, a la gran ciudad, a ese lugar donde quizá no se le negará el aborto a una joven pueblerina, la chica aparece empequeñecida, como la niña que fue, aunque el mundo la obliga a resolver sus problemas como los adultos. La odisea tiene mucho de misión imposible, aunque la sororidad emerge como una fortaleza infranqueable para la crueldad del sistema. Se abre el plano, y entra en cuadro otro rostro: la de una compañera de viaje, una amiga, alguien que empatiza finalmente con el calvario de nuestra protagonista. Víctor Esquirol

MISS MARX. Susanna Nicchiarelli. 107 minutos. Italia, Bélgica (2020). Con Romola Garai, Patrick Kennedy, John Gordon Sinclair. Sección Perlak.

Situándose en un afortunado punto intermedio entre el ejercicio de cine popular y la fuerza subversiva del cine de la modernidad, Miss Marx, el biopic que la italiana Susanna Nicchiarelli dedica a la figura de Eleanor Marx, la hija menor de Karl Marx, se erige en una obra marcado carácter político que alcanza su cenit expresivo en una flamante colección de arrebatos punk-rock sustentados en el poder de lo anacrónico: la idea de abrir la Historia a contrapelo que promulgaba Walter Benjamin. Así, una escena que comienza con los asistentes al funeral de Friedrich Engels cantando La Internacional pronto se transforma en un incendiario collage audiovisual en el que unas fotografías de La Comuna de París –el pequeño sueño socialista que floreció y pereció en Paris en 1871– resplandecen al son de una versión guitarrera de la misma Internacional interpretada por el grupo estadounidense Downtown Boys.

Estos aullidos de modernidad fílmica –que traen a la mente el vivaz trabajo con el material de archivo y los anacronismos del también italiano Pietro Marcello en Martin Eden– dan vida y color al retrato de la agridulce existencia de Eleanor Marx, cuya realización personal como activista política y autora marxista contrasta con la naturaleza turbulenta de su relación romántica con Edward Aveling, un hombre de fuertes convicciones socialistas que, sin embargo, hizo del despilfarro y las adicciones los pilares de su vida. Miss Marx utiliza esta compleja relación sentimental (que puede recordar a la de la joven Julie y el heroinómano Anthony en The Souvenir de Joanna Hogg) para ahondar en las contradicciones que asediaron a Eleanor en la etapa final de su vida. En uno de los discursos filmados por Nicchiarelli, la protagonista denuncia con fiereza la “hipocresía organizada” que predominaba (y todavía predomina) en la sociedad británica (y en todo el mundo), donde las mujeres daban pasos de gigante hacia la igualdad en la esfera pública pero seguían sometidas a la “tiranía de los hombres” en la esfera privada. No hace falta insistir en que la propia Eleanor fue víctima de esta tensión entre sus convicciones políticas y su vida sentimental, dominada por una pasión romántica que llegó a convertirse en una losa insoportable.

Por último, cabe subrayar la convicción con la que Nicchiarelli interpela al espectador –en particular a las mujeres jóvenes de hoy– a abrazar la dimensión universal y contemporánea del ideario de Eleanor Marx. Ahí están los discursos y las cartas leídas por los personajes mirando a cámara (una estrategia que conecta con el cine de François Truffaut); o el modo en que Miss Marx intercala una recreación ficcional de una revuelta obrera de finales del siglo XIX con fotografías de una huelga minera en la Inglaterra de los años 80 del siglo XX. La lucha continúa. La chispa está ahí para encender un fuego, nos dicen los Downtown Boys en su memorable cover de Dancing in the Dark que engalana la gran película de Nicchiarelli. Manu Yáñez

WE ARE WHO WE ARE. Luca Guadagnino. Serie de TV. Italia,Estados Unidos (2020). Con Jack Dylan Grazer, Jordan Kristine Seamón, Chloë Sevigny. Sección Oficial – Proyección Especial

Que las series están ingresando con fuerza en los festivales de cine no es a estas alturas una novedad, pero el caso de We Are Who We Are no deja de llamar la atención. En principio, fue elegida por los programadores de la sección Quincena de Realizadores del luego cancelado Festival de Cannes 2020 y en pocos días más se proyectará de forma íntegra (son ocho episodios de una hora cada uno) dentro de la selección oficial de San Sebastián. En este caso concreto, la atención de los festivales se debe, en gran medida, al renombre de su director, Luca Guadagnino, conocido por sus films Io sono l’amor, A Bigger Splash y el remake de Suspiria, pero especialmente por Call Me By Your Name. Mientras maneja la idea de una continuación para esta última, basándose en la novela Find Me (2019) de André Aciman, y mientras trabaja en varios remakes (una versión de El señor de las moscas y un reciclaje actual de Scarface, siguiendo los pasos de Howard Hawks y Brian De Palma), Guadagnino encontró tiempo para concretar la notable We Are Who We Are.

