Parecía inmortal. No paró de dirigir hasta el último momento (“si dejo de filmar, me muero”, decía). No quería que nadie lo ayudara a subir una escalera. Lo hacía sólo, a veces apoyándose en un bastón. Nunca se supo bien su edad, algunos dicen que tenía incluso más de los 106 que figurarán como los años de su vida. Pero finalmente se fue este jueves 2 de abril el genial Manoel de Oliveira.

Hijo de una familia adinerada dueña de fábricas y haciendas, formado con los jesuitas (de allí, quizás, el ascetismo, el rigor, la austeridad de su cine), comenzó como actor en los años 20 y rodó su primer corto en 1931.

Son casi nueve décadas dedicadas al séptimo arte y, desde aquel Douro, faina fluvial de 1931 hasta el corto O Velho do Restelo, que se estrenó en el pasado Festival de Venecia, fueron más de 60 títulos. A partir de la década de los 80 y hasta hace muy poco, dirigió a un promedio de un largometraje por año. Un ejemplo de productividad, tenacidad y jovialidad.

Con su estilo inconfundible (largos planos fijos, diálogos más cercanos al recitado teatral y alejado por completo del naturalismo), Manoel de Oliveira se convirtió en un favorito de los grandes festivales… y de los grandes actores.

Si bien tuvo intérpretes que lo acompañaron durante largos tramos de su carrera, como Luis Miguel Cintra, Leonor Silveira o Ricardo Trêpa (su nieto), trabajó también con importantes figuras: Maria de Medeiros en La divina comedia (1991), Marcello Mastroianni en Viaje al principio del mundo (1997), Catherine Deneuve y John Malkovich en El convento (1995), Chiara Mastroianni en La carta (1999), Michel Piccoli y otra vez Deneuve y Malkovich en Vuelvo a casa (2001); de nuevo Piccoli y Bulle Ogier en Belle toujours (2006); Pilar López de Ayala en El extraño caso de Angélica (2010); y Michael Lonsdale, Claudia Cardinale y Jeanne Moreau en O Gebo e a Sombra (2012), su último largometraje.

Otros títulos destacados de su filmografía fueron Los caníbales (1988), Palabra y utopía (2000), Porto de mi infancia (2001), El principio de la incertidumbre (2002) o Singularidades de una chica rubia (2009), por nombrar sólo algunos. Un legado monumental.