(Imagen de cabecera: La amiga de mi amiga de Zaida Carmona)

Jaime Lapaz (Festival D’A de Barcelona)

Analizar La amiga de mi amiga, el primer largometraje de Zaida Carmona, sin enmarcarlo en el universo de las “Comedias y proverbios” de Eric Rohmer sería contradecir la naturaleza de una cineasta que, desde su cortometraje Las ilusiones, viene siguiendo la estela del maestro del cine francés. Y no se trata únicamente de un acercamiento cosmético, superficial, a la obra de Rohmer, sino que Carmona sabe capturar las dimensiones autorreflexivas y empáticas del director de La rodilla de Clara, al tiempo que da forma a una obra tan indistintamente autoral como alegremente colectiva. La película, que se estrena en la presente edición del D’A Film Festival Barcelona, establece un vínculo íntimo con aquellas comedias de enredos, libertinas y apasionadas, que Rohmer rodó en los años ochenta. Obras colmadas de personajes que buscaban la felicidad a través de la seducción del otro, despreocupándose, aparentemente, de sí mismos; sin embargo, estos mismos personajes focalizaban la idea de fidelidad no en el otro (como en los “Cuentos morales”), sino en ellos mismos. Abrazando estas contradicciones, La amiga de amiga podría verse como un séptimo capítulo de este grupo de películas empeñadas en alcanzar la dicha del amor correspondido.

El personaje de Zaida, descrito por la misma directora como “atolondrado” (su construcción recuerda mucho a la de Marie Rivière para El rayo verde), hace del flirteo la principal solución a su reciente ruptura, y decide inmiscuirse en las relaciones de sus amigas. El esquema narrativo es similar al de El amigo de mi amiga (homenaje explícito en el título), película en la que Rohmer proponía un juego de las cuatro esquinas, con cuatro sillas para cinco jugadores. Así, entre la melancolía y la indolencia, La amiga de mi amiga, transita, junto a Zaida, por esa suerte de no lugar al que da forma la (quinta) silla que falta. Ocurre como en el cine de Rohmer, pero también como en el de Marc Ferrer (coguionista de la película): uno no sabe distinguir lo cómico intencionado de lo cómico involuntario, y es ahí donde se encuentra el goce. La puesta en escena de Carmona, menos sutil y elegante que la de Rohmer y menos gamberra que la de Ferrer, encuentra su propia identidad en una estética pop llena de ligereza. La musicalidad del montaje abraza los tempos del videoclip sin amedrentarse, dotando de dramatismo a canciones aparentemente banales.

La amiga de mi amiga es, de igual manera que su homóloga francesa, una obra circunscrita a lo urbano. Si Rohmer construía su película sobre la mancomunidad parisina de Cergy-Pontoise, Carmona fija su imaginario en Barcelona. Ambas urbes, altamente densificadas, parecen, a los ojos de los cineastas, pequeños pueblos. Si “en Madrid no te encuentras a tu ex”, como decía aquella, en la ciudad condal aparecen por todas partes (“está en todas las putas fiestas”, dice Zaida de una de sus amigas). Carmona retrata así una Barcelona empequeñecida e idealizada, construida a través de librerías, salas de cine y bares, la mayoría de ellos pertenecientes a un circuito queer en el que el grupo de amigas de Zaida se relacionan de las formas más dispares. El gran tema del cortometraje Las ilusiones –la imposibilidad de amar “bien”– reemerge aquí no a través de audios de Whatsapp, sino de un banquete de azares (Carmona articula la narración a través de coincidencias) que solo pueden terminar en fiestas, besos, besos, y más besos. Ante todo, uno no puede evitar sentirse parte de la “rhomería pop” de La amiga de mi amiga.

Por su parte, en Una película sobre parejas, Natalia Cabral y Oriol Estrada (u Oriol Estrada y Natalia Cabral, si lo prefieren), también plantean un juego de carácter autorreflexivo y potencialmente autoflajelante, aunque, en este caso, al contrario que en La amiga…, impera la ironía. Nos encontramos frente a un ejercicio de metacine llevado a cabo desde la autoficción. La narración arranca cuando, tras el discreto estreno en festivales de su última película, la pareja de cineastas se embarca alocadamente en un nuevo proyecto para el cual no tienen tema ni tratamiento. En la búsqueda del propósito de su nuevo documental, la película construye un dispositivo camaleónico. En una de sus secuencias más gloriosas, la pareja de cineastas pasea por un parque y, buscando inspiración, Estrada propone probar hacer algo “observacional, como Frederick Wiseman”. Inmediatamente, la puesta en escena absorbe los tópicos del director de At Berkeley, y se descubre el atrevido artificio. Más adelante, en una escena en sala de montaje, las discusiones de la pareja acerca de la imposibilidad de encontrar la forma del film remiten a Video Blues, de Emma Tusell. En esta carrera de obstáculos por encontrar un tono adecuado, Una película… parece perderse en sí misma, lo cual podría verse como un himno al extravío creativo o como la crónica de un fracaso. A la postre, lo que prevalece es la capacidad que demuestran Cabral y Estrada para aliñar su tentativa de ensayo autoparódico con momentos de bienvenida ligereza.