El protagonista es Fraser Wilson (Jack Dylan Grazer, visto en la saga de It del argentino Andy Muschietti), un adolescente de 14 años que llega desde Nueva York a una base de los Estados Unidos ubicada en Chioggia, pleno Véneto, junto a sus dos madres: Sarah (Chloë Sevigny) y Maggie (Alice Braga). Sí, una pareja lesbiana en el ámbito militar y no solo eso: Sarah es una oficial de altísimo rango que asume la conducción del lugar. Pero, más allá de que en el trasfondo hay soldados entrenando, el eje de la serie pasa por las desventuras íntimas de Fraser durante un verano en ese enclavo ubicado muy cerca de la playa. Verano, cuerpos desnudos, hormonas incontenibles… Todo servido para un coming of age, un relato de iniciación, de descubrimientos, de búsqueda de una identidad en un lugar completamente nuevo.

El angustiado Fraser (una suerte de mixtura entre un típico personaje juvenil de Gus Van Sant y el Timothée Chalamet de Call Me By Your Name, que nunca se saca los auriculares y nos regala así un festival de canciones para escuchar con el volumen al máximo) es un chico atractivo y rebelde, incontenible e irascible, introvertido pero impulsivo, al que vemos entregarse a los excesos con el alcohol y fascinarse tanto con hombres (su ingreso en un vestuario lleno de jóvenes militares desnudos es hilarante) como con mujeres (se obsesiona con Caitlin, una chica afroamericana interpretada por Jordan Kristine Seamón que, claro, tiene novio). En verdad, todos los personajes juveniles secundarios (especialmente la Britney de Francesca Scorsese que le abre las puertas del lugar) son encantadores. Además, como Jonathan, el asistente de Sarah, aparece Tom Mercier, protagonista absoluto de Sinónimos de Nadav Lapid.

La diversidad (confusión, ambigüedad) sexual y los choques (y eventuales reencuentros) generacionales son aspectos de la obra de Guadagnino que se retoman en esta intensa, fluida y lúdica historia rodada básicamente en exteriores que se sale de los moldes, cánones y estéticas del mundo de las series. Diego Batlle

NUEVO ORDEN. Michel Franco. 88 minutos. México, Francia (2020). Con Diego Boneta, Naian González Norvind, Mónica del Carmen, Fernando Cuautle. Sección Perlak.

Haciendo justicia a su condición de enfant terrible del cine contemporáneo, Michel Franco compone en Nuevo orden un verdadero teatro de los horrores con el que denunciar el desmembramiento de la sociedad mexicana. Con un ojo puesto en la crisis moral que, según el cineasta, se extiende por todos los estamentos de su país, y con el otro ojo apuntando a la violencia como forma natural de expresión del poder, Franco perfila una realidad distópica en la que cualquier pulsión humana es aniquilada por diversas formas de brutalidad y opresión. El escenario se parece muchísimo al México actual y la acción arranca en la mansión de una familia adinerada que acoge la boda de la hija del clan. Franco, con su mirada distanciada y su gélida concepción de la puesta en escena, se dedica a diseccionar los banales rituales burgueses hasta que la violencia hace acto de presencia de la mano de un grupo de asaltantes, la avanzadilla de un revolución popular que, pintura verde en mano, hace realidad el concepto de la lucha de clases a través del pillaje y el asesinato.

En su propia salsa, Franco dedica el resto de la película, algo menos de una hora, a imaginar la respuesta por parte del poder a este levantamiento salvaje. El contraataque llega sin contemplaciones y es gestionado por los militares, a quienes se suman, de forma oportunista, facciones paramilitares que, en sus prácticas aberrantes, traen a la memoria la monstruosidad con la que operan los cárteles de la droga. La violencia se dispara en todas las direcciones: de pobres hacia ricos, de ricos hacia pobres y entre los propios pobres. Un panorama aciago que Franco aprovecha para escenificar un carrusel de violencia ritualizada. La desazón que provoca la película en el espectador puede remitir al efecto desarmante de la monumental y fustigante Saló, o los 120 días de Sodoma, en la que Pier Paolo Pasolini utilizaba el imaginario cruel del Marqués de Sade para reflexionar acerca de los mecanismos del fascismo. Por su parte, Franco sustituye las perturbadoras formas de deseo que exploraba Pasolini por una colección maquinal, más bien monótona, de episodios aberrantes. De hecho, el amontonamiento de atrocidades –que va de la violencia sexual a las ejecuciones sumarias– acaba anestesiando la sensibilidad del espectador, que se ve obligado a asistir al sórdido deleite con el que Franco escenifica su teatro de la crueldad.

Concebido como un espectáculo a gran escala –Franco escenifica algunos suntuosos planos generales de destrucción y barbarie urbana–, Nuevo orden responde con contundencia a la bancarrota social del México actual, que el director de Las hijas de abril presenta como un amasijo de hipocresía, falsa caridad, animalismo, sexismo, corrupción y puro rencor de clase. El cineasta dispara en tantas direcciones que resulta imposible encontrar en la película un atisbo de esperanza o un camino de regeneración. Franco se contenta con exorcizar de forma cruenta los males de su nación y dejar al espectador alelado por el festín de sadismo de Nuevo orden. Manu Yáñez

THE WORLD TO COME. Mona Fastvold. 98 minutos. Estados Unidos (2020). Con Katherine Waterston, Vanessa Kirby, Casey Affleck, Christopher Abbott. Sección Perlak.

A mediados del siglo XIX, en un paraje remoto de la costa este estadounidense, una mujer marcada por la pérdida de su hija, Abigail (Katherine Waterston), halla un cierto sosiego emocional gracias al encuentro con una recién llegada a la región, Tallie (Vanessa Kirby). Así arranca The World to Come, una historia de amistad y deseo entre mujeres que, dirigida por Mona Fastvold (The Sleepwalker), busca una personalidad propia al poner un pie en el cine de la palabra y el otro en la delicada exploración de la gestualidad de los personajes. De lado de la palabra, el guion escrito a cuatro manos por Ron Hansen y Jim Shepard se estructura en torno a la lectura de un diario que escribe con regularidad Abigail. Así, la voz de Waterson se convierte en un elemento omnipresente en la banda de sonido, indicando casi cada giro del relato y cada emoción experimentada por el personaje. No es la primera vez que una película hace de una voz en off explicativa su brújula expresiva; ahí están los casos memorables del clásico Spring in a Small Town del chino Fei Mu o los coros de voces en off de las películas de Terrence Malick. El problema es que The World to Come no termina de encontrar una propuesta escénica que acompañe la estimulante propuesta narrativa. Sorprende, por ejemplo, el hecho de que el film no se mantenga siempre fiel al punto de vista del personaje de Abigail, cuando es ella quien guía al espectador por la historia a través de su diario.

En término visuales, Fastvold opta por trabajar en un registro intimista que busca poner de relieve el diálogo subterráneo que se ven obligadas a mantener las protagonistas de la película. La actrices hacen todo lo posible por convertir cada uno de sus gestos en una sutil pero locuaz manifestación de curiosidad y deseo; sin embargo, la cámara de Fastvold nunca parece encontrar el lugar desde el que percibir en toda su plenitud la creciente tensión romántica que se va apoderando de las protagonistas. Lejos queda el fascinante proceso de descubrimiento y cortejo sobre el que se asentaba la extraordinaria Retrato de una mujer en llamas de Céline Sciamma, que sabía rodear a sus amantes pasajeras de una espesa aura de opresión y fantasía. A falta de otros argumentos, los espectadores de The World to Come podrán disfrutar del notable trabajo actoral del cuarteto protagonista. Katherine Waterson, que ha heredado de su padre (Sam Waterson) una expresividad marcada por la tensión facial permanente, hace de Abigail una figura introvertida, maniatada por la sumisión a las reglas del mundo que le ha tocado habitar. Por su parte, Vanessa Kirby exhibe a placer todo su magnetismo escénico, aunque el disperso curso de la narración merma el impacto de sus apariciones y desapariciones. El caso de Casey Affleck es bien conocido: su talento para encarnar a hombres afligidos, almas en pena, es incuestionable, y aquí además sabe parecer tosco y sensible al mismo tiempo. Por último, Christopher Abbott (James White, Llega la noche) inyecta a la película una carga de violencia soterrada que ayuda a comprender el temor con el que las heroínas del film encaran su aciaga existencia, marcada por un sometimiento cruel y unos sueños de libertad inalcanzables. Manu Yáñez