En Buenos días, tristeza (1958), Jean Seberg, en la piel de la adolescente Cécile, tropieza no una sino dos veces. Son dos breves instantes que aparecen filtrados por la característica distancia que imprimía Otto Preminger a sus films: planos generales, tomas largas, coreografiados movimientos de cámara. Primero, la actriz tropieza mientras corre a través del pedregoso exterior de una casa vacacional, lo que le provoca un ligero desequilibrio; más adelante, el segundo traspiés se produce con un objeto tirado en el suelo de una habitación. Se trata de dos imprevistos que llaman la atención en el milimétrico universo ficcional del cineasta vienés; dos destellos de azar que, tal vez, escaparon al férreo control que Preminger imponía a sus películas. O tal vez no.

La historia es conocida: Seberg, jovencísima actriz amateur procedente de un pueblo de Iowa, ganó un multitudinario concurso al que se presentaron miles de candidatas y fue seleccionada como protagonista de Santa Juana (1957), nueva aproximación cinematográfica a la figura de Juana de Arco dirigida por Preminger. El film fue un fracaso estrepitoso y las críticas se cebaron especialmente con la primeriza intérprete, de quién afirmaban, una y otra vez, que no era “una actriz”. Contra todo pronóstico, Preminger le ofreció a Seberg el papel de Cécile, la protagonista de su siguiente película, Buenos días, tristeza, adaptación de una escandalosa novela escrita por una joven autora francesa, Françoise Sagan. Tal vez, la elección del cineasta tuvo que ver con el hecho de haberse autoproclamado públicamente como el Pigmalión o “descubridor” de la nueva estrella. O, quizá, filmando durante el crepúsculo del cine clásico y habitando los mismos espacios que un par de años antes habían acogido el nacimiento del mito de Brigitte Bardot en el rodaje de Y Dios…creó a la mujer, Preminger comprendió que el cine necesitaba abrirse no sólo a nuevos cuerpos sino también a modos distintos de abordar la interpretación.

Desde la apreciación de una cierta voluntad de renovación heterodoxa, los dos tropiezos de Seberg en Buenos Días, tristeza pueden estimarse como los engranajes de un mecanismo expresivo que Preminger construye de manera consciente. En el film, la actriz nacida en Marshalltown es encuadrada, repetidamente, en planos muy abiertos o en largos travellings que permiten observarla con detenimiento, sin interferencias, mientras se desplaza por el espacio. Es una estrategia habitual del cine de Preminger, quién, en una suerte de impulso contemplativo, “permite que los cuerpos y los rostros asuman sus propios ritmos y hablen por sí mismos”, en palabras del crítico John Orr. Gracias, por tanto, al distanciado dispositivo premingeriano, el cuerpo y el rostro de Seberg determinan el ritmo de la película, ganándose el privilegio de mostrar sus propios traspiés. En Buenos días, tristeza, mostrando una inusual combinación de naturalidad y autoconciencia, la actriz, devenida ente profético, anticipa las rupturas del cine moderno. El film, no hace falta decirlo, supuso otro fracaso para Seberg: la crítica norteamericana la acusó de amateurismo, de rigidez, de no saber “actuar”, en definitiva. Un nuevo revés que, sin embargo, clarificó el rumbo que acabaría tomando la trayectoria de la actriz. Su incapacidad para ajustarse a los modelos interpretativos del pasado se convertiría en su principal seña de identidad.

Debido a su inexperiencia, Seberg “fracasó” en Buenos Días tristeza a la hora de crear un personaje legible, coherente y verosímil, características esenciales de la tradición interpretativa realista que apareció en el teatro a finales del siglo XIX y que el cine asumió tras la irrupción del sonoro. El propósito principal de este modelo naturalista de interpretación era generar una ilusión de realidad, eliminando o reduciendo a su mínima expresión las técnicas declamatorias, las apelaciones directas al público y la ostentación actoral para intentar ocultar que lo que se estaba desarrollando ante los ojos del espectador era una representación. Escasamente preparada para encajar en esa tendencia naturalista de la interpretación, Seberg construyó a Cécile como, a la vez, un cuerpo real –o “une presence naturelle”, como definió Truffaut a Bardot en su crítica de Y Dios…creó a la mujer– y un cuerpo actoral, que debido a su inexperiencia llamaba continuamente la atención sobre sí mismo, evidenciando la representación.

Es bajo este prisma desdoblado como deben leerse los dos tropiezos de Cécile en Buenos Días tristeza. Por un lado, son destellos de una verdad que, fugazmente, inunda la ficción –un modo de incorporar la vida y sus azares a la película– y, por otro, son gestos ostentosos, equivocaciones evidentes que, al ser percibidas por los espectadores, rompen la ilusión de realidad. A medio camino entre el posclasicismo del Hollywood de los cincuenta y la modernidad europea de los sesenta, Buenos días, tristeza muestra, de forma privilegiada, el contraste entre dos modelos de interpretación antitéticos. Solo hay que analizar alguna de las escenas compartidas entre Seberg y Deborah Kerr –quién interpreta a Anne, la prometida del padre de Cécile– para corroborarlo. El primer encuentro entre ambas tiene lugar en el exterior de la villa en la que la joven y su progenitor pasan un armónico y edípico verano que la presencia de Anne perturbará. Preminger filma la escena en un plano general muy abierto, que muestra dos cuerpos femeninos que se comportan de forma radicalmente distinta. Vestida únicamente con un bañador y una camisa masculina, descalza y con el pelo muy corto, Cécile/Seberg atraviesa el encuadre precipitadamente, tropezándose y casi cayendo de bruces frente a Anne/Kerr, quién la espera inmóvil, impecablemente vestida, al lado de su coche. Desde esta aparición inicial, Kerr desplegará un estilo de interpretación enmarcado en esa tradición realista que buscaba invisibilizar los signos de actuación. A través del control de su lenguaje corporal –con un único y extraordinario gesto, sacando un cigarrillo de una pitillera, Kerr delinea la sofisticación y seguridad de Anne– y mediante la mímesis de unos códigos gestuales y de comportamiento universales, la actriz británica construirá un personaje coherente y verosímil, reconocible para cualquier espectador.

Frente a esta modélica desaparición de la actriz detrás del personaje, Seberg, en la piel de Cécile, se postula como una presencia real en la pantalla. En las escenas que comparte con Kerr, su característica inexpresividad facial –con los ojos muy abiertos, como si estuviera aterrorizada– y su gestualidad forzada –repitiendo ciertos mohínes nerviosos con los labios– se combinan con una tensión corporal que tiene su máxima expresión en esas manos que retuercen exageradamente los extremos de la camisa en el primer encuentro entre ambas. Es una interpretación ostentosa, que “fracasa”, al menos parcialmente, en la construcción de un personaje orgánico y natural. Sin embargo, es ese fracaso el que le permitirá desarrollar una nueva manera de habitar las películas, atravesando esa fina membrana que separa realidad y ficción. En Buenos Días tristeza, como ya sucedía en Santa Juana, es posible intuir en esa inexpresividad, ese cuerpo rígido, esos ojos aterrorizados y esos movimientos torpes a una Seberg enfrentada, casi por primera vez, a la presión de un rodaje profesional. La propia actriz admitiría años después la inseguridad vivida en esos momentos: “(Durante el rodaje de Buenos días, tristeza) estaba aún nerviosa y me sentía insegura. Mi tensión es visible a lo largo de la película”.

Es justamente esta idea de ser una presencia en la pantalla y no de parecerlo lo que acabaría entusiasmando a los jóvenes críticos de Cahiers du Cinéma. Frente a la fingida naturalidad y la depurada técnica de las actrices de Hollywood y del cine francés de calidad, Truffaut defenderá la falta de profesionalidad de Seberg, así como la belleza de su gestualidad amateur, de la que Rivette ya había afirmado, hablando de Santa Juana, que “todo en ella es gracia”. Al mismo tiempo, su característica expresión sonámbula hace de ella una figura femenina opaca y distante, cuyo código gestual no encaja en los tradicionales modos de representación naturalista encarnados por sus profesionales compañeros de reparto. Con su resistencia a ser leída de forma unívoca, con su expresión ausente que imposibilita cualquier explicación psicológica, Seberg constituye una figura disidente en el interior de la ficción, así como un elemento de desencaje evidente. Podríamos afirmar, pues, que la auténtica novedad de Buenos días, tristeza, su rasgo más rabiosamente moderno, lo constituyen el cuerpo y la interpretación de Seberg.

De Cécile a Patricia Franchini había, por tanto, solo un paso. En Al final de la escapada (1960), Jean-Luc Godard moldea a su joven estudiante norteamericana, admiradora de Faulkner y con dificultades para entender a su amante francés (Jean-Paul Belmondo), con los rasgos y la gestualidad de Seberg. Patricia, como Cécile, es de nuevo una presencia natural a la vez que una figura opaca, ilegible: una combinación entre persona real y personaje. Como hiciera Preminger, Godard aprovecha la inexpresividad flagrante de la actriz para nutrir su film de numerosos primeros planos que sólo devuelven una imagen del vacío. El tránsito entre el posclasicismo y la modernidad se sintetiza en los dos últimos planos de ambos films, centrados en el rostro de Seberg. El desenlace de Buenos días, tristeza muestra a Cécile frente al espejo de su habitación, aplicándose crema facial; de repente, cubierta por esa máscara que le oculta las facciones, Seberg llora desconsoladamente, abandonándose a la que parece ser la única emoción real que ha sentido su personaje a lo largo del film. Que este súbito florecimiento expresivo de la actriz se nos presente a través de su reflejo en un espejo, y que su cara aparezca parcialmente oculta tras la crema, da a entender que lo que vemos puede ser, simultáneamente, verdad y mentira. El manierismo de Preminger, que ya enseña las costuras de la representación, es sustituido, en Godard, por un dispositivo netamente moderno: una mirada a cámara inexplicable, inescrutable. En el plano que clausura Al final de la escapada, Patricia/Seberg mira a los espectadores evidenciando, con su inexpresividad sonámbula, el fin de la ilusión de realidad característica del cine clásico, una transgresión ya prefigurada en las performances de la actriz en sus films con Preminger